jueves, octubre 11, 2007

Diálogo inconcluso.

Maximiliano Crespi: – En algún lado leí que decías que el estilo era el “cerco axiomático” o el “alambrado del chiquero lingüístico”, y que “en ese perímetro entran las heces y los ositos de peluche”. La verdad, debo reconocer que me gustó mucho esa respuesta la primera vez que la oí, pero después me dio la sensación de que era una respuesta fraudulenta porque en realidad nada concreto decía del estilo que, por supuesto, no es una zona o un perímetro (como sí lo es el género), sino una modalidad, el modo de una experiencia. ¿Creés que todavía es pensable esa frase según la cuál el “estilo es la última instancia de resistencia del escritor”?

O.C.: – Totalmente de acuerdo, esa es una respuesta fraudulenta, y diría más, absurda. Como vos decís, el estilo no es ni más ni menos que una modalidad, y ahí (no en las características del estilo sino en su definición) se ve la estela de Aira: el estilo como gestualidad, como rostro o experiencia del escritor. La frase según la cuál el “estilo es la última instancia de resistencia del escritor” quizás no sea pensable en la literatura argentina actual, pero si en la literatura por venir. En realidad creo que el estilo –cuando realmente vale– proviene de una instancia de resistencia solitaria: involucra más una pregunta por el privilegio o la locura de existir que un programa estético. Es una resistencia ante la muerte. Quiero decir, en la consolidación de todo estilo, en el fondo de los fondos, hay una nostalgia de lo humano –eso define su calidad, no la buena escritura, y en los escritores más personales esa nostalgia puede ser amorosa, sádica o infantil; en Aira está esa nostalgia infantil, y justamente esa instancia de nostalgia que no se trasmite, porque representa una experiencia literaria irreductible, es la que crea una distancia insalvable entre Aira y sus seguidores–.

M.C.: –¿Pensás todavía para la literatura alguna “función” más allá de la de llegar a constituir una suerte de cuidado de uno mismo en tanto experiencia transformadora?

O.C.: –La literatura como proceso de transfiguración es más que interesante. El cuidado de uno mismo, entonces, no sería sino un olvido de sí. A un escritor debería bastarle creer que la literatura activa el paso de la vida y dejar de ser sí mismo por un tiempo. Pero la verdadera temporalidad se activa en la lectura.

(La entrevista entera acá.)



* Entrevista publicada en el dossier de La posición 11/12.

martes, octubre 09, 2007

viernes, octubre 05, 2007

Los últimos, de Katja Langer Müller, Adriana Hidalgo (2007)

Trabajar cansa, de eso no hay duda. En Los últimos el trabajo también modifica los cuerpos. Así como la narradora refiere los últimos días de una imprenta en la que todavía los oficios son condición de la técnica, otro relato lento, subterráneo, ocupa el centro de la novela: el monólogo de cuerpos acomplejados o sometidos –¿sobrescritos?– por las labores en un mundo donde la burocracia añeja –Alemania del Este, fines de los setenta–, se confunde con el sonido de una máquina averiada. Dispuesta en retazos, la prosa evasiva de Lange Müller, en vez seguir los parámetros de una narración lineal, parece jugar, a lo Handke, con el calado microscópico de las frases: “¿Por qué habría de estar caliente con una mujer alguien que confundía la operativa liberación de su parásito gemelo –incapaz de vivir solo– con una especie de nacimiento por cesárea?”
En las adyacencias del trabajo y las afecciones físicas se respiran las postrimerías de un sistema que agoniza. Es el ocaso del comunismo, pero también el de una precaria imprenta en la que un cuarteto de empleados sobrevive. En la escena de la memoria están Manfred, Willi, Fritz, y Marita, la cálida narradora que rememora los días de trabajo en la imprenta. El primero, Manfred, perfeccionó en un silencio hosco su deseo hacia las máquinas, por lo cual siempre fue capaz de descifrar en un mecanismo –desde un reloj a una mezcladora– un mensaje cifrado: una confesión amorosa. Fritz durante muchos años vivió preñado de un hermano gemelo –una miniatura embrionaria instalada en el sacro– y logró darlo a luz para conservarlo en formol. Willy utilizó, en la composición de linotipos, espacios en blanco entre las palabras para dejarle a la posteridad mensajes en clave. A estos, se suma Udo Posbich, el patrón esquizofrénico que desaparece dejando a la deriva a este cuarteto de entrañables solitarios. Sobre estos personajes, apelando a una estructura fragmentaria y a veces fortuita, Katja Lange Müller –que nació y vivió en Berlín del Este, y también en Mongolia–, construye una novela que la revela, en castellano, como una de las más singulares narradoras de las últimas generaciones de escritores alemanes.


* Artículo publicado en Los inrockuptibles, octubre de 2007.