lunes, noviembre 09, 2015

Tren fantasma *


Cada vez que viajo con mi bicicleta en el furgón de la línea San Martín, no deja de sorprenderme que esté repleto de pasajeros echados en el suelo incluso mientras en el resto de los vagones haya asientos vacíos. La cantidad de bicicletas colgadas a menudo se reduce a dos o tres. El furgón parece el último círculo del infierno, donde se agrupan per se lisiados, fumadores, bebedores, y algunos polizones. Supongo que esa autodeterminación trasluce en realidad un tipo de discriminación y un maltrato social que, reiterado en el tiempo, lleva mecánicamente a la autosegregación: viajar en la zona más clandestina. Algunos, incluso entrando por el medio del tren, se dirigen al final o al principio, sin levantar la mirada, como si hubiera un lugar de pertenencia en cada uno de los furgones ubicados en los extremos. Aunque el tren no esté dividido explícitamente, hay dos clases demarcadas por el uso y la costumbre.

De los trenes que conocí, los de la India fueron los que más clases presentaban: 1 ra, 2 da, 3 ra con asiento reclinable, 3 ra con asiento no reclinable de madera. Luego el techo -más que una clase, una dimensión-, donde viajaban los intocables. En ese sistema de exclusión que reproducía el de las castas, había una sobredeterminación precapitalista, con miles de años encima. En los trenes nocturnos la cantidad de clases se duplicaba: camarotes individuales dignos de un príncipe, compartimentos con dos literas, con cuatro cuchetas, con seis, con ocho. Cuchetas que eran simples tablas de madera y producían la impresión de que ahí se apilaban cuerpos para una autopsia. Cuchetas mullidas para las castas intermedias. Compartimentos precarios en donde no había cuchetas sino asientos de madera rígidos, y en donde a la noche se agrupaban los fantasmas confinados en los techos. Sólo un extranjero tenía la posibilidad de atravesar todas estas clases sin pudor. Un indio de casta alta tal vez nunca viaje en su vida en 3 ra ni en los compartimentos nocturnos en los que se hacinan, como en cárceles, los descastados. A la vez un indio de casta baja, teniendo el dinero, jamás viajaría 2 da clase, por pudor y karma.

En otros trenes, como el Shinkansen en Japón o el KTX en Corea, las clases son dos, bastante imperceptibles e intercambiables debido al exceso de confort. Sin embargo los vagones más buscado por los pasajeros no son los de cierta clase, sino los de fumadores. Ahí, en torno a una debilidad, se agrupan plácidamente todas las clases sociales. Como si en esa comunidad se activara una liberación, los pasajeros fuman sin parar las dos horas que dura un viaje en tren de alta velocidad y las caras apenas se ven entre la frondosidad del humo. La mala prensa del tabaco en el mundo, sin embargo, no ha desalentado a los ejércitos de fumadores ni en Japón ni en Corea, y todavía hay bares y restaurantes que rechazan esa clasificación occidental: fumadores y no fumadores. Lo mismo podría decirse sobre la comida. La cocina no contempla el vegetarianismo, sino las dietas elaboradas a partir de una tradición culinaria, y los restaurantes se dividen por especialidad: sopas de fideos, sopas de mariscos, pescado crudo, carnes rojas, intestino, sushi, yakitori, etc... En alguno, ocasionalmente, puede haber platos vegetarianos: tantos como el número de fumadores en el vagón de no fumadores.

* Columna publicada el 1/11/15

Segundo origen *


El árbol genealógico es una fábrica de anécdotas y viajes en sentido inverso. O de viajes sin sentido. La pregunta por la genealogía no atañe al destino, sino a una construcción ficticia de la identidad. En el camino de la ucronía, podría imaginar y reinventar el viaje de mis antepasados a América. Ese viaje aparejaría deducciones forzadas e incluso idealizaciones para ligar el presente a un origen.  Donde hay antepasados, siempre se falsifican altares para pequeños próceres, pioneros, fundadores de pueblos, criminales, figuras épicas que de la pobreza pasan a la riqueza y fundan la distinción de un imperio a través del olfato comercial. Hay tantas generaciones en el medio que ésta falsificación inevitable forma parte de un malentendido que va creciendo como una bola de nieve, generación tras generación.  

Durante los últimos años, cada vez que crucé de Buenos Aires a Montevideo en ferry, me vino a la memoria una anécdota que refería mi padre para mitificar la llegada de los Coelho al Río de la Plata. Hablaba de un antepasado lejano como si fuera un conquistador. El primer Coelho había llegado a Montevideo desde Portugal y había fundado una empresa naviera para unir las dos ciudades del Río de la Plata, lo cual con el paso del tiempo derivó en contrabando y transporte clandestino de exiliados políticos unitarios durante el rosismo. En teoría, esa empresa lo había vuelto rico  y le había dado al apellido una alcurnia. Mi padre heredó esa alcurnia imaginaria pero nada de dinero. Con el paso de los años, esa alcurnia se esfumó y quedó el trazo de una genealogía cada vez más mitificada, a la distancia, desde una perspectiva nostálgica, a medida que su destino individual fue desdibujándose.

En ese árbol genealógico no hubo más viajeros que el primero, ese que cruzó el Atlántico. Sus descendientes migraron a Buenos Aires desde Montevideo y se dispersaron en la pampa. Podríamos decir, si resistiéramos la tentación de la ucronía, que en los pueblos de llanura engendraron monstruos familiares. En esto, y no en una fundación o en un desembarco, gravita el origen. Por eso, tiempo atrás, cuando me quedó claro que no existía ningún linaje y que la mía, como cualquier otra, había sido una familia en constante batalla con la precariedad y las convenciones de la época, exploré el mundo de la pampa seca. Más allá de Bahía Blanca y Coronel Pringles, en el extremo de la provincia, donde en el siglo XVIII se instalaron los primeros fuertes y se plantó el primer mojón para la posterior conquista, un siglo más tarde, estaba el pueblo en el que mis abuelos se conocieron. Compuse esa zona buscando una mitología familiar propia, no heredada. Bajé de la estación de ómnibus al amanecer en un suburbio borrascoso y sin alma. Llegué al centro, que se asemejaba a medias al pueblo de trazos coloniales y en pendiente que había imaginado. Alguna vez ese territorio al borde del Río Negro debía haber sido colonial, pensé. Faltaban piezas para que ese pueblo del lejano sur se pareciera a un pueblo del Far West con Río. Lo que quedaba,  erosionado por el paso del tiempo y el viento, se compaginaba más bien con los sucesos que en aquel momento silenciaron a la sociedad y dejaron desde entonces unida la palabra Patagones a una segunda masacre: no la conquista del desierto sino la ejecutada por un chico de quince años.

Oliverio Coelho

* Columna publicada el 18/10/15 en Cultura Perfil.

