jueves, noviembre 14, 2013

El arte de la fuga

Nunca creí que existieran escritores malditos. Sobran en cambio malvados que simulan alguna desobediencia intelectual pero que viven atados a sus madres y timan a jóvenes que buscan ídolos rebeldes. El caso de T parecía especial. La experiencia lo había conducido a ser un maldito sin pretensiones, sin discípulos, sin prensa, sin gloria. Sin embargo era un mito y quien quisiera encontrarlo podía ir al Queirolo, un bar rancio en pleno centro de Lima. 
Ahí, por comentarios de parroquianos, supe quién era T. Todos lo trataban como a un viejo conocido. Podría decirse que lo respetaban. Él se acodaba en la barra y hablaba con quien se le acercara, pero rechazaba invitaciones a unirse a mesas: “gracias, en la barra estoy cómodo”. Fumaba sin parar y bebía de forma pausada, a cualquier hora del día. Vestía una campera de cuero marrón, musculosa, pantalones negros y unos mocasines gastados y sin medias. Con la punta de un zapato solía rascarse el tobillo de la otra pierna.
Los más jóvenes se le acercaban para hablar de rock. Al principio, receloso, intenté detectar en T alguna clase de impostura. Siempre me divirtió desenmascarar mitómanos maduros que no pueden lidiar con la autoexigencia o las ilusiones juveniles cuando la dura realidad se les impone, y que encuentran en las nuevas generaciones una oportunidad para sentirse genios incomprendidos. Pero en T no había demagogia, ni gestos de grandeza, ni siquiera malicia. Tampoco tentativas de seducción. Hablaba de bandas británicas con pasión. Decía que valía más la pena hablar de Wire o de Boards of Canada que de novedades editoriales; los escritores no ponían en su ficción un décimo del alma que un guitarrista al perderse en el éxtasis de un riff. Desde su punto de vista, lo único que podía salvar a un escritor de su propia egolatría era el acto grupal. Pero una banda de escritores estaba destinada al fracaso. Aunque fueran cinco o diez, el autor era uno. Además los buenos escritores eran ermitaños, o perezosos, o fóbicