lunes, marzo 23, 2015

Reinos cotidianos

Recuerdo que en La Habana siempre me sentí menos extranjero que el resto de los extranjeros, pese a que en la década del noventa, cuando fui por primera vez, en pleno menemismo y en pleno periodo especial, no había nada tan poco familiar y hospitalario como ese comunismo desabastecido. También recuerdo que, un poco por instinto de supervivencia y otro poco por gusto, absorbí el acento y empecé a vivir otra historia, una vida cuya particularidad residía en la normalidad, en la posibilidad de camuflarse y tener una rutina, y no en la aventura.
Cada tanto revisito historias de viaje y corroboro que la escritura no tiene relación alguna con la intensidad de algunas experiencias. Esa misma intensidad parece perder consistencia en la memoria, evaporarse y a veces hasta tornarse falsa, y experiencias diferentes –no por menores sino por regulares y predecibles-, en cambio, se vuelven cruciales con el paso del tiempo. Sobre la India escribí una vez y no me extraña, sin embargo, no haber vuelto a escribir al respecto. Marcó un antes y un después en la experiencia adolescente de mochilero, pero no en la vida. Es un lugar con implicancias espirituales pero no políticas, un lugar ínclito para la literatura de viajes anglosajona pero en la que raramente un escritor latinoamericano –con excepción de Octavio Paz, que ahí residió como embajador- pueda encontrar un campo cómodo de reflexión.
Tal vez de todo esto se desprenda la dificultad para anecdotizar y recaer en una apología del exotismo sin sentir una impostura. Lo mismo podría decir de Japón o China. Epicentros de exotismo que no me urge repensar, a pesar de los trazos de belleza y los rituales deslumbrantes que una serie de fotografías resumirían mejor. Seúl, en cambio, quizás por haber residido ahí un tiempo, para mí es un epicentro político y no comprende ningún recuerdo turístico, haya existido o no belleza en los episodios contemporáneos que me tocó presenciar.
Por eso, a la hora  de escribir, vuelvo a los reinos cotidianos en los que creí vivir la vida de otros como propia. Zonas donde enigmáticamente me proyecté como ciudadano, bajo la ley, al respirar la Historia del pueblo. Una de los problemas que apareja escribir sobre un viaje exótico reside en que uno puede quedar más allá de la ley, en una dimensión autónoma. Esos viajes no parasitan los sueños porque la aventura en sí resulta pura subjetividad en tiempo presente y, a la manera de una foto, no se perfecciona en el recuerdo. Los lugares en los uno vivió la vida de otro, es decir, otra vida, son en cambio el escenario del sueño y no dejan de mutar.
La ciudad de La Habana, desde aquella primera visita en los noventa, en sueños a menudo se mezcla con el plano de Buenos Aires y da una ciudad que podría existir en otro universo, que mezcla atributos de tal manera que castrismo y peronismo se sintetizan en escuelas arquitectónicas y rutinas: en los cafés, en un tipo de vida pública sin descanso, exuberante como la de Nueva York en la década del cincuenta. De hecho si alguna ciudad tiene el espíritu de esa metrópolis soñada, es Nueva York. No la actual, ni la futura, ni la que podría originarse en la combinación con otra ciudad, sino la de la década del cincuenta, con sus gángsters, sus colmenas de inmigrantes, sus clubes jazz y sus autos –traspapelados, como signos, en La Habana actual bajo apelativo de almendrones-.


Columna publicada el 22/03/15 en Perfil Cultura. 

Paisajes preparados

Hace muchos años, antes del huracán Katrina, New Orleans era una ciudad que mezclaba en sus calles una belleza cosmopolita, de puerto trajinado, con algo de parque de diversiones.  Se podían rastrear secuelas de la guerra de secesión en la mentalidad de la clase alta, resabios de racismo, pobreza y marginalidad en las clases bajas, algo de jazz anticuado en las calles turísticas del centro. Además de visitar la casa en la que William Faulkner había pasado alguna temporada y de la cual salí impávido –es que muy pocas veces el hábitat fosilizado de un escritor transmite algo de su universo-, me anoté en una excursión al delta del Río Misisipi. La principal razón para esa excursión fue ritual: hacer pie en la geografía de Las palmeras salvajes. Corroborar si ese Delta se correspondía con el que había imaginado, si era más oscuro o menos frondoso. Suponía que en esa zona mítica experimentaría algo distinto a esa especie de incredulidad taxativa que uno, como testigo, siente al pisar la casa de un gran escritor –o lo que resta de esa casa: una puesta en escena articulada por autoridades gubernamentales o por una Fundación-. 
Me desperté muy temprano. Los organizadores de la excursión daban por sentado que los visitantes querían asistir a un show y no concentrarse en la naturaleza circundante, por lo cual un guía no dejaba de hablar, señalar y eventualmente molestar animales –especialmente cocodrilos tristes que se abrían paso entre camalotes y en teoría constituían la prueba fehaciente de que en la zona todavía había fauna silvestre-.  A los lados, entre árboles inclinados, sobre pilares, cada tanto aparecían casas rurales de estilo colonial francés. No puedo negar que la lancha de la excursión tenía un profundo parecido con la lancha colectiva que recorría las distintas secciones del Tigre. De hecho sólo había una diferencia: la lancha en su parte posterior tenía un bar que ofrecía, además de bebidas y hamburguesas condimentadas al estilo creole, merchandasing del río Misisipi. La excursión duró varias horas, pero el movimiento de la lancha fue lento, con paradas preestablecidas; calculé que habíamos ascendido por uno de los brazos del Misisipi apenas unos dos kilómetros antes de emprender el regreso por otro brazo. 

