Sabemos que José Pablo Feimann tiene una privilegiada sensibilidad social. Cada domingo lo demuestra en un artículo servil. Esta vez nos confirma lo que sospechábamos: "Hay cosas a las que uno no se acostumbra; otros tampoco, pero muchos sí. Lo grave es cuando los que se "acostumbran" a lo "repugnante" son mayoría, una mayoría apática (...) Han decidido no ver el horror y han triunfado." Más adelante, Feinmann, al momento de posicionarse, no elude el compromiso: "Es así: hay gente que no puede evitar ver la miseria. Hay gente que no puede ser feliz entre hambrientos y carenciados. Entre mendigos. Hay gente que no puede ser feliz en una sociedad de desdichados." Ergo, para Feinmann la felicidad personal es importante. Es un valor que la pobreza generalizada, en su caso, irrealiza cada día en sus caminatas por Barrio Norte. Por eso -y no por razones éticas- aconseja combatir el hambre: para que pobres un poco menos pobres, pero pobres al fin y al cabo, dejen vivir sin culpas a la clase media.
Como una prueba más de hipocresía, este discípulo de Asis se propone clarividente y ubica la cuestión Urgente en Argentina: redistribuir el capital. El modo más eficiente: la demagogia. "K lleva una gestión exitosa. Su ministro Lavagna le entrega números primorosos. Se discute la deuda con firmeza. Hay plata. El Estado tiene plata. Hay superávit. (...)Propongamos la demagogia. (...) Presidente K, si usted tiene un superávit de 1600 millones de dólares haga populismo. Si hoy se puede cambiar algo y si ese algo es comida y proteínas cambie, por favor. Nuestros hambrientos tienen hambre; nuestros pibes tan pocas proteínas; nos resulta tan intolerable vivir en medio de esta desigualdad... que aceptaremos lo que venga. Aunque venga en nombre de la demagogia."
No hace falta aclarar a dónde nos ha conducido la institución de la demagogia. Feinmann argumenta desde un lugar común: ese cómodo lugar -subsidiario magro del sentido común- desde el que cualquier político impulsa la apariencia de su candidatura. La hipocresía, la capacidad de apropiarse del dicho popular y darle un tono que incluya al oyente o al lector en el círculo mágico de quien lo enuncia, es la condición del ser político actual. Feimann la tiene. Es un hombre de apariencias. Vive de transacciones discursivas: cuando muestra oculta, y viceversa. Sólo quiere que lo dejen ser feliz: como para Menem, la demagogia es un atajo para que los pobres no estorben en su afelpada conciencia política.
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