sábado, diciembre 08, 2007

La educación sentimental *

Un subtítulo es más que nada una insinuación audaz. Un testimonio –subtítulo de ésta, la quinta novela de Alan Pauls– propone una entrada lateral a la narración, como si a priori jugara a anteponer lo verídico a lo verosímil: aquello que se articula en relación a una época. Pero el testimonio, en otro sentido, también puede ser un efecto del azar en la memoria, un filtro reticente que posibilita la narración y que le da al punto de vista del escritor la omnisciencia voraz –y a veces insolada– de un retratista que avanza sólo desde una luz concreta: la del deseo o la madurez. Gracias a esa madurez infalible, en Historia del llanto el punto de vista va de "Lo cerca" a lo lejano, buscando abrir en lo literario el intervalo de una experiencia extinguida. (Sigue en Nación Apache)

* Nota publicada en Inrockuptibles diciembre.

miércoles, noviembre 14, 2007

El futuro llegó

Aquello que no ha sido homogeneizado y forzado por el orden de la memoria en un futuro condicional, parece presentarse en Impureza como terreno propicio para el accidente, la peripecia o, en su defecto, la venganza. La anécdota central del libro podría a primera vista encajar como historia lateral de Dónde yo no estaba. Ciertas características de este nuevo universo coheniano, sobre todo la topografía urbana y la profusión tecnológica –farfonitos, flaycoches–, prologan la lengua diseñada al extremo en su anterior novela. Sin embargo, en este caso, reformulando el espacio –o empobreciendo su naturaleza lujosa en un futuro pareado– Marcelo Cohen concibe un suburbio de suburbios, una verdadera villa de cuasicasas, que “los lugareños llaman Lafiera”. El punto de vista, la estrategia y la pulsión de los personajes difiere mucho respecto de Donde yo no estaba. Hay una tercera persona objetiva, y los protagonistas, a diferencia de aquel Aliano cómodamente perseguido por su propia mortalidad, se disputan la posibilidad de un nombre, padres sustitutos y fe ciega en el ritual de la memoria.

En este sentido, Impureza puede ser más bien un complemento de Donde yo no estaba. El escritor acá ya no modela la conciencia de un comerciante de lencería erótica, sino la trascendencia de personajes sin pasado, pequeños inmortales para los cuales el drama consiste en sobrevivir sin ningún tipo de herencia. El don inventivo se repliega hacia lo popular para que llegue el futuro a la narración, y no a la inversa. El mismo tipo de variación aparece en pasajes de Un hombre amable –segunda nouvelle de Hombres amables–, aunque ahora, con ciertos matices apocalípticos, la narración parece parodiar el presente. Más bien lo que con el futuro ha entrado al relato es el hoy: una mezcla de tecnología, culto religioso casero –San La Muerte– y música que en letras y ritmos pegajosos testimonian, como el siguiente “gunanquillo”, una realidad violenta: “Un policeto me pescó afanándome unos panes. / Me partió la nariz, el guacho estaba en pedo. / Te vas a arrepentir, me dije yo esa tarde. / Secuestré a la hija y le rebané dos o tres dedos. / Ea ea, lo sangra sangra, / ea ea se acalá- se acalambra. / Soy jodido, estoy perdido. / Tengo hervido el corazón / de tanto ver pobreza y frustración.”

En esta especie de estilo pulp del futuro que propone Impureza, palabras inventadas no dejan de empujar al lector hacia palabras familiares, como si el universo verbal de Cohen –un bazar donde reliquias y baratijas se encuentran en un carraspeo único–, todo pudiera ser huella de un eufemismo perdido o de una infrarealidad que, en este caso, aparece musicalizada. A través de palabras redireccionadas el mundo popular presenta texturas ásperas. Hasta cierto punto, estas impurezas funcionan como un argot mitificado. Los excluidos de la Lafiera salen del tiempo fumando freghe, o consumiendo “frascos de anememorizantes” como el “Sinculpán, Todolvive, Mingase, Reidol, Liberone: hilarantes que facilitan el pasaje de la unción del recuerdo al goce hipado de las canciones que lo fustigan.” Aunque en realidad, como advierte el narrador, “de esa satisfacción de la servidumbre no hay salida”.

