jueves, febrero 18, 2016

Taller

Laboratorio de lectura y escritura, a cargo de Oliverio Coelho

En la primera hora del taller se analizará y comentará un texto –novela o cuento- de un escritor elegido (Kurt Vonnegut, Ángela Carter, M. John Harrison, Kobo Abe, Leonardo Sciascia, Rubem Fonseca, Mario Levrero, Clarice Lispector, Antonio Di Benedetto, Silvina Ocampo, etc.)- que los participantes leerán con antelación. El análisis del texto elegido para cada encuentro funcionará como disparador a la hora de pensar el propio proyecto literario y desarrollarlo.
En la segunda hora se discutirán los textos de los asistentes, previamente reenviados por email.  Intercalar lectura crítica y laboratorio de escritura, permitirá extraer y aplicar conceptos provenientes del análisis literario. A su vez el debate en torno a los textos de los participantes será una instancia fundamental de intercambio del laboratorio.

Cupos limitados. 
Día y horario: primer y tercer lunes de cada mes, de 18:30 a 20:30
Zona: Agronomía
Inicio: 7 de marzo

miércoles, febrero 10, 2016

Nada de folclore *


Dicen que a partir de cierto momento, a contrapelo de lo que opina la mayoría, la Meca del viajero no es la India sino Sicilia. En algo estoy de acuerdo: es la Meca del viajero en su madurez, cuando el trotamundos no busca extremo exotismo, incomodidad, obstáculos, sino condiciones para echar sus huesos y observar lo mejor del mar en medio de ruinas y pueblos ancestrales poco poblados. Lo que en la India aparece como sobrepoblación, novedad y estímulo, en Sicilia es memoria hedonista. El tiempo transcurre de otra manera. O mejor dicho, casi no transcurre, al revés que en cualquier lugar de la India, donde cada minuto contiene una infinitud de sensaciones que no caben en el presente, porque son partículas del futuro.

Digo esto no porque haya experimentado la temporalidad estacionada de Sicilia, sino porque hace muchos años, en un momento inadecuado, con menos de veinte, no pude aprehenderla. Perdí una oportunidad y desde hace años lamento no poder volver y reivindicar esa experiencia. Estuve en Palermo y el  Hotel des palmes en el que Raymond Roussel murió en circunstancias misteriosas, me resultó un palacio sitiado por el sol, un maravilla inaccesible e inexplicable, como todo ese lujo pasado que en Italia parece tan natural como una colina o una nube. En Sicilia, como en la India, están superpuestas todas las civilizaciones y todas las eras. Pero si en la primera uno no distingue esas capas geológicas, debido a una falsa familiaridad facilitada por tanta cultura siciliana infiltrada en  Argentina, corre el riesgo de quedar excluido del tiempo propio de la isla, de su clima estacionado.  

Mucho después mi modo de reparar ese viaje trunco –llegué a Sicilia como podría haber llegado a cualquier otro lugar, por inercia- y recuperar el tiempo perdido, fue investigar la literatura de la isla. Lampedusa, Vincenzo Consolo, Gesualdo Bufalino, Giovanni Verga. Hasta que me topé con Sciascia. Es probable que ninguna crónica de viaje, ni ninguna columna relacionada con el asunto, encarne tanto la cotidianidad de un lugar como una ficción. No cualquier ficción, sino cierta ficción anémica que, apropiándose de recursos de la crónica y de hechos verídicos que le suman al paisaje una textura natural,  termina ilustrando el clima y el paisaje de un lugar. Esa clase de relatos, en general, desatan un viaje en el tiempo. Si uno va en busca de esos textos, nunca llegan. Son escasos y aparecen camuflados, como un obstáculo inesperado en una obra mayor.

“Autos relativos a la muerte de Raymond Roussel”, de Leonardo Sciascia, es un ejemplo. En ese texto de corte casi documental, repleto de citas castrenses y/o periodísticas, sin que medie una sola descripción de Palermo, uno se siente en el lugar de hechos. Precisamente porque hay hechos y no descripciones que preparan algo por venir. Un narrador que especula y no un cronista comprometido con la realidad. Tal vez la clave de ese estilo tan característico de Sciascia –“El caso Moro” está en esa misma línea- resida en la posibilidad de estar en el lugar donde sucedió algo y saber, durante la lectura, que nada más, salvo un diagnóstico o un testimonio –es decir, una digresión-, va a ocupar el corazón del texto. No recuerdo otro texto tan etéreo que, sin ningún detalle de color, retrate un lugar. Podría decirse que en ese tono de informe forense, se filtra el espesor lento de la vida siciliana.  Nada de folclore.