Luz azul *

La primera noticia de Islandia me llegó a través de Borges. Recuerdo unas fotos de Borges en el último periodo de su vida, cruzando un puente junto a la que sería su viuda. Más tarde, investigando la biografía de Bobby Fischer, me llegaron más impresiones de esa tierra que en verano parece deslumbrante y en invierno se transforma en una celda ideal para sedentarios. Menos por Björk que por Sigür Ros, empecé a escuchar música de esa isla y cierta vez, en un BAFICI, me topé con una película que presentaba una hipótesis un tanto forzosa para explicar por qué una tierra habitada por trescientos treinta mil personas, había dado tantos músicos, con Björk a la cabeza, de renombre internacional en las últimas décadas. El film atribuía este fenómeno por un lado a la necesidad de pasar el tiempo en la depresión que cundía en los largos inviernos, y por otro a la cualidad severamente insular que pesaba entre jóvenes que veían en el rock la posibilidad de abrirse paso y migrar hacia otra isla, el Reino Unido. Estimo que, en ese trance, para nadie la literatura resultaba una vía de escape.

A esta altura cualquiera podría inferir que estuve en Islandia.  Hace un tiempo, en tránsito hacia Seúl, experimenté la fantasía de viajar como polizón hacia Reikjavic, la ciudad en la que Bobby Fischer batió a Boris Spassky. Esperando mi vuelo hacia Seúl, en el aeropuerto JFK, empecé a caminar al azar. De pronto di con una salita de espera que parecía parte de otro aeropuerto. Una luz helada atravesaba el ventanal. Había humo en la atmósfera. Sospeché que la gente fumaba, pese a la estricta prohibición. Por la cantidad de personas, supuse que el avión que partía era pequeño: tal vez una avioneta. Me ubiqué a un costado, en donde no pudieran verme. Algo me resultó sumamente extraño desde mi posición de testigo fantasmal. Al principio atribuí lo raro a las características provincianas de esa sala. Luego entendí que el origen del extrañamiento provenía de la homogeneidad reinante. Los presentes allí parecían miembros de una misma familia. Imposible, en ese grupo, determinar la belleza de una mujer o un hombre. Eran una unidad a tal punto que al momento de embarcar una azafata con aire albino no les pidió ni boarding pass ni pasaporte. Les bastó mirarlos para confirmar que pertenecían a la especie. Tal vez suponía que nadie en ese mundo desearía recaer en Islandia como polizón.
Cuando los últimos de la treintena de pasajeros terminaron de perderse en la manga que conducía a un pequeño Boeing, me puse de pie. Me pregunté qué podía hacer de mi vida al llegar a Islandia. Supuse que a mí sí me pedirían tarjeta de embarque. Durante dos segundos imaginé el aeropuerto de Reikjavic, un gran galpón, simple y frío como la salita de JKF. Luego, mis primeras horas en una ciudad de luz azul, repleta de bares mortecinos y hombres abatidos por el aislamiento y la endogamia. La salita de espera ya estaba vacía. Ni humo, ni ruido. Cualquiera diría que el sitio siempre había estado así. Busqué a la azafata como alguien que busca en un cenicero rastros después de alucinar a un hombre fumando. Estaba todavía detrás del mostrador, y le bastó un segundo para entender que estaba frente a otro de los tantos voyeurs que una vez a la semana se acercaban a presenciar una partida de espectros.   

* columna publicada el 4/10 en Cultura Perfil.  

Un espectáculo sádico *

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Alguna vez, al perder una campera en un pueblo de Suiza, me dirigí a una oficina de objetos olvidados que queda al fondo de la estación. La gente que se desempeña en esas oficinas cumple una función sobrenatural y disimulada. Son de alguna manera los custodios de la vida cotidiana, obradores y al mismo tiempo deidades escurridizas que parecen emanados de las penumbras de Robert Walser. Al mismo tiempo, son los grandes benefactores del azar. Me pregunto cómo será la vida de alguien que administra objetos que nadie reclama. Y cómo será vivir en un purgatorio donde lo inerte seduce lo vivo.

En ese mismo viaje al lago Lemán, conocí gente que se desempeñaba oficios estrambóticos y anacrónicos, pero nunca me sucedió algo tan llamativo como en Caux, cuando bajé del tren para visitar a un amigo pintor que me esperaba en la estación de Montreaux. Allí estaba él, sí, pero como una especie de modelo vivo, junto a dos camarógrafos que se turnaban para documentar su vida cotidiana las veinticuatro horas al día con una cámara digital. El proyecto tenía algo descomunal que sólo podía calzar con la personalidad de un megalómano capaz de creer, no sólo que su vida podía capturar la atención de alguien, sino que podía vivir sin tiempo privado, sin secretos, sin intimidad –aunque frente a la cámara pudiera falsificar algún tipo de intimidad-.

Los días en la casa de Caux me depararon experiencias estrambóticas. La menor y más placentera, alimentarme de chocolate suizo, casi el único comestible que mi amigo guardaba en las alacenas de su casa, junto a quesos que compraba en granjas cada vez que, caminando por las montañas, llegaba a la zona de Gruyere. Esa especie de peregrinación alpina por la zona de Gruyere fue otra de las experiencias mencionadas. Debía ser documentado por los camarógrafos/súbditos. Mi amigo debía posar en su paisaje natal, dialogar con un amigo de su juventud –yo- y sobre todo mostrar destrezas físicas que no suelen compaginarse con la rutina del artista. 

Partimos temprano al amanecer, cuesta arriba. Los senderos estaban en bastante mal estado y el día de caminata estuvo repleto de accidentes, caídas, tobillos esguinzados. De cada percance mi amigo parecía extraer una satisfacción secreta. Éramos criaturas inferiores que documentábamos la pericia de un superhombre. Al mismo tiempo que evitaba socorrernos en cada accidente y sonreía, nos negaba el agua y el chocolate, únicos víveres que cargábamos -suponiendo que el recorrido duraría una hora- y que él administraba con avaricia en su mochila. En las esporádicas paradas, a cada uno de los mártires que lo seguíamos con resignación les permitía un trago de agua de la cantimplora y un bloque de chocolate, lo suficiente para reponer energías. En cierto momento tuve la certeza de que la misión de mi amigo era matarnos. Que no había retorno ni final de camino. Que volvería solo, con los registros que quedaran en las cámaras de los documentalistas esclavizados por el sadismo de un pintor. Fantaseé con huir, salir del sueño y despertar. De pronto, cuando empezó a caer el sol, asomó el lago a lo lejos. Mi amigo bajó con un técnica impecable y se perdió entre las copa de los árboles, como un ciervo. Extenuados, los camarógrafos y yo caímos en la trampa del descenso. Esa bajada abrupta deparó el doble de golpes que el ascenso.  Llegué último, de noche. En la casa las luces prendidas del jardín, las voces, las risas y el ruido de las copas, anunciaban una fiesta no anunciada. 

* Columna publicada en Cultura Perfil el 20/09/15. 

Caníbales de visita *

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Un amigo extranjero que visita Argentina dos o tres veces al año, me comenta sin ironía que en la cocina de algunos lugares, como en la del restaurant de un popular Museo de la zona del Botánico, verifica que el límite entre la comida gourmet  y la comida de hospital es más tangible que en cualquier otro lado: brótolas y pechugitas a la plancha sin gusto, soufflés de calabaza desabridos, lomos a la llama  agarrotados. Según su teoría el proveedor de los hospitales y de los restaurantes es el mismo. La condición sine qua non para que las características de un chef sobresalgan reside en que tenga un horticultor cómplice y un proveedor de carnes fiable en el mercado chino. Al mismo tiempo, cada vez son más los chefs que articulan lazos con productores rurales para evitar la textura industrial que empareja el sabor gourmet con el hospitalario. Comer afuera, entonces, para este amigo, se ha transformado en una disciplina arqueológica en torno al origen de los alimentos, su contenido en hormonas, pesticidas, fertilizantes. Pocas veces, creo, disfruta de comer afuera, salvo en parrillas, donde por aspectos socio culturales de la tradición culinaria local, él no pone en duda origen puro y pampeano de la carne y por ende no lo agobia la fantasía de estar intoxicándose en dosis homeopáticas con los químicos del capitalismo tardío.