Los capítulos breves, el diseño caleidoscópico de la narración, le convienen a esta historia. En pocas páginas queda definido un asunto literario recurrente en la novela: el deseo de venganza ante la nostalgia amorosa, y en el medio el recuerdo de una mujer transformada en mito popular. El resto es espera, memoria y merodeo: derivaciones de un gran amor interrumpido, improvisaciones sobre el culto a la amistad y preparativos para una venganza que, como en un western, pasa a ser el conflicto místico de un solitario.

Ese solitario es Neuco. Ha vivido un amor como pocos con Verdey, una líder social que organizaba protestas –¿o piquetes?– aprovechando una pasajera fama mediática y el hermoso don de una danza semiaérea. Pero Verdey murió en un accidente por culpa de las grotescas persecuciones amorosas de Abrán “Chita” Baienas, quien en la infancia fue par de Neuco en la pobreza y ahora ha saltado a la fama cantando merigüeles y gunaquillos. Al menos esto es lo que intuye Neuco durante sus largas horas de trabajo en una “Gasomel”. La representación de la historia a veces cobre visos folletinescos. Como en casi toda su obra, Cohen extrae tonos puros de los géneros pero afina tentando el azar o poniendo la improvisación al servicio de la lengua.
La anécdota central a la vez se liga con el imaginario del tango, y de hecho el único amigo de Neuco, un inolvidable taxista de flaycoche, lo preserva como género: “Nígolo ponía en una disquera paleolítica los tangos que abonaban lo más denso de su ética: Frente a frente, dando muestras de coraje/los dos guapos se encontraron en el Bajo/y el piruja, que era listo para el tajo,/al cafiolo le cobró caro su amor”. El tango ha sobrevivido a la llegada del futuro en la ética de un hombre y a lo largo de la narración las letras parecen cumplir la función que en las películas mudas tenía el subtitulado entre escenas. El drama de Neuco por momentos se funde a esa mitología tanguera. Y el tango entonces se vuelve un epitafio social que Nígolo administra como a fósiles de lo real y en los que Neuco refina su dolor.

Los merigüeles y gunaquilllos, a su vez, son excedentes que retratan inclinaciones de una clase baja –brachos y frigatonas– en un mundo opacado por la llegada del futuro. A través de esos mapas sonoros, cruzando géneros –tanto literarios como musicales–, Cohen consigue camuflar en la narración problemáticas del presente. Algo, un hecho trágico, puede devolver a un hombre a su propia intimidad. La reparación de esa instancia de intimidad, a través del recuerdo o la venganza, quizás sea el origen y el final de Impureza. “La persecución es de las cosas que más destruyen la intimidad”, dice en algún momento el narrador con inocultable lucidez. Y quizás en esta frase pueda hallarse no sólo una entrada a la novela en cuestión, sino a una de las problemáticas de un nuevo siglo que, a través de la asepsia globalizada, ha instaurado un mecanismo para homogenizar o ausentar al hombre en la encrucijada de su intimidad.


* Reseña publicada en Los inrockuptibles de noviembre.

jueves, octubre 11, 2007

Diálogo inconcluso.

Maximiliano Crespi: – En algún lado leí que decías que el estilo era el “cerco axiomático” o el “alambrado del chiquero lingüístico”, y que “en ese perímetro entran las heces y los ositos de peluche”. La verdad, debo reconocer que me gustó mucho esa respuesta la primera vez que la oí, pero después me dio la sensación de que era una respuesta fraudulenta porque en realidad nada concreto decía del estilo que, por supuesto, no es una zona o un perímetro (como sí lo es el género), sino una modalidad, el modo de una experiencia. ¿Creés que todavía es pensable esa frase según la cuál el “estilo es la última instancia de resistencia del escritor”?