* Columna publicada en Cultura Perfil el 07/02/16

Estado de gracia


A veces un recuerdo pasa a ser una pequeña anécdota, y una pequeña anécdota una o dos palabras desatadas por una noticia masticada y reproducida al infinito por los diarios: tres prófugos que huyen torpemente por pueblos del interior en vez de esconderse en un suburbio y desaparecer para siempre en el lento anonimato de la siesta.
La fijación del recuerdo en una o dos palabras fuertes como un rasgo, no está determinado por la edad o el tiempo, sino por la forma que va tomando la nostalgia.
No es raro pasar por Londres y no visitar Muswell Hill, un suburbio septentrional en el que prevalece todavía algo de la recatada arquitectura victoriana. Desde el punto más alto es posible obtener, como desde Montmartre en París, una vista del infinito urbano y sus plagas arquitectónicas.
Muswell Hill no figura en guías y es un lugar más en el que la inmigración y la clase media baja inglesa se mezclan y asientan a la espera de un lugar mejor en el mundo. No es ya una zona obrera prototípica y conflictiva.  Su belleza taciturna no es diferente a la de otros barrios más céntricos de la ciudad. Sin embargo, dos palabras transforman ese suburbio en un lugar encantado e inevitable: The Kinks.  Allí nacieron y se criaron los hermanos Ray y Dave Davies. Uno de sus mejores discos, Muswell Hillbillies, rinde homenaje a esa área. Ningún grupo, salvo los Beatles, logró en un lapso de tiempo tan acotado -cinco años, del sesenta y seis al setenta y uno- encadenar tantos discos de estudio extraordinarios. Si bien tienen tres discos anteriores al sesenta y seis que no son tan irregulares como los posteriores al setenta y uno, lo que sucedió en esos cinco años es inusual en la historia del rock, o algo que podríamos naturalizar si habláramos de hechizo o estado gracia, algo que en literatura suele ser común: un autor que escribe dos o tres libros excepcionales y nunca vuelve a acercarse al mismo grado de inspiración.  
La mutación de los Kinks resulta enigmática. Podríamos especular con la hipótesis de que los vaivenes del grupo en el mercado norteamericano afectaron la creatividad de los hermanos Davies, que comenzaron a probar en los setentas todo tipo de fórmulas contestatarias y conceptuales, un poco como Frank Zappa and the mothers of invention, pero quedándose a mitad de camino. En los ochenta, sin el brío de la juventud, permeados por el pop naciente, no volvieron a recuperar la creatividad desarrollada en Face to face, Lola versus powerman and the moneygoround,  Something else, The village green preservation society,  Arthur, y Muswell hillbillies: cayeron en la tentación heroica de no repetirse, ser contemporáneos a los nuevos jóvenes y ser Kinks sin ser viejos Kinks. Sin la suerte que los acompañó en los primeros diez años de carrera, se volvieron cortesanos de la industria y sacaron diecisiete discos que no tuvieron el aura de los primeros nueve.
En una de las calles más despobladas de Muswell Hill, está el pub que frecuentaban los hermanos Davies en los tardíos cincuentas, The clissold arms. Ahí tocaron por primera vez. Hay una sala dedicada a la banda, con una placa y fotos de los hermanos. No hay moho, ni restos bohemios, ni luz tenue, sino formalidad y un clima de museo no apto para prófugos ni nostálgicos.