De viaje nunca se me ocurrió indagar en el origen de las comidas, ni en la composición de algunos potajes. Estar de viaje en realidad implica eso: someterse a un orden cultural distinto en el cual hay una omisión de la salud y, por ende, una nueva fisiología. En esta tónica, esa nueva fisiología puede ser fóbica, como en el caso de mi amigo, o producir un destape nada elogioso que en mi caso se canalizó en incursiones culinarias: currys muy picantes, sopas de algas y tofú, cangrejo vivo con un golpe de hervor. Recuerdo que la apoteosis de ese destape se dio en Seúl, en el 2007, en el curso de una residencia de escritores. Junto a Anvar y León,  poetas de la India y México respectivamente, después de meditarlo un poco, emprendimos una aventura que hoy en día, en todo Occidente y en buena parte de Oriente, está tan reprobada como la antropofagia. Incluso en Corea la carne de perro es un tabú. Los restaurantes en Corea se caracterizan por estar divididos en especialidades: carne de ternera, cierto tipo de pescado como la anchoa, cerdo, sopas, fideos, barbacoa, pescado crudo, tradicionales, etc. El especializado en perro no abunda en los últimos tiempos, suele estar disimulado en un callejón, pero sigue siendo un lugar de peregrinación para ancianos que, durante la posguerra,  cuando no había casi carne en la península, buscaban fortalecer la salud a través de este tipo de sopa prescripta para combatir la anemia. Hacia uno de estos pequeños salones nos condujimos Anvar, León y yo. Al entrar, toda la corte de señores sentados alrededor de mesitas ratonas en el piso hizo silencio y nos miró. Una mesera –la única mujer presente en el lugar- intentó expresarnos con señas que nos habíamos equivocado de lugar. Ocupamos una mesa, hubo entre el dueño y la mesera una discusión que giró, supongo, en torno a la pertinencia de atendernos o no. Probé dos cucharadas para experimentar el sabor de esa carne elástica y seca como la de una llama, y Anvar, convencido del origen puro y mítico de ese alimento, me reprendió con una mirada que parecía decir “todas las carnes son iguales”.  

* Columna publicada en Cultura Perfil el 6/9/15

martes, agosto 25, 2015

Mudanzas *


Mudarse supone algo sobrenatural. Un movimiento brusco parecido al de un viaje a extremo oriente, donde todo es nuevo y a la vez lo suficientemente propio para que la adaptación sea factible a largo plazo. Ahora, trasladando mis petates de una casa a otra, revivo travesías a extremo oriente. Viajes descomunales, de treinta y cinco horas, con dos o tres escalas que dejan la sensación de que uno podría vivir en tránsito, alimentándose de comida chatarra y vegetando en un asiento turista durante semanas. La sensación es semejante a la de un cambio de casa: un movimiento titánico que en cierto punto, al automatizarse, es infinito. Así como uno podría cambiar de avión y volar de un lado otro sin husos horarios, también podría mudarse indefinidamente, subir cajas, embalar libros, desarmar muebles, sacar tulipas de lámparas, acomodar cacharros de cocina en cajas obtenidas en un supermercado chino. Todo automatismo abre una brecha en la cual profesionalización e indolencia se cruzan, muchas veces en dosis desiguales. En la experiencia se ramifican infinitas profesiones no ejercidas -embalador, tasador de muebles antiguos, por ejemplo- y dilemas de toda clase: ¿mudar a la gata antes que a la perra o viceversa? ¿Reordenar la biblioteca y, en vez de seguir el patrón de los géneros, sucumbir a la higiene del orden alfabético?
Recuerdo que para mis dos estadías en Seúl, llegué con pocas pertenencias pero con la sensación de haberme mudado. En la valija llevaba algo de ropa y libros que suponía servirían de antídoto ante el entumecimiento gradual de la lengua materna. Ordené todo en una hora pero prevaleció la sensación de que, aunque hubiera desempacado, todavía no había obtenido mi derecho a desembarcar. La ciudad era una casa entera que proponía el desafío de ser habitada con pericia, bajo una cierta estrategia.
En mi primera visita a Seúl tal estrategia no existió. Había creído que era posible mudar en bloque a una ciudad laberíntica mis hábitos en Buenos Aires, pero no di con los puntos de referencia ideales –como una cinemateca, una cervecería con barra o una pileta de natación- para improvisar el traslado en bloque. Encontrar esos puntos y luego llegar a ellos desembocó en la práctica burocrática de tomar subtes repletos de oficinistas que volvían de una pesadilla, cruzar avenidas colosales para terminar demorando, entre un punto y otro, casi una hora. Sólo cuando decidí no salir a la ciudad y resistir cualquier tipo de compromiso impuesto por mis anfitriones, pude elaborar una rutina en base al ocio doméstico y escribir el único cuento que me deparó esa estancia estática en Seúl. Es que habitar una ciudad, como una casa, exige la invención de una rutina para esquivar las formas de la perplejidad. Y esa rutina, en general, está articulada con una cartografía indominable. Cultivar el ocio en un territorio mínimo es una buena estrategia frente a los movimientos colosales. En mi segunda estadía, como si todos los derechos de piso los hubiera pagado en la primera, encontré esos puntos de referencia enseguida e inventé un recorrido urbano inflexible, casi siempre ejecutado a pie, para poblar a la vuelta de cada trayecto el oasis seco del diario personal.   

* Columna publicada el 23 de agosto de 2015

Puertas laterales *


En todo viaje, retrospectivamente, la forma que adopta el insomnio y el modo en que uno batalla, pueden resultar recuerdos de guerra. La resistencia al sueño que apareja el cambio drástico de huso horario, predetermina la posibilidad de aclimatarse a un destino o entrar en una ciudad por la puerta lateral del infierno. Los insomnios por jet lag son los únicos insomnios inaprovechables. Ni siquiera las mentes más perversas del capitalismo tardío consideran rentable este tipo de insomnio que nació con el avión. Las víctimas del jet lag ni siquiera son clientes potenciales, y no hay industria del entretenimiento ni producto capaz de naturalizarlo. El portador de jet lag es un impenitente  y se desplaza por la realidad sin atravesarla, como un zombie. Apenas hay productos químicos que aplazan el efecto del jet durante un día. En un organismo anárquico toda píldora tiene efectos inesperados, y aunque uno induzca el sueño artificialmente durante ocho horas, súbitamente, a mitad del día, el cuerpo se apaga.