O.C.: – Totalmente de acuerdo, esa es una respuesta fraudulenta, y diría más, absurda. Como vos decís, el estilo no es ni más ni menos que una modalidad, y ahí (no en las características del estilo sino en su definición) se ve la estela de Aira: el estilo como gestualidad, como rostro o experiencia del escritor. La frase según la cuál el “estilo es la última instancia de resistencia del escritor” quizás no sea pensable en la literatura argentina actual, pero si en la literatura por venir. En realidad creo que el estilo –cuando realmente vale– proviene de una instancia de resistencia solitaria: involucra más una pregunta por el privilegio o la locura de existir que un programa estético. Es una resistencia ante la muerte. Quiero decir, en la consolidación de todo estilo, en el fondo de los fondos, hay una nostalgia de lo humano –eso define su calidad, no la buena escritura, y en los escritores más personales esa nostalgia puede ser amorosa, sádica o infantil; en Aira está esa nostalgia infantil, y justamente esa instancia de nostalgia que no se trasmite, porque representa una experiencia literaria irreductible, es la que crea una distancia insalvable entre Aira y sus seguidores–.

M.C.: –¿Pensás todavía para la literatura alguna “función” más allá de la de llegar a constituir una suerte de cuidado de uno mismo en tanto experiencia transformadora?

O.C.: –La literatura como proceso de transfiguración es más que interesante. El cuidado de uno mismo, entonces, no sería sino un olvido de sí. A un escritor debería bastarle creer que la literatura activa el paso de la vida y dejar de ser sí mismo por un tiempo. Pero la verdadera temporalidad se activa en la lectura.

(La entrevista entera acá.)



* Entrevista publicada en el dossier de La posición 11/12.

martes, octubre 09, 2007

viernes, octubre 05, 2007

Los últimos, de Katja Langer Müller, Adriana Hidalgo (2007)

Trabajar cansa, de eso no hay duda. En Los últimos el trabajo también modifica los cuerpos. Así como la narradora refiere los últimos días de una imprenta en la que todavía los oficios son condición de la técnica, otro relato lento, subterráneo, ocupa el centro de la novela: el monólogo de cuerpos acomplejados o sometidos –¿sobrescritos?– por las labores en un mundo donde la burocracia añeja –Alemania del Este, fines de los setenta–, se confunde con el sonido de una máquina averiada. Dispuesta en retazos, la prosa evasiva de Lange Müller, en vez seguir los parámetros de una narración lineal, parece jugar, a lo Handke, con el calado microscópico de las frases: “¿Por qué habría de estar caliente con una mujer alguien que confundía la operativa liberación de su parásito gemelo –incapaz de vivir solo– con una especie de nacimiento por cesárea?”
En las adyacencias del trabajo y las afecciones físicas se respiran las postrimerías de un sistema que agoniza. Es el ocaso del comunismo, pero también el de una precaria imprenta en la que un cuarteto de empleados sobrevive. En la escena de la memoria están Manfred, Willi, Fritz, y Marita, la cálida narradora que rememora los días de trabajo en la imprenta. El primero, Manfred, perfeccionó en un silencio hosco su deseo hacia las máquinas, por lo cual siempre fue capaz de descifrar en un mecanismo –desde un reloj a una mezcladora– un mensaje cifrado: una confesión amorosa. Fritz durante muchos años vivió preñado de un hermano gemelo –una miniatura embrionaria instalada en el sacro– y logró darlo a luz para conservarlo en formol. Willy utilizó, en la composición de linotipos, espacios en blanco entre las palabras para dejarle a la posteridad mensajes en clave. A estos, se suma Udo Posbich, el patrón esquizofrénico que desaparece dejando a la deriva a este cuarteto de entrañables solitarios. Sobre estos personajes, apelando a una estructura fragmentaria y a veces fortuita, Katja Lange Müller –que nació y vivió en Berlín del Este, y también en Mongolia–, construye una novela que la revela, en castellano, como una de las más singulares narradoras de las últimas generaciones de escritores alemanes.