Un poco como sucedió con la visita a la casa de Faulkner y con el jazz en las calles, me quedó en la garganta atravesado el sabor del fraude: la visita a un parque temático donde el tiempo íntimo del espectador no se refractaba en ningún punto de la naturaleza, ni podía ser interrumpido por algo excepcional. La última vez en el Tigre recuerdo que a las tres de la mañana, sentado en un muelle, en medio de la quietud, sumido en un promisorio tiempo íntimo, irrumpió un barco con luces de neón negro y bolas de disco y música electrónica. En la noche profunda el barco parecía venir de otra dimensión y estar a punto de esfumarse en un agujero. Las siluetas, a través de los vidrios empañados, eran borrosas, y algunas parecían corresponderse con la de cuerpos derretidos o desinflados. Imaginé que esa nueva nave de los locos podía ir a la deriva durante días y no ser percibida más que a la noche, bajo una luz íntima, como fragmento rebelde de hiper realidad.   

Columna publicada el 08/03/15 en Perfil Cultura.

En vivo

Cuando los escuché en versión acústica, en un pub suburbano de Manchester, pensé que esos dos hermanos cuarentones que habían subido al escenario a tocar un tema invitados por amigos que cumplían años, si componían tres temas como el que zapaban, podían hacer historia. La banda no tenía disco aún, me enteré después, conversando en la barra con uno de los músicos. Pero el tema que habían tocado por primera en vez en vivo había nacido el día anterior, se titulaba The Ship y era el comienzo de un dúo que llamarían Black Rivers.
Asistir a la creación y luego a la emergencia de una banda sucede en casos excepcionales. En general por casualidad, estar en el lugar y en el momento indicado; cuando uno va hacia una banda, ya es tarde, el grupo tiene un público y cierto grado de visibilidad. No supe si con Black Rivers había asistido a una concepción milagrosa. Pero sí a una especie de emergencia originada en una sospecha: The ship  tiene lo mejor de la épica de Tindersticks con algo de rock progresivo y folk celta. Me dispuse a esperar, me suscribí al newsletter del grupo y con el tiempo me olvidé de ellos.
Por uno de esos newsletters, tiempo después, me enteré de que Black Rivers sacaba su primer disco. Me dispuse entonces a escuchar el disco para anticiparme, impulsado por la fantasía de haber descubierto incidentalmente una gran banda aquella noche en Manchester. Al terminar la escucha, entendí que todas las canciones eran un relleno para The Ship, y que no se distinguían del resto de la producción del indie pop británico actual. Esa rara mixtura de folk con rock progresivo que asomaba en The Ship no había sobrevivido, al parecer, a la presión de la industria o a un productor, y el resultado era un primer disco demasiado blando y olvidable, con una gran canción intrusa.     
Intrigado por este resultado mediocre, investigué en internet. Me enteré de que los hermanos que formaban la banda, Jez y Andy Williams, tenían en el rock británico una larga trayectoria al frente de los Doves. Entonces escuché algunos discos de Doves y llegué a la conclusión de que la originalidad de la banda alcanzaba la media de una argentina, y que la única diferencia era que el vocalista ganaba decoro cantando en inglés. Es decir, Doves había sido una formación predecible, como tantas otras, que calcaba las melodías advenedizas de Oasis, Stereophonics y The Verve y, a diferencia de estas, no había conseguido meter un Chart en los UK top cuarenta. Me quedó entonces el interrogante: ¿por qué o cómo Jez y Andy Williams habían llegado a componer The ship? ¿Cómo un tema puede ser tan ajeno a la genética de sus integrantes? ¿Debe una banda juzgarse por su tema mayor, como decía Borges en relación a las obras de los escritores?

Deseé volver a aquella noche en Manchester, acercarme a Jez, el músico de porte elegante y facciones castigadas con el que había hablado, y preguntarle cómo habían logrado cultivar una perla en la mediocridad. Este, de alguna manera, es uno de los grandes misterios que recorren la historia del arte. El estado de gracia que se desploma sobre un hombre, habita a un compositor o a un escritor y se esfuma para siempre, con la misma gratuidad, implantando un recuerdo ajeno que jamás será superado ni borrado.

Columna publicada en Perfil Cultura el 22/02/15