Recuerdo haber entrado, literalmente, por la puerta lateral del infierno a Bangkok. Nunca pude dejar atrás la experiencia pesadillesca que me deparó esa ciudad.  Estuve sin conciliar el sueño durante varios días. Con píldoras de melatonina y tilo, dormía una hora profunda y me despertaba como si hubiera dormido doce horas. Luego pasaba largos ratos atontado escuchando una gotera o voces fantasmales de otros cuartos que proyectaban en ese lugar una torre de babel asordinada. Cuando finalmente lograba conciliar el sueño, entraba la luz del día, llegaban los gritos, los bocinazos de la calle, se activaban aspiradoras en los pasillos y el idioma comenzaba a tenderme trampas: mezclaba inglés con castellano. Al mismo tiempo, después de una o dos horas, una voz interior me decía que debía levantarme, salir, conocer la ciudad, cansarme, porque si dormía de día siestas de una hora nunca normalizaría el sueño. Sin embargo, apenas pisaba la calle, experimentaba una fotofobia paralizante. Trataba de comportarme como cualquier individuo y desayunar.  Volvía a la habitación vencido por el cansancio, y a los diez minutos la misma voz interior me recomendaba salir. Automáticamente me levantaba y a los ojos de los consternados recepcionistas, atravesaba la puerta del hostel, me alejaba dos cuadras, intentaba probar comida en un puesto callejero y como si la mezcla de picante y sol me intoxicara, retornaba pero me tropezaba estruendosamente con todo lo que se me cruzara, incluso con un perro durmiendo en el medio de la vereda.

Después de seis días de jet lag, la única alternativa resultó dejar Bangkok con la sensación de no haber estado nunca ahí. La presencia de surfers bronceados en un paraíso de consumo, no hacía más que reforzar la sensación catastrófica de haber caído en el lugar equivocado. En las agencias de turismo, estos mismos surfers dejaban sus pasaportes para que les tramitaran visas a Vietnam o Camboya. Supuse que allí también consumidores bronceados y musculosos contrastarían mi particularidad zombie. De modo que elegí un destino de provincia. Tomé un tren hacia un pequeño pueblo y apenas me alejé de la ciudad, un par de estudiantes tailandeses que estaban en el mismo compartimento, empezaron a hablarme de Borges. Horas más tarde, en un lugar sin atributos, recuperé la raíz del sueño y dejé pasar la oportunidad de huir.


* Columna publicada en Cultura Perfil el 9 de agosto de 2015

No molestar*

 
Alguna vez escribí sobre estadías en hoteles de los que resulta difícil salir. Hoteles contemporáneos y sin historia, que simbolizan la estadía en un país distinto y a la vez sintetizan características culturales, incluso cuando ofrecen un confort adaptado al  habitante global. Recuerdo uno en Seúl. Otro en Tokio. Ofrecían un tipo de confort que ningún oriental sentiría del todo afín y que ningún occidental, a su vez, reconocería como prototípico de oriente. Esos hoteles híbridos están en un limbo y son los más peligrosos. Implican en sí un viaje y si la finalidad es conocer una ciudad, pueden funcionar como trampas, madrigueras donde se reproduce el ocio, los tiempos muertos, el estatismo y la laxitud mental. Para algunos escritores, detrás de toda invitación a participar en un festival o feria, está latente la posibilidad de transformarse en un habitante global pese al recelo rumiado durante años, recaer en uno de estos hoteles y abandonarse, de una vez por todas, en un hábitat pasajeramente embrionario.

Personalmente, esa cuota de exotismo en formol que mantienen ciertos hoteles vistosos -especialmente esos en los que los organizadores de ferias o festivales insisten en alojar a sus invitados para impactarlos-, es tentadora al principio. Produce hábitos inesperados que tienden a crear una comodidad nueva, o mejor dicho, desconocida, ya que los hogares en general, sobre todo en una ciudad como Buenos Aires, son nidos imprácticos repletos de parches que se superponen a remiendos dejados durante décadas por el paso de sucesivos conspiradores de la plomería, la albañilería o la electricidad, sin que males endémicos –la presión deficiente de agua en la ducha, la baja tensión o la humedad bajo la mesada, por ejemplo- encuentren una solución definitiva.

Alguna vez sentí que en uno de esos cuartos luminosos, impregnados de minimalismo y funcionalidad, adquiría conductas insensatas, a saber: bañarme varias veces al día para aprovechar la presión del agua, cobijarme en tiernos toallones y pasearme en la gruesa bata del hotel, escribir con la televisión prendida de fondo y dibujar en un anotador con membrete del lugar.  

Pese a todo lo dicho, la condición excepcional y sanadora de esa capsula sin fallas que puede ser la habitación de un hotel, se vuelve nociva después de un tiempo. Un periodo de dos semanas, creo, alcanza para que se de una metamorfosis anímica, el habitante global pierda su entusiasmo y se derrita e extrañando las imperfecciones del hogar, grietas por las que en realidad respira gozosamente el habitante sedentario.

Vivir en un hotel más tiempo corroe el alma. Las costumbres inesperadas se evaporan y dejan lugar al tedio pequeño burgués y la precaución. La televisión de fondo aturde. El contacto del agua pierde nitidez. La bata se revela como un añadido fraudulento en la vida cotidiana. El orden y la limpieza dejan de ser basales y uno empieza a colgar del picaporte el cartel “NO MOLESTAR” para que la marea de homogeneización alguna vez aliviante no llegue a las cosas dispersas, a los objetos que en el suelo o en la mesita de luz luchan por su propiedad. Las comidas empiezan a saber igual. En los desayunos uno ya no estudia las nuevas camadas de familias que han llegado al hotel. Más bien evita todo contacto para templar una mínima película de intimidad y volver a salvo.

* Columna publicada el 26 de julio en Cultura Perfil.

Continuidad de las ciudades


1-Existen distintos modos de componer una ciudad en la memoria. Las anécdotas, que siempre son falibles, hablan más de uno mismo que de la ciudad. Sitúan un viaje en una biografía y muchas veces resultan intercambiables a la hora de poner en escena una aventura. Desde mi punto de vista, existe un modo de componer la ciudad por fuera de la anecdotización. Este método consiste en recuperar simplemente sensaciones que acompañaron la visita a un mercado, por ejemplo, pero que no aparejan imágenes de uno mismo en ese mercado. Esa composición a través de sensaciones en general importa olores, ruidos, algo de tacto. Los sonidos repuestos pueden provenir, como en los sueños, de otro paisaje o del presente y pueden montarse en la memoria de forma arbitraria.  Hasta aquí, los consejos para componer una ciudad más allá del yo.

2- ¿Qué hacer con una imagen imborrable? ¿Qué pasa si una ciudad se recuerda sólo desde un punto determinado, un punto de vista panorámico, un plano picado, digamos, y nada más, y esa imagen persiste, no pierde su luz, se inmortaliza con los años? De la ciudad de La paz sólo retengo una imagen congelada desde El alto, el sol a plomo sobre las paredes anaranjadas de las casas. El ladrillo a la vista, a la distancia, creando un mapa tan homogéneo como el verde cristalino de la pampa. Es curioso pero ciertas ciudades, en perspectiva, homogeneizadas bajo un color, parecen más antiguas de lo que realmente son. Incluso tienen el aspecto de un sitio arqueológico: urbes que fueron arrasadas por alguna catástrofe natural y encontraron en el paso del tiempo una tranquilidad que las perfeccionó. Si no fuera porque un manojo de torres descoloridas interrumpen su uniformidad, La paz sería un prototipo perfecto de sitio arqueológico desde un plano picado. La misma vista panorámica, en el recuerdo, se me confunde con una imagen fija desde un cerro de Valparaíso.