* Artículo publicado en Los inrockuptibles, octubre de 2007.

miércoles, agosto 08, 2007

Martinez Estrada narrador

Menos que la ambigüedad de los nombres propios, lo que conecta el argumento de Juan Florido con la anécdota huidiza de Marta Riquelme, es la superposición de sistemas espaciales para organizar la narración. Existe una misteriosa continuidad entre la teleología expuesta en Radiografía de la Pampa y la apuesta moral –la representación de sujetos omitidos o fantasmales– que aumenta, de manera distinta, en estos dos relatos originalmente publicados por separado en 1956 y 1957.

La acción de Juan Florido transcurre en el Palacio Bisiesto, un conventillo laberíntico con características de hospicio, de oficina pública y de cárcel, en el que cualquier tipo de exceso es permisible y se vuelve motor de hostilidad entre seres amotinados en el parentesco. La familia Florido –Juan Florido hijo y esposa– emerge a la realidad del Palacio, tras años de devoto trabajo en una imprenta, durante el velorio de Florido padre en la pieza que alquilan. El velorio deviene una accidentada performance en donde precariedad, grotesco y picardía se filtran y alteran el sentido del drama. Más que velar a Florido padre, acceden, a través de la chusma, a un verdadero bautismo de fuego en el Palacio. Es inevitable decir que este palacio tomado, a la luz de la relación de Martínez Estrada con el peronismo, parece una metáfora alucinada del país en aquellos tiempos.

Por su parte, Marta Riquelme es un relato que, a la manera de las “novelas” de Macedonio, nunca termina de empezar y deriva en luminosos razonamientos acerca de las fronteras inestables de la ficción. Marta Riquelme es la autora de un solo libro único y perdido, un volumen de memorias que el privilegiado narrador del relato ordena una y otra vez. El discurso de Marta resulta en el narrador tan laberíntico como la estructura del Palacio Bisiesto. Si esa zona de endogamia de la que, una vez adentro, nunca se sale, en Juan Florido está conformada por la vecindad, en Marta Riquelme está dispersa en los engranajes de una memoria capaz de retener literalmente más de mil páginas. En este volumen contradictorio y excepcional, según el narrador, Marta describe el lugar de su juventud, La Magnolia, un nido de promiscuidad en el que la familia –con ocho ramas y ciento veinticinco miembros– escenifica todo tipo de rivalidades y abusos que, según como se dispongan los capítulos o se interpreten ciertas palabras confusas, cambian el sentido de la obra. La relación entre el corazón múltiple de un texto casi imaginario –un edificio que, como la familia Riquelme, posee ramificaciones enfrentadas– y el acto de escribir –hacer blanco en la memoria–, queda en el centro, en ese punto ínfimo que puede representar una imprecisión caligráfica o una tachadura.

Los dos relatos, en definitiva, publicados hace más de cincuenta años, no han perdido actualidad, y por el contrario vienen a confirmar que Martínez Estrada, en el campo de la ficción, podría ser considerado un eslabón perdido entre Roberto Arlt y Jorge Luis Borges.




Publicado en la revista Los inrockuptibles de agosto.