* Columna publicada el 24/01/16

martes, febrero 09, 2016

La vuelta completa *


Ciertas noticias raras que diarios de cualquier tipo –tanto amarillistas como serios tienen una debilidad por la hipérbole-, reproducen hasta volverlas fenomenales, exhuman anécdotas de viaje olvidadas y hábitos involuntarios, como llegar a destiempo a los escenarios más indicados. En una foto, en la página web de un matutino, se ve al director de una cadena de Sushi, un tal Kiyoshi Kimura, empuñando una espada sobre un atún rojo de doscientos kilos que obtuvo en una subasta en el mercado de pescado de Tokio por la módica suma de ciento diecisiete mil dólares. Recuerdo haber visitado ese mercado y, como sucede en sueños o simplemente en viajes donde la conducta turística queda anulada por las manías personales, haberlo encontrado vacío. Desierto no como si hubiera cerrado, sino como si hubiera sido abandonado mucho tiempo atrás. Sólo el olor impregnado al suelo y los rastros de humedad, denotaban que ahí seguía funcionando un mercado y unas horas antes había corrido sangre y vida por pasillos humeantes. Era mediodía y los pocos japoneses que había en el barrio de Tsukiji, agrisado por un automatismo laboral que imprimía en la atmósfera un aire lúgubre, trataban de explicarme algo obvio, asombrados de mi presencia. Las exposiciones que descifré no me convencieron: me pareció inverosímil que un mercado cerrara a la mañana y estuviera abierto sólo a la madrugada, pudiendo estar abierto hasta las catorce horas.

Años después, en Seúl un amigo me refirió una escena parecida, diciéndome que por la madrugada el mercado de pescado de Noryangjin era el lugar más concurrido de la ciudad y que esa era la hora en que los encargados y dueños de los restaurantes de todo Seúl iban a abastecerse. Mientras más temprano, más posibilidades había de llevarse pescados grandes y participar en subastas. El espectáculo era realmente fascinante y el mercado, más que un cementerio marino, se asemejaba a un acuario apocalíptico. Ciertas piezas que exigían la cocción del animal vivo, como langostas y cangrejos, se exhibían hacinadas en piletas que eran campos de concentración en miniatura. También se ofrecían vivos pescados de criadero que adornarían sopas de desayuno. Dudo que un atún rojo de doscientos kilos llegara vivo al mercado,  aunque como cualquier otra pieza excéntrica se subastaba en medio de un griterío que a veces terminaba en insultos y golpes.

La costumbre de llegar a destiempo a los escenarios diurnos de la vida me persiguió siempre. Templos y museos que cerraban temprano a la tarde. Bancos inactivos. Restaurantes que ya no servían comida. Esta inadaptación, producida por la incapacidad de seguir horarios razonables de la civilización, se vio compensada por la costumbre de llegar a tiempo a los escenarios nocturnos y reconocer su atmósfera antes de que esté atestada. Recuerdo la decepción de haber tenido que salir de un museo en Kioto a una hora de haber entrado y experimentar un momento de mítica y plácida soledad: transformarme en el primer parroquiano de un bar que cuando caía la tarde y no había consumo ni adrenalina dejaba fluir el piano espectral de Paul Bley. También la desesperación de salir de una pileta en Seúl sin almorzar y ser el primero en sentarme en una mesa para cenar a las seis de la tarde. Esta misma inadaptación en el futuro debería permitirme, dando la vuelta completa, llegar en hora a los mercados de pescado.  