3- Aunque ambas ciudades no tienen relación, las calles en pendiente producen una simetría espontánea. En realidad estuve en varias ciudades cuya topografía era, preeminentemente, la cuesta, como Potosí, Lisboa o Guanajuato. Pero Valparaíso y La Paz, por alguna razón, son complementarias. Es como si la segunda se prolongara en la primera y logrará así llegar al mar.  No es que una contenga algo de la otra y posibilite un déjà vu en el viajero incauto. La sensación es diferente. Uno siente que está en una misma ciudad con dos caras, a la manera de Buda y Pest. No las divide un río, sino dos mil kilómetros de distancia.

4- Como ya dije, no hay nada, salvo una vista estática desde los cerros, que me permita esta asociación caprichosa. La arquitectura de Valparaíso, sobre todo en la zona portuaria, presenta palacios en decadencia y un aire bohemio. Varias fachadas parecen reflejar en su estilo esos elementos orientales que a los puertos del Pacífico llegaba boca a boca, con los navegantes. Nada más alejado que La Paz, donde restos coloniales se fueron mestizando con edificaciones eventuales que brotaron desordenadamente en el siglo XX, como en todas las grandes urbes latinoamericanas –Ciudad de México, Sao Pablo-, a las que la ausencia de río o de mar fue ensimismando.

* Columna publicada en Cultura de Perfil el 12 de julio de 2015

Pacifistas camuflados*


El territorio de la bicisenda puede ser un campo minado. En Ámsterdam son altamente transitadas. Las bicicletas y las motos comparten el mismo carril y, según mi experiencia, casi nadie se toma la libertad de andar en bici como si paseara o papara moscas. Siempre hay un destino, nunca una deriva. Es un medio de transporte de alto riesgo, que exige conocimiento del terreno, profesionalismo. Los ciclistas, pese a cualquier exceso, conservan un aura límpida, a diferencia del conductor, que es visto como un depravado, casi al igual que los fumadores en EEUU.
Hay casos de ciclistas  que chocan contra tranvías o embisten a transeúntes, por lo cual pocos montan una bici sin seguro.  Ámsterdam es la única ciudad en la que vi  una bicisenda doble mano –el tramo sólo se extendía a lo largo de una calle muy ancha por tres cuadras-. De esta generalidad excluyo, por supuesto, a Buenos Aires, donde el sistema de bicisendas está planeado en su noventa y ocho por ciento en doble mano, para ahorrar inversión –lo que se dice matar dos pájaros de un tiro-. Este ahorro innecesario que encubre una forma de clientelismo especulativo genera una ruleta rusa en la que el sujeto A (peatón en babia asoma medio cuerpo y una pierna sobre la bicisenda para cruzar mirando en dirección al tráfico), el B (automovilista que dobla desplazando la mirada de un espejo a otro, persecutoriamente, mientras de frente vienen el sujeto A y D), el C (motociclista que coloniza la ciclovía y avanza a toda velocidad para esquivar los embotellamientos) y el D (finalmente nuestro protagonista, el ciclista que, en dirección en opuesta a los autos, esquiva pozos, transeúntes que cruzan en cualquier momento y trata de no caer en una canaleta producto de la pavimentación desganada), tienen las mismas posibilidades de colapsar en un choque múltiple. Tal vez en la corta historia de las bicisendas porteñas, que por la calidad de sus materiales ya tienen un aspecto vetusto y en varios tramos mutilado, haya existido ese cuádruple choque que vendría ser la versión amarilla del big bang. Un cruce imposible de partículas que la planificación urbana cortoplacista y negligente no hace más que acelerar.
Recuerdo que Ámsterdam fue la única ciudad en la que ciclistas hiperactivos , casi en estado de competencia, estuvieron a punto de embestirme, ajenos precisamente a la existencia del cuádruple choque que aqueja al porteño. Incluso fui objeto de quejas e insultos porque no mantenía una velocidad mínima o regular, según la versión de un amigo escritor que vive en esa ciudad y alguna vez chocó contra un tranvía andando en bici. Los turistas y los voyeurs deben representar un inconveniente para el holandés que para ir al trabajo usa la bici como si fuera una moto. La visión estereotipada del ciclista como pacifista camuflado en este caso cae por la borda. El ciclista del primer mundo suele ser oportunista, inescrupuloso, y usa su vehículo –munido de la vanidad que implica el empleo de un transporte sustentable– con el mismo atropello que un automovilista, para llegar a horario. En ciudades como Ámsterdam, donde el tránsito de bicicletas es intenso y el de autos bastante laxo, un argentino atareado en la observación de parques y canales que interrumpe esa dinámica de autopista, siembra el mismo pánico que un Taunus destartalado en el carril rápido de la Panamericana.




* Publicada el  28 de junio en cultura Perfil.

martes, junio 16, 2015

Noticias del más allá *

  Caer en la trampa de las guías, sobre todo cuando uno viaja a países exóticos, es un mal necesario. Hace más de una década, recuerdo haber pisado pueblos semifantasmales de Tailanda por culpa de guías como la Lonely Planet. La guía en cada rincón y en cada pueblo exacerbaba una característica o un atributo a tal punto que el encuentro con la realidad de una región que podría tener su encanto, se volvía decepcionante por las expectativas creadas. Llegaba tratando de identificar las características locales y los sitios arqueológicos citados en la Biblia del buen mochilero. En cambio, terminaba deambulando por pueblos opacos, con ruinas budistas apenas conservadas, persuadido de que había errado las coordenadas. Los alojamientos recomendados solían ser antros de paredes delgadas, donde resultaba imposible dormir después de las siete de la mañana. Varios estaban comandados por gringos que parecían prófugos o lavadores dinero en el rincón menos pensado del planeta.

Recuerdo que aquel viaje pesadillesco por suburbios del sudesteasiático se encarriló cuando dejé de atender el optimismo de una guía para la cual todo puede o debe ser vendido,  y empecé a confiar en viajeros que hacían el camino inverso y traían noticias de más allá.  Al cabo de una semana entendí que estaba en el país equivocado si no quería improvisar una de las tantas formas de turismo y consumo que ofrece Tailandia y pretendía viajar hacia el corazón de un pueblo. Crucé la frontera con Laos y la atmósfera cambió como si los dos países estuvieran separados por un océano. Vestigios de Indochina y del comunismo. Trazos de la historia en el aire y en el paisaje. Recuperé la ilusión de que por fin era un viajero más que un turista. Difícilmente un extranjero se encontrara en Vientiane por los mismos motivos que otro. De algún modo era un lugar transitado por fantasmas.