martes, junio 12, 2007

Sada

Aunque en la narrativa reciente mexicana no parece haber escritores que vayan a marcar puntos de inflexión a la manera de Juan Rulfo o Salvador Elizondo, sí abundan escritores, en general norteños -una zona hasta no hace muchos años literariamente virgen- que exploran al extremo la coloquialidad de la región. La gran mayoría pone en marcha historias violentas que abordan el sincretismo posmoderno del narcotráfico, alimentando una literatura de clisés. Por distinto camino –aunque en la vía del divertimiento coloquial- va la narrativa de quien quizás sea uno de los escritores más particulares y díscolos de la literatura norteña: Daniel Sada (Mexicali, 1953). En 1999 publicó la monumental novela –escrita en octosílabos y alejandrinos- Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, a la que siguieron, entre otras, Luces artificiales y Ritmo Delta. Sada parece retomar el espíritu de las novelas ejemplares de Cervantes, pero a la fruición picaresca le yuxtapone juegos de palabras y situaciones bufas que terminan caricaturizando la identidad híbrida de las provincias del norte mexicano. Sus personajes, héroes lánguidos y atemporales, mudan de la santidad bárbara a la perversión romántica, especialmente en sus primeras novelas: Albedrío y Una de dos. En esta última las gemelas Gamal, costureras de oficio, sólo diferenciables por una verruga en la espalda, se ven reducidas a la castidad por efecto de una orfandad prematura que las ha vuelto siamesas barrocas. Sin embargo, entrando en la madurez, una de las dos es seducida por una caballero, y para solucionar la disputa amoroso/especular con su hermana y salvar el lazo, decide, ya que nada visible las diferencia, compartir los favores del desprevenido postor –reverso del impostor-.

* Columna publicada en Los Inrockuptibles de junio

jueves, mayo 10, 2007

El imperio (del sentido)

Escribir largo sobre la última película de David Lynch sería tan ingenuo como improductivo. Los adjetivos que le cabrían -asombroso, alucinante, desmesurado- desmerecen en realidad los nudos espaciales devenidos, como en los sueños, laberintos temporales. Podría decirse que la película es un archipiélago de apariciones y figuraciones que no se domestican en secuencias narrativas. Durante tres horas espectros de amantes, marcas transpuestas, escaleras enquistadas de teatros blandos, muertes lejanas y románticas y cine que mira al cine edificando el reflejo de una maldición -un laberinto que es una máquina desquiciada de reproducir identidades-, se diseminan en espirales que van incluyendo las películas anteriores de Lynch, y que redefinen el sentido del séptimo arte en cuestión. Por eso mejor anillarse en la vigilia, soñar despierto en vez de escribir.

jueves, mayo 03, 2007

Sobre Igor, de Fererico Levin, Gárgola, colección Laura Palmer no ha muerto, 2007.

A primera vista el personaje que da título al libro podría ser un maniquí de Bruno Schulz, trasladado a una historia que obedece más a un experimento literario que a las manualidades rutinarias de la novela. Una constelación de capítulos y anécdotas secundarias se combinan con una prosa seca y a la vez expansiva.
Pareciera que lo que ampara el ralato, a fin de que la acción no sea representación de un hecho sino de una pérdida –Igor es en última instancia una novela en torno a un amor fallido-, es la distancia de un narrador que juega con el tiempo, como si tomara al azar capítulos breves de un indefinido conjunto mayor y describiera a contraluz contenidos espectrales. Esa distancia produce un efecto de extrañamiento en el que la amada de Igor, Natschenka, aparece y desaparece, en un ida y vuelta del pasado hacia el futuro.
El viaje inmóvil –hacer memoria en un vago presente-, de hecho es en el relato una articulación onírica que sella la apuesta digresiva. Sin embargo, en el pasado –especialmente en un palimpsesto formado por fotos- el narrador reduce la distancia, hace foco. Humaniza personajes, como Marat y Nikolai, una pareja de militares rusos que durante la primera guerra se separan por una mujer, Marja, abuela de Natschenka. No es casual que las mujeres aparezcan dispuestas como mamushkas: no hay descendencia sino inclusión, esto es, una genealogía mítica. Sobre este linaje reacciona la nostalgia de Igor.
En las últimas páginas el sentido del relato se despeja. Tantas historias laterales y planos superpuestos revelan a un escritor atípico y único en el nuevo panorama literario. Devoto de un complejo desguace de la temporalidad narrativa, Levin materializa en una frase el asunto hipnótico de su novela: “Igor está encerrado en un círculo, eso ya lo sabemos: lo suyo son las repeticiones y la vuelta al comienzo (...) Eso es la escritura: un corte que permite que haya pasado”.


