lunes, mayo 25, 2015

Viajes tardíos *


Ciertos viajes dejan retazos de arrepentimiento. No me refiero a la pena de haber sido y ya no ser. Lo que vuelve no es la nostalgia, sino la incredulidad respecto a las omisiones, a las chances desaprovechadas, a la negligencia o al solipsismo del mochilero. Ese ejercicio de remordimiento suele invadirme cada vez que pruebo un single malt y recuerdo que la única vez que estuve en Escocia, a los diecinueve años, no fui más allá de Edimburgo. En la memoria, es un viaje dilapidado, aunque las calles en pendiente de la ciudad, los cuadros de Francis Bacon apiñados en el Museo Nacional y el castillo en la cima de una colina bucólica hayan sido memorables. 

Tomé conciencia de las chances perdidas en realidad hace bastantes años, cuando en una librería de Montevideo me topé con una guía ilustrada de Single Malts. Así de casual y caprichosa suele ser una predilección en la vida. Después de una lectura apasionada de esa guía, me transformé en un especialista sin experiencia. Los retazos de arrepentimiento, sin embargo, vinieron con los años, a medida que la juventud y las posibilidades de viajar comenzaron a reducirse. Hoy no dejo de imaginar que las Highlands, Islay y Speyside, esconden los paisajes más bellos del planeta, una mezcla de verdor, olores minerales, vientos ensordecedores y acantilados desgastados por un mar bravo. Los paisajes de la serie Game of thrones coinciden llamativamente con los de este territorio idílico. No puedo decir que cada capítulo de la serie me haya inspirado más saudade que cada vaso de single malt, pero lo cierto es que introdujo la rara sensación de haber estado en un lugar a destiempo, casi por error.

Basta una enumeración rápida de destilerías para evidenciar las oportunidades perdidas: Glenmorangie, Dalmore, Oban y Aberfeldy en las Highlands; The Macallan, Tamdhu y Glenrothes en Speyside; Talisker en la zona de Skye; Caol Ila, Lavagulin, Laphroaig y Jura en las islas australes de Islay. Naturalmente, para recorrer un tercio de estas destilerías, habría necesitado tiempo y mucho dinero. Dicen que el secreto del Single Malt escocés, además de la calidad de las maltas, reside en el agua. Cuando escucho esto, pienso que por lo menos podría atesorar en el recuerdo el sabor del agua en Edimburgo. Pero fui tan incauto que en su momento ni siquiera capturé el sabor del agua, política sibarita de bajo vuelo que ahora me acompaña en cada viaje y merece una entrada en mi diario, así como a otros los acompaña o guía el hábito –también político- de probar y comparar el sabor de la Coca Cola y el gusto de los cigarrillos Marlboro en cada país.

En medio de todo este rodeo subjetivo, me vienen a la cabeza las oportunidades ganadas, que  nunca son tan perfectas y enteras como las perdidas. Hace no mucho, huyendo de los Siete Lagos, donde ya no podíamos acampar por el frío, con mi mujer subimos a San Rafael y al Valle de Uco, Mendoza, donde el otoño todavía no había llegado y el camino a las bodegas estaba servido. Quizás de haberlo deseado y planeado, no habríamos llegado nunca, como a Escocia. Lo cierto es que mi formación como bebedor de vinos fue producto de una experiencia acumulativa más que de una fascinación ilustrada, y sentí que llegaba a Mendoza en el momento oportuno, es decir, más tarde que temprano.   


*  Columna publicada en Perfil Cultura el 3 de mayo 2015

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