Lo que me sucedió en Tailandia, bajo el influjo de la Lonely Planet, no suele ocurrirme en Argentina. En mi propio país siempre me resultó más simple percibir dónde había gato encerrado. No obstante, un par de notas auspiciosas en distintos matutinos sobre Maschwitz y sus mercados, fungieron de guías de turismo accidentales. Con una fe fundada ingenuamente en esa publicidad encubierta que propagan las crónicas del buen vivir, un domingo partí con mi mujer hacia la aventura. Ya al entrar a la zona en cuestión, sentimos la presencia de un pasado falsificado e incrustado en una especie de maqueta balnearia, con sus zonas temáticas, sus shoppings al aire libre y sus turistas indecisamente bronceados. Bajo la máscara de la autosustentabilidad conservaba algo de esos paseos de compras laberínticos que pueden verse en Bariloche y Mar de las Pampas, y que la mayoría de las veces parecen construcciones prearmadas sobre las que, en temporada baja  o en días de semana, cae una tristeza inocultable, igual a la de un payaso. En esos momentos clientes y habitantes parecen haber huido y detrás del maquillaje turístico corrido asoma una maqueta de la sociedad argentina: simulacros culturales que son centros de recreo y bienestar para habitantes de countries y para porteños incautos, y a pocas cuadras calles empantanadas, pozos ciegos, baches, fachadas derruidas que cada tanto la sombra de un hombre atraviesa para alimentar perros flacos y rendidos ante su puerta.   




* Columna publicada en Cultura Perfil el 14 de junio de 2015

Bárbaros en la barra *


Hace poco, leyendo un libro de crónicas de Andrés Felipe Solano sobre Corea, me encontré con un pasaje, entre tantos otros destacables en este libro -que pese a todo es un diario visceral que hace honor a su título: “Corea, apuntes desde la cuerda floja”-, que refería la importancia de los bares en la vida de un extranjero. Encontrar un bar cercano en el cual atravesar el verano –o un lapso de tiempo más subjetivo, por ejemplo un duelo- es una cuestión de sobrevida.
Agreguemos que también ese tipo de bares son esenciales para atravesar el invierno, el otoño y la primavera. Felipe Solano refiere el hallazgo de un bar singular en Seúl, repleto de una colección de vinilos, como una anomalía en la que además, o por sobretodo, existe la bendición del aire acondicionado en épocas de economía energética. Los veranos en Seúl son pesados y húmedos, como los de Buenos Aires. De manera que el bar de Felipe Solano, llamado Golmok, en las inmediaciones del barrio cosmopolita por excelencia de Seúl –Itaewon-, es un refugio, un lugar de doble vida donde lo que se gana no es la aventura sino la soledad. Ninguna residencia más oportuna para ejercitarse como forastero que la barra de un bar.
Me pregunto, ahora, si en realidad la barra de un bar no induce la extranjeridad. Es decir, si la barra no es un nodo en el que uno y su propio extranjero se encuentran pacíficamente a saldar cuentas y negociar el futuro. Acodarse en la barra de un bar en Buenos Aires puede ser un modo nostálgico de sentirse forastero, sobre todo cuando los bares con barras serias y contundentes escasean.
En Seúl, aunque no llegué a frecuentar el Golmok, cierta tarde invierno descubrí un bar de jazz. Tenía una variedad sorprendente de whiskys y en general los clientes, después de comer en otro lado, venían a beber y ordenaban una botella. Como muchos bares en Asia, el bar no daba a la calle, estaba en un edificio. El dueño, del otro lado de la barra, trabajaba solo, y tenía una pecera con un microhabitat y una criatura de piel transparente, aspecto de nonato, brazos cortos, manitos atrofiadas y cola larga, a la que mimaba y apodaba “mi bebé” pese a que raramente se movía.
La mayoría de las veces, como si fuera necesario exacerbar mi sentimiento de extranjeridad, apenas abría el bar a la noche yo estaba en la barra hablando de Sonny Rollins, Ornette Coleman, Gary Peacock. Siempre sonaba buena música y siempre podía encontrar luz para leer el libro que llevaba encima.
Sin embargo, a partir de un episodio, mi estadía comenzó a ser non grata. Con cada visita la curiosidad por la criatura había ido aumentando y me quedaba minutos observándola. Cierto día, a solas, vulneré la resistencia del dueño a hablar de esa criatura prehistórica, e insistí en saber qué era. “Un axolotl”, me dijo. Le pregunté cómo lo había conseguido y si no era un anfibio en extinción. Malhumorado, me contestó que había llegado de Japón, que el animal requería tantos cuidados como un enfermo y que tener uno no era ilegal.  Cometí la torpeza de comentarle que en Ciudad de México algunos restaurantes lo servían como manjar. Empalideció. Nunca me quedó claro si debido a nuestro inglés tomó el comentario como una propuesta culinaria, pero en mi siguiente visita, al verme entrar, me recibió como un bárbaro que llegaba a apropiarse de su bebé. 

*  Columna publicada en Cultura del diario Perfil el 31 de mayo de 2015.

lunes, mayo 25, 2015

Corte y confección


En los bares, a altas horas, entre una corte de beodos y amistades espontáneas, se cuece el caldo de las mitologías. Un poeta chileno, con varias cervezas negras encima, me sugiere que la aristocracia inglesa manda a bordar a la India las prendas de seda más delicadas. Son bordados que sólo manos chicas y suaves pueden plasmar, aclara. Mientras más pequeñas, mejor para la trama. En general, los bordadores, con pulso perfecto, concentración y velocidad récord, no tienen más de nueve años y llegan a la adolescencia con la vista arruinada. Es un trabajo fino que sólo puede ejecutarse desde la inocencia, como un juego, y sin conciencia del perjurio que apareja la alta precisión. La posibilidad de bordar esos dibujos únicos se termina con la infancia. Luego vienen otras formas de explotación más diversas –e igual de adversas-.
Aunque el poeta después confiese haber recabado la noticia en un diario apócrifo, es verosímil que en un futuro cercano ejércitos de bordadores trabajen, a través de intermediarios, para una aristocracia obscena compuesta por estrellas del espectáculo popularizadas por un diario amarillista como The Sun. Recuerdo que años atrás, de las calles y los mercados de India me sorprendió la cantidad de puestos destinados a la confección instantánea de ropa. Ya al pasar caminando frente a la tienda a uno le tomaban las medidas y en cuestión de cinco minutos un sastre confeccionaba pantalones y camisas en un algodón de hilo de una calidad difícil de encontrar, a precios irrisorios.
Me quedo pensando si Argentina, en algún momento, proveerá esa mano de obra.
Y entonces vienen a mi cabeza los talleres clandestinos instalados en Liniers, Floresta y Bajo Flores, que de algún modo fecundan toda la mitología relacionada con la costura como área de esclavitud contemporánea. Las formas de explotación laboral más cruentas y difundidas han tenido lugar en estos cuarteles suburbanos, donde ejércitos de inmigrantes permanecen cautivos e indocumentados en casas ciegas, para abastecer la demanda de “la burguesía nacional”. Cada tanto se destapa algún caso o un incendio muestra la tragedia. Hace poco dos niños murieron en un sótano que funcionaba como taller clandestino. Tenían la edad que, según el poeta chileno, deben tener los niños en la India para atender los antojos textiles de la aristocracia inglesa o la que, sin recurrir ya a mitologías, deben tener en Tailandia y Camboya para satisfacer los caprichos del turista sexual más obseso y estrambótico.
Si en Inglaterra no hay talleres clandestinos con cientos de inmigrantes menores de edad, se debe a que los sueldos están en libras y no en rupias o pesos argentinos, y a que las inspecciones no son tan permisivas como durante la revolución industrial. La ruindad, la vileza del patrón explotador para quien el trabajo infantil no es un obstáculo para la ambición, está expuesta en las novelas de Dickens… ¡Casi doscientos atrás! La decrepitud de los talleres de Floresta y Bajo Flores, con sus condiciones de hacimiento, sus sótanos, su luz lóbrega, parece vinculada a esa mitología dickensiana. Sólo que las formas de explotación han mutado. La mayoría de los países produce sus prendas en Asia, donde la mano de obra es muy barata y las leyes laborales son más laxas. Argentina, hoy, por vicisitudes de política exterior económica, importó un modelo de producción para satisfacer una demanda interna, a un coso impredecible.