* Los inrockuptibles, mayo de 2007.
Sobre Rocanrol, de Osvaldo Aguirre, Beatriz Viterbo editora, 2007.

Desde hace tiempo Osvaldo Aguirre viene desglosando los mitos de la marginalidad en investigaciones periodísticas, crónicas, novelas y libros de cuentos. En el caso de Rocanrol, el mito es el habla, y sobre todo la voz del sobreviviente que aparece desplegada en la mayoría de los relatos y transforma lo verosímil en veraz. La evocación tiene algo expiatorio, y desde el momento en que los personajes, sumidos en una coloquialidad árida y semejante a la que podría graficar un monólogo interior alucinado, refieren un suceso –una merca maldita, un gran fumo, las vicisitudes de un robo absurdo-, muestran la cara neta de la marginalidad: el que habla, el que refiere lo vivido, es siempre un alma en pena. Es alguien que ha sobrevivido por azar y estiliza la violencia en el discurso del testigo. Los hechos extremos son un punto de inflexión en vidas consumidas. No hay personajes libres, todos han quedado apresados en la memoria de una experiencia terrible; salvo el protagonista de Garganta profunda, un periodista que ha tratado a muchos canas y, como solitario acuarelista de cuadros policiales, tiene la distancia suficiente para dar su versión de los hechos agrupando voces y cabos sueltos.
El último relato, Buche, quizás sea junto al épico Rocancol –en el cual un grupo de yonquis pierde a un amigo por sobredosis- el relato más impactante del volumen. Está ambientado en la última dictadura, el tono es seco y se relata, con la ambigüedad y la distancia justa, la siniestra transformación de “el Pollo”, un alto militante de la JP que es secuestrado. En este trance, la prosa de Aguirre no presenta restricciones, es directa y a la vez expansiva, y muestra a un protagonista reducido a lo inhumano por máquinas de torturar. Detrás de la coloquialidad que articula los ocho relatos de Rocanrol, se agazapa un escritor que, atento como pocos al presente de la marginalidad, tamiza de un modo inmejorable esa lengua espontánea –en sí una atmósfera- que tanto ponderaron los beatniks.

* Publicado en Los inrockuptibles, mayo 07.-

jueves, marzo 08, 2007

Tanta noche

Lo primero que salta a la vista al leer Tantas noches como sean necesarias * de Ricardo Romero (1976) -también autor de la novela Ninguna parte (03)- es la fina construcción de personajes sonámbulos y desolados. Un exbásquetbolista yanqui sobrevive como taxi boy en Buenos Aires. Un sereno despedido usurpa un galpón en Barracas y se dedica a cazar murciélagos. Un motín en un hospicio por momentos resume viñetas de la vida cotidiana. Dos payasos perdidos se encuentran donde los basurales indican el peligroso fin de la ciudad. “Mis personajes saben que el destino del 90% de los hombres es el simulacro, un instante de verdad (con suerte) y su repetición para toda la vida. En todos los cuentos esa noche que no termina es un simulacro, una eventualidad del paisaje.” Romero, además dirigir la revista literaria Oliverio, es impulsor del proyecto de nueva narrativa Laura Palmer no ha muerto –cuyo próximo título, Igor de Federico Levin, está previsto para estas semanas–. Sus ficciones esconden ricas filiaciones con los “vagabundos de Conti”, con el “mundo atroz y festivo de Moyano”, con la nostalgia de “Alice de Tom Waits” o con “No More Shall We Part de Nick Cave”. Lo que sigue ahora en la vida de este escritor afincado en Buenos Aires desde el 2003, es “una novela coral, que transcurre en Paraná, donde nací. Tiene un marco policial de la misma manera que los cuentos tienen un marco fantástico.” Publicada en Los Inrockuptibles marzo.