* Columna publicada en Perfil Cultura el 10/01/16

Amor no correspondido *


Cada tanto llegan por correo electrónico historias perturbadoras. Es el caso de H, un amigo que se mudó a Londres para estudiar teatro, mantuvo por un año una compostura y una disciplina ejemplar que lo volvieron un ciudadano indeportable, hasta que una noche experimentó en unas pocas horas todo lo que un hombre puede padecer cuando el destino está frente al azar o fuera de cauce.
Berta, una estudiante alemana de la que secretamente se había enamorado y era su room mate, cierta tarde le preguntó si podía dejarle la casa por una noche. Mi amigo en principio se negó, dijo que era imposible porque no tenía novia, ni amante ni amigos que lo cobijaran, y además tenía que terminar un trabajo. Berta,  ante una respuesta que escapaba a su entendimiento, le ofreció entonces pagarle un hotel, ante lo cual H volvió a negarse: no podía trabajar en hoteles; los únicos que eran aptos para la lectura y la escritura costaban demasiado. Ella ofreció entonces pagarle un cuarto en un cinco estrellas. Él, estupefacto, intentó razonar: una noche valía lo que cada uno pagaba por el alquiler de una habitación en un barrio periférico de Londres. Se negó. Ella insistió y redobló la apuesta con desprecio: además del hotel, le pagaría quinientas libras para que hiciera alrededor de la ciudad eso que siempre había deseado y había aplazado por penurias económicas de estudiante. H vaciló, trató de digerir la alusión maliciosa  y sintió que, o bien indagaba hasta averiguar qué había detrás de todo eso, o bien aceptaba la derrota. Dedujo que si aceptaba la derrota, tal vez tendría una segunda chance.
Ella hizo un llamado y reservó un hotel en Kensington. Aunque él se sintió un canalla, aceptó de Berta, sin mirarla a los ojos, las quinientas libras antes de dejar la casa a las seis de la tarde. Se encaminó hacia el subte. Pensó que la mejor redención podía consistir en dilapidar esos quinientas libras de amor no correspondido en una scort, aunque fuera Berta en realidad “eso que siempre había deseado”. Indagó en su celular e hizo un llamado. La voz y el trato de la joven que lo atendió lo convencieron de que el servicio era el de una prostituta cara que no le iba a ofrecer el calor de una mujer. Volvió sobre sus pasos. ¿Si pudiera descubrir la razón de esa oferta desesperada? Se parapetó en el jardín de la casa contigua y vigiló a través de una verja la entrada de su propia casa.  Intentó consolarse pensando que tal vez Berta había organizado una fiesta para sus compañeros de la escuela de arte.
Pasaron dos horas sin movimientos. De pronto H se durmió. El llanto de un bebé proveniente del interior de su propia casa lo despertó.  Espió a través de la venta del comedor y vio a una mujer idéntica a Berta, pero con peluca y ropa típica de los setenta. Imaginó que se trataba de un disfraz, pero al rato la vio salir vestida así. Con una mano abrazaba a un bebé contra el pecho y con la otra sostenía una valija de cuero. La siguió con la vista unos metros. Ella subió a un choche de vidrios polarizados que la esperaba.
A la semana la policía visitó a H y lo invitó amablemente a declarar como sospechoso en el homicidio de María Kantor, joven alemana domiciliada ahí, hallada sin vida a orillas del río Támesis.   

* Columna publicada en Perfil Cultura el 27/12/15

Milagros liberales


Con los años empiezo a entender que la vida del free lancer es sacrificada. El free lancer, contra lo que supone la mayoría, nunca descansa realmente, siempre está por empezar algo nuevo y terminar algo viejo. Es decir, siempre tiene algo pendiente en la cadena de producción. La mitad del día la invierte gestionando cobros, emparchando errores en formularios o facturas. La otra mitad del día la invierte avanzando en decenas de trabajos dispersos que exigen una concentración imposible de alcanzar. Esta  dedicación es desgastante. Cuando llega el momento anhelado de zambullirse en labores más personales y caprichosas, el free lancer está extenuado mentalmente y piensa en escapar. El beneficio no reconocido del free lancer es, entre otros, viajar sin fecha de retorno, en cualquier temporada, a contrapelo, sin pedir vacaciones. Un free lancer puede desaparecer del mapa sin aviso y nada lo inculpa. Casi como un adolescente que emprende un viaje de mochilero.
Un poco de ese modo, a los diecinueve años, empecé a viajar por Europa. Terminaba el ciclo menemista y ese viaje era la última bonanza ficticia de la convertibilidad. Me quedan varios recuerdos, como encontrarme con un continente con aduanas, monedas nacionales, que no era suntuario como ahora, bajo la Unión europea, y que tenía todavía, en las postrimerías del siglo XX, una relación conflictiva con su propia historia. Se percibía en España, en Portugal, en Polonia, Hungría y República Checa, una especie de transición incierta hacia otro sistema –no económico, sino de tradiciones-.
Berlín estaba siendo reconstruida y las grúas que poblaban las calles transformaban la ciudad en un territorio salvaje y ambiguo, casi una prolongación del Berlín de Wim Wenders en Las alas del deseo. De ese Berlín en vías de unificación pero dividido anímicamente no ha quedado mucho. Sobre ese fantasma creció una ciudad cosmopolita e igual de deslumbrante que la anterior, pero con un alma distinta. El cambio de alma en una ciudad podría ser un tópico literario, aunque se explore pocas veces. Supongo que en unos años La Habana va a experimentar ese cambio de alma.
Aquel viaje culminó por accidente en Estambul y una anécdota resume la manera en que en aquel entonces Argentina, como es posible que suceda de nuevo, se divulgó como milagro neoliberal. Todos los días a la noche, después de comer, pasaba por un carrito de bananas que se instalaba cerca de la Mezquita Azul. Cierta vez el vendedor, un anciano iraní licenciado en economía que había estudiado en Nueva York en los sesenta y había tenido que exiliarse de Irán tras la revolución islámica, me preguntó en un inglés impecable si tenía en Argentina alguna oportunidad laboral: había leído que la economía del país era pujante, que los sueldos superaban el promedio y que encima no pedían visa. Recuerdo haber dudado y pensado que por efecto de la especulación  financiera, esa fantasía se había vuelto incluso veraz para los argentinos y había llegado a oídos de un refugiado iraní. Para no decepcionarlo, le prometí averiguar el asunto. No le aclaré que el costo de esa buena prensa global había sido desempleo y endeudamiento. Un año después recibí en Buenos Aires una carta suya, pidiéndome novedades. Evité responder, porque la letra manuscrita parecía la de un hombre decidido y dispuesto a partir a un país en ruinas. 