* Publicado en Cultura Perfil el 17 de mayo de 2015 

Viajes tardíos *


Ciertos viajes dejan retazos de arrepentimiento. No me refiero a la pena de haber sido y ya no ser. Lo que vuelve no es la nostalgia, sino la incredulidad respecto a las omisiones, a las chances desaprovechadas, a la negligencia o al solipsismo del mochilero. Ese ejercicio de remordimiento suele invadirme cada vez que pruebo un single malt y recuerdo que la única vez que estuve en Escocia, a los diecinueve años, no fui más allá de Edimburgo. En la memoria, es un viaje dilapidado, aunque las calles en pendiente de la ciudad, los cuadros de Francis Bacon apiñados en el Museo Nacional y el castillo en la cima de una colina bucólica hayan sido memorables. 

Tomé conciencia de las chances perdidas en realidad hace bastantes años, cuando en una librería de Montevideo me topé con una guía ilustrada de Single Malts. Así de casual y caprichosa suele ser una predilección en la vida. Después de una lectura apasionada de esa guía, me transformé en un especialista sin experiencia. Los retazos de arrepentimiento, sin embargo, vinieron con los años, a medida que la juventud y las posibilidades de viajar comenzaron a reducirse. Hoy no dejo de imaginar que las Highlands, Islay y Speyside, esconden los paisajes más bellos del planeta, una mezcla de verdor, olores minerales, vientos ensordecedores y acantilados desgastados por un mar bravo. Los paisajes de la serie Game of thrones coinciden llamativamente con los de este territorio idílico. No puedo decir que cada capítulo de la serie me haya inspirado más saudade que cada vaso de single malt, pero lo cierto es que introdujo la rara sensación de haber estado en un lugar a destiempo, casi por error.

Basta una enumeración rápida de destilerías para evidenciar las oportunidades perdidas: Glenmorangie, Dalmore, Oban y Aberfeldy en las Highlands; The Macallan, Tamdhu y Glenrothes en Speyside; Talisker en la zona de Skye; Caol Ila, Lavagulin, Laphroaig y Jura en las islas australes de Islay. Naturalmente, para recorrer un tercio de estas destilerías, habría necesitado tiempo y mucho dinero. Dicen que el secreto del Single Malt escocés, además de la calidad de las maltas, reside en el agua. Cuando escucho esto, pienso que por lo menos podría atesorar en el recuerdo el sabor del agua en Edimburgo. Pero fui tan incauto que en su momento ni siquiera capturé el sabor del agua, política sibarita de bajo vuelo que ahora me acompaña en cada viaje y merece una entrada en mi diario, así como a otros los acompaña o guía el hábito –también político- de probar y comparar el sabor de la Coca Cola y el gusto de los cigarrillos Marlboro en cada país.

En medio de todo este rodeo subjetivo, me vienen a la cabeza las oportunidades ganadas, que  nunca son tan perfectas y enteras como las perdidas. Hace no mucho, huyendo de los Siete Lagos, donde ya no podíamos acampar por el frío, con mi mujer subimos a San Rafael y al Valle de Uco, Mendoza, donde el otoño todavía no había llegado y el camino a las bodegas estaba servido. Quizás de haberlo deseado y planeado, no habríamos llegado nunca, como a Escocia. Lo cierto es que mi formación como bebedor de vinos fue producto de una experiencia acumulativa más que de una fascinación ilustrada, y sentí que llegaba a Mendoza en el momento oportuno, es decir, más tarde que temprano.   


*  Columna publicada en Perfil Cultura el 3 de mayo 2015

Corte inglés


Cruzarse a un inglés en viaje es algo excepcional. No porque falten, sino porque orbitan en el extranjero como aristócratas irracionales. Una vez mi padre, en los setenta, en las calles de Río de Janeiro, se cruzó con un inglés que iba cuesta arriba hablando con un local. Todo en este inglés que llevaba un sombrero panamá parecía enrojecido por la luz. A los veinte metros mi padre se detuvo, incrédulo, y se dijo que ese hombre, mucho más pálido y pelirrojo que en las fotos de los discos, no podía ser sino George Harrison. Compró un diario y terminó de comprobar que no había alucinado y Harrison estaba en Río de Janeiro. 
No hay acento ni aspecto que delate más a un viajero que el de un inglés. Cierto modo mortecino de caminar es característico incluso en las complexiones más atléticas. Cierta vez, en un bar de Luang Prabang, un joven bronceado me pidió permiso para sentarse en mi mesa. Por el acento no sólo noté que era inglés, sino que hablaba un idioma de otra época. La entonación era engolada y estaba repleta de apócopes.  Al rato de conversar comprendí el linaje de ese acento: hijo de un Lord, físico laureado en la Universidad de Cambridge. Hastiado de las exigencias académicas y de los protocolos, tras la muerte de su madre se había echado a viajar por el mundo y vivir amores con jóvenes que no hablaran su lengua.
Días atrás, mirando una película, me vino a la memoria este físico que probablemente, después de un año de rebeldía, haya regresado, reclamado su linaje y recuperado su altar en la sociedad.  El film en cuestión, The imitation game, está ambientado en la segunda guerra y narra de forma espectacular el desarrollo de una máquina –o una proto computadora- para desencriptar el código Enigma que volvía indescifrable las transmisiones secretas de los submarinos nazis. Hay un hecho sorprendente que no tiene que ver con la película ni con la máquina milagrosa, sino con la biografía de Alan Turing, el prodigio inglés de las matemáticas egresado de Cambridge que comandó el exitoso experimento y luego cayó en desgracia.  En el año cincuenta y dos Turing fue procesado, condenado por prácticas homosexuales y castrado químicamente. Dos años después se suicidó. Las reglas de una sociedad todavía bajo el influjo de la moral victoriana, parecen explicar la injusticia que se abatió sobre Turing. En las colas finales de la película se aclara que en el ¡“dos mil trece”!, sesenta años después, sólo después de una intensa campaña y a pedido del Ministro de justicia británico, la reina Isabel le concedió el “indulto póstumo”. Entonces, de golpe, me sumergí en la duda. ¿Desde hace cuánto la reina de Isabel es reina? En mi memoria, la reina siempre fue la misma, una anciana cerúlea, de pocos gestos y rigurosa etiqueta. Tras cortas averiguaciones, me enfrenté a un dato que de tan obvio es invisible: ascendió al trono a principios de mil novecientos cincuenta y dos, antes de la persecución a Turing, lleva sesenta y tres años reinando, cifra ni siquiera superada por Fidel Castro en Cuba. Algunos otros parámetros sirven para magnificar fechas: no existían todavía los Beatles. Resulta sorprende que antes y después del Rock, la reina sea la misma; también que en algunos países como Cuba o Corea del Norte, el poder haya adoptado disimuladamente la genética de la monarquía y padres, hijos, hermanos, trafiquen el privilegio de gobernar o vivir como lords del subdesarrollo.   

