Ciertos
viajes dejan retazos de arrepentimiento. No me refiero a la pena de haber sido
y ya no ser. Lo que vuelve no es la nostalgia, sino la incredulidad respecto a
las omisiones, a las chances desaprovechadas, a la negligencia o al solipsismo
del mochilero. Ese ejercicio de remordimiento suele invadirme cada vez que
pruebo un single malt y recuerdo que la única vez que estuve en Escocia, a los
diecinueve años, no fui más allá de Edimburgo. En la memoria, es un viaje dilapidado,
aunque las calles en pendiente de la ciudad, los cuadros de Francis Bacon
apiñados en el Museo Nacional y el castillo en la cima de una colina bucólica hayan
sido memorables.
Tomé
conciencia de las chances perdidas en realidad hace bastantes años, cuando en una
librería de Montevideo me topé con una guía ilustrada de Single Malts. Así de
casual y caprichosa suele ser una predilección en la vida. Después de una
lectura apasionada de esa guía, me transformé en un especialista sin
experiencia. Los retazos de arrepentimiento, sin embargo, vinieron con los
años, a medida que la juventud y las posibilidades de viajar comenzaron a
reducirse. Hoy no dejo de imaginar que las Highlands, Islay y Speyside,
esconden los paisajes más bellos del planeta, una mezcla de verdor, olores minerales,
vientos ensordecedores y acantilados desgastados por un mar bravo. Los paisajes
de la serie Game of thrones coinciden llamativamente con los de este territorio
idílico. No puedo decir que cada capítulo de la serie me haya inspirado más
saudade que cada vaso de single malt, pero lo cierto es que introdujo la rara
sensación de haber estado en un lugar a destiempo, casi por error.
Basta
una enumeración rápida de destilerías para evidenciar las oportunidades
perdidas: Glenmorangie, Dalmore, Oban y Aberfeldy en las Highlands; The
Macallan, Tamdhu y Glenrothes en Speyside; Talisker en la zona de Skye; Caol
Ila, Lavagulin, Laphroaig y Jura en las islas australes de Islay. Naturalmente,
para recorrer un tercio de estas destilerías, habría necesitado tiempo y mucho
dinero. Dicen que el secreto del Single Malt escocés, además de la calidad de
las maltas, reside en el agua. Cuando escucho esto, pienso que por lo menos
podría atesorar en el recuerdo el sabor del agua en Edimburgo. Pero fui tan
incauto que en su momento ni siquiera capturé el sabor del agua, política sibarita
de bajo vuelo que ahora me acompaña en cada viaje y merece una entrada en mi
diario, así como a otros los acompaña o guía el hábito –también político- de probar
y comparar el sabor de la Coca Cola y el gusto de los cigarrillos Marlboro en
cada país.
En
medio de todo este rodeo subjetivo, me vienen a la cabeza las oportunidades
ganadas, que nunca son tan perfectas y
enteras como las perdidas. Hace no mucho, huyendo de los Siete Lagos, donde ya
no podíamos acampar por el frío, con mi mujer subimos a San Rafael y al Valle
de Uco, Mendoza, donde el otoño todavía no había llegado y el camino a las
bodegas estaba servido. Quizás de haberlo deseado y planeado, no habríamos
llegado nunca, como a Escocia. Lo cierto es que mi formación como bebedor de
vinos fue producto de una experiencia acumulativa más que de una fascinación
ilustrada, y sentí que llegaba a Mendoza en el momento oportuno, es decir, más
tarde que temprano.
* Columna publicada en Perfil Cultura el 3 de mayo 2015
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