* Columna publicada en Perfil Cultura el 13/12/15

Modos de cruzar una frontera *

 
Alguna vez escuché a algún amigo decir que si Macri llegaba a presidente, se exiliaba en Uruguay. A lo largo de años, la frase con variaciones la escuché en boca de varias personas y no puedo evitar pensar evitar pensar que por la cabeza de muchos debe estar flotando esta alternativa, aunque ya no gobierne Pepe Mujica. Lo decían con un tono bromista: no creían factible que un cambio de paradigma político tuviera lugar en nuestra historia después de las costumbres instaladas durante doce años de kirchnerismo. Pese a encuestas anticipatorias, hay algo inverosímil en el triunfo de Macri: algo de pesadilla vuelta realidad para una mitad de la población, algo de sueño realizado para la otra mitad.
En una crónica de corte distópico, la victoria de Macri estaría en estas semanas generando una venta anticipada de pasajes y colmando la capacidad de ferries con masas aterradas que han decidido refugiarse en Uruguay por alergia a posibles políticas neoliberales, a las quitas de subsidios, a los estallidos sociales generados por el recorte de asignaciones. En las bodegas de los barcos, además de bártulos de todo tipo, habría animales domésticos –al menos uno por pasajero-, muebles, camas, incluso algún piano de cola. Prueba irrefutable de que los embarcados se irían para no volver por mucho tiempo.
Entre los autoevacuados que a duras penas, en una reventa de pasajes, conseguirían una plaza a Colonia, reverberarían frases que podrían estar en boca de un personaje de Haneke en La hora del lobo o Funny games: “No sabemos lo que viene, pero sabemos que es lo peor.” En esta hipotética situación de fuga colectiva, un hombre, ante la estampida de autoevacuados que agotó incluso los asientos en ómnibus que cruzan por Gualeguaychú y Colón, evaluaría modos inmediatos de huir. Decidiría hacerlo a pie, aprovechando una bajante extrema del río provocada por las ráfagas furiosas del viento norte. La idea proviene de El error, un cuento alucinado de Martín Kohan recientemente publicado en su libro Cuerpo a tierra. En este relato un hombre, cierto día en que las aguas del Río de la Plata bajan extraordinariamente hasta dejar a la vista el lecho del río, se echa andar en busca de la mujer que lo abandonó y cruzó a Uruguay. La boutade es genial por dos razones: cruzar a pie, sin documentos, aniquila la realidad de esa frontera que los argentinos consideran contingente pero los uruguayos necesaria. Luego, termina de fundir nuestro paisaje depredado con esa tierra magnífica –como el amor no correspondido que persigue el protagonista de El error- que para los argentinos es Uruguay. 
Y aunque parezca inverosímil, cruzar a pie una frontera es posible sin el milagro de una bajante. Hace unos años, en la frontera de Villazón-La Quiaca, me sorprendí de la facilidad con que la gente, cargada de bolsos, cruzaba por el costado de las garitas, sin presentar documentos. En cada ida y vuelta entraban y sacaban mercadería de cualquier tipo –desde celulares, computadoras y cámaras a piezas de autos-. Esto sucedió mucho antes de que se restringieran las importaciones, lo cual vendría a demostrar que el contrabando no es una cuestión de coyuntura sino de cultura, y que desde el principio de los tiempos cruzar una frontera clandestinamente podía implicar la posibilidad de una nueva vida, pero también la de un buen negocio a espaldas del rey.