* Columna publicada el 19 de abril de 2015.



Rápido pasaje *

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Suelo soñar con urbes cuyas arterias sean ríos, arroyos, universos metonímicos como los de Italo Calvino en las Ciudades Invisibles. Con una vida que extrañe la comodidad, una vida de rituales físicos y cansancio prematuro, donde los estímulos lleguen tan ralentizados y adelgazados por los obstáculos topográficos que la sensación inminente de escasez perfore la conciencia. Esa zona de destiempo podría ser el Tigre. En otro tiempo, el Tigre fue un lugar lejano y inhóspito con sus crecidas, hecho para la clandestinidad. Ya en el fin de la primera sección, las ocasiones de recreo son mínimas y las horas pasan formando bloques que sólo contienen manifestaciones subjetivas relacionadas con el sonido de una lancha que se anuncia a lo lejos y a veces nunca llega, la altura del agua y su rumor, el canto de un pájaro, una avioneta. La lancha panadera, la lancha almacén, son ocasionales atajos para la supervivencia y con los días he terminado por creer que son un mito popular.
En una isla inevitablemente uno tiene la fantasía de vivir en un antes. En un “antes” sin otro, previo a cualquier tipo de socialización. El único modo de proteger una isla del otro, pienso, es ser el primero en habitarla. En el Tigre nada de todo esto es posible, desde luego. En cada isla, decenas de lotes que en los mejores momentos del día parecen abandonados, en la noche se vuelven territorios de un futuro deshielo bajo la niebla que sube del agua. Un día sin embargo una canoa llega y se detiene en un muelle a cien metros. Bajan dos hombres de piel oscura y pelo canoso sin decir palabra alguna. La canoa comandada por un chico que no supera los quince años, se retira en silencio, camuflada en el paisaje. Los recién llegados hablan. Tienen voces parecidas, por momentos parecen ser una misma persona que cambia de tono. Pese al  evidente desacuerdo respecto a una cuestión, no discuten. El tiempo vuelve a correr. El túnel de árboles inclinados sobre el río funciona como cámara de resonancias y transporta, intactos, ciertos diálogos. Los recién llegados, que para mi gusto pasan a ser intrusos, dirimen una cuestión crucial. No hay preguntas ni respuestas. Sólo un contrapunto de afirmaciones en la funda de dos voces siamesas. “Quince días”. “Diez”. “Pasado mañana se olvidan de nosotros”. “Poné música”. “Sos boludo, poner música, mirate este paisaje, disfruta el sonido de los pajaritos”. “Disfrutar… No puedo”. “Vamos a llamar la atención con música”. “No aguanto diez días sin cumbia, Mono”. “Tenemos que guardarnos, Leto. Escuchate ese grillo”. “Paraaaaá” dice Leto y desaparece entre los árboles, hacia el interior de la isla. Mono permanece quieto unos segundos, y va detrás caminando como un pato. Es chueco y por el ademán reiterado de levantarse el pantalón al andar, se me hace evidente que viste ropa prestada. El gesto no desentonaba demasiado con su apodo, pienso. “No corrás”, dice  Mono, y luego vocifera, como si correr fuera lo peor que pudieran hacerle a un chueco entrado en años: “hijo de la remil puta, no corras, te dije”.
Imagino a Leto perdido en el corazón de la isla. A las pocas horas veo a Mono asomarse a río solo y cauteloso, como si espiara. Incluso en ese momento no me descubre. A las pocas horas, la misma canoa que lo trajo para en el muelle. Mono sube, consternado, sin que medien palabras, y la embarcación se aleja en dirección opuesta a mi mirada.

* Publicado en Cultura Perfil el 5 de abril de 2015

lunes, marzo 23, 2015

Reinos cotidianos

Recuerdo que en La Habana siempre me sentí menos extranjero que el resto de los extranjeros, pese a que en la década del noventa, cuando fui por primera vez, en pleno menemismo y en pleno periodo especial, no había nada tan poco familiar y hospitalario como ese comunismo desabastecido. También recuerdo que, un poco por instinto de supervivencia y otro poco por gusto, absorbí el acento y empecé a vivir otra historia, una vida cuya particularidad residía en la normalidad, en la posibilidad de camuflarse y tener una rutina, y no en la aventura.
Cada tanto revisito historias de viaje y corroboro que la escritura no tiene relación alguna con la intensidad de algunas experiencias. Esa misma intensidad parece perder consistencia en la memoria, evaporarse y a veces hasta tornarse falsa, y experiencias diferentes –no por menores sino por regulares y predecibles-, en cambio, se vuelven cruciales con el paso del tiempo. Sobre la India escribí una vez y no me extraña, sin embargo, no haber vuelto a escribir al respecto. Marcó un antes y un después en la experiencia adolescente de mochilero, pero no en la vida. Es un lugar con implicancias espirituales pero no políticas, un lugar ínclito para la literatura de viajes anglosajona pero en la que raramente un escritor latinoamericano –con excepción de Octavio Paz, que ahí residió como embajador- pueda encontrar un campo cómodo de reflexión.
Tal vez de todo esto se desprenda la dificultad para anecdotizar y recaer en una apología del exotismo sin sentir una impostura. Lo mismo podría decir de Japón o China. Epicentros de exotismo que no me urge repensar, a pesar de los trazos de belleza y los rituales deslumbrantes que una serie de fotografías resumirían mejor. Seúl, en cambio, quizás por haber residido ahí un tiempo, para mí es un epicentro político y no comprende ningún recuerdo turístico, haya existido o no belleza en los episodios contemporáneos que me tocó presenciar.
Por eso, a la hora  de escribir, vuelvo a los reinos cotidianos en los que creí vivir la vida de otros como propia. Zonas donde enigmáticamente me proyecté como ciudadano, bajo la ley, al respirar la Historia del pueblo. Una de los problemas que apareja escribir sobre un viaje exótico reside en que uno puede quedar más allá de la ley, en una dimensión autónoma. Esos viajes no parasitan los sueños porque la aventura en sí resulta pura subjetividad en tiempo presente y, a la manera de una foto, no se perfecciona en el recuerdo. Los lugares en los uno vivió la vida de otro, es decir, otra vida, son en cambio el escenario del sueño y no dejan de mutar.
La ciudad de La Habana, desde aquella primera visita en los noventa, en sueños a menudo se mezcla con el plano de Buenos Aires y da una ciudad que podría existir en otro universo, que mezcla atributos de tal manera que castrismo y peronismo se sintetizan en escuelas arquitectónicas y rutinas: en los cafés, en un tipo de vida pública sin descanso, exuberante como la de Nueva York en la década del cincuenta. De hecho si alguna ciudad tiene el espíritu de esa metrópolis soñada, es Nueva York. No la actual, ni la futura, ni la que podría originarse en la combinación con otra ciudad, sino la de la década del cincuenta, con sus gángsters, sus colmenas de inmigrantes, sus clubes jazz y sus autos –traspapelados, como signos, en La Habana actual bajo apelativo de almendrones-.


Columna publicada el 22/03/15 en Perfil Cultura.