* Columna publica en cultura Perfil el 29/11/15

Margen de error *

 
Un día de noviembre del año dos mil, en Nueva York, por primera vez asistí en viaje a una contienda electoral aguerrida. No volvió a ocurrirme y, salvo en Argentina, no presencié dos elites políticas tan confrontadas. Desde diversos bares, por la noche, después de las elecciones, ante el cruce de información, me transformé en una especie de fanático demócrata, sólo por mi antibushismo. Los presentes miraban los televisores suspendidos en la altura como si observaran un partido de básquet. Algunos se tomaban la cabeza, como si no pudieran comprender que vivían en un país donde casi la mitad de la población había elegido a un belicista de coeficiente intelectual incierto. La mayoría estaba expectante con los resultados que empezaban a llegar desde el Estado de Florida, donde a último momento, al parecer, ante los resultados sorpresivos favorables a Bush en Tennessee, el estado natal de Gore, se dirimiría la elección. Era el voto latino el que decidía el futuro de la nación más poderosa de la tierra, pero nadie imaginaba el infierno que se desataría después.  
Yo había llegado al país un mes antes y había recorrido los estados del sur, donde algunas familias conservadoras, descendientes de confederados, clavaban en sus jardines banderines favorables al candidato republicano. En menor cantidad había estandartes que tomaban partido por Al Gore. La mayoría de las encuestas daba favorito al candidato demócrata por poco, aunque debido al particular sistema federal de representación que todavía se mantiene, no se sumaban los votos totales del país, sino que cada candidato al ganar en un estado sumaba electores, cuyo número estaba en relación a la cantidad de habitantes –un poco como los diputados en Argentina-. (Bajo este particular sistema, el presidente argentino se consagraría con sólo ganar en la provincia de Buenos Aires y Capital Federal por un voto). También, bajo este particular sistema, era posible obtener la presidencia con menos votos pero con más electores, como le sucedió a Bush. Aunque en la sumatoria de votos a nivel nacional Al Gore obtuvo más de medio millón de votos que su contrincante, lo que determinó la presidencia –y puso en duda la eficiencia del sistema de elección indirecta- fueron los trescientos votos de Florida que a Bush le dieron electores suficientes en el Congreso.
Trescientos votos en un estado de dieciséis millones como Florida  no son nada. Pensar que una elección nacional se definió por trescientos votos que probablemente, como sugerían los analistas políticos, provenían de una balanza inclinada por latinos afincados en la península, es completamente absurdo para la principal economía mundial, pero no es ajeno a nuestra actual realidad. Sin esos trescientos votos de ventaja –que todavía se presumen fraudulentos- tal vez no hubiera existido el 11S, la invasión a Afganistán, la guerra en Irak comandada por un lobby petrolero que dejó miles de muertos y familias desplazadas.
Es probable que la próxima elección nacional, pese al pronóstico de las mismas encuestas que vaticinaron un posible triunfo de Scioli en primera vuelta, se dirima de ese modo, por lo cual cada voto tendrá un peso especial: un voto arrojado contra una estadística. Hay fatalidades anunciadas más allá de la propaganda y los discursos de campaña. Aunque si el próximo 22 de noviembre un viajero entra en pánico en un bar de Palermo, no se deberá al triunfo de Macri en sí, sino a su bailecito y a la escenografía tinellizada de la política local.





* Columna publicada en Cultura Perfil el 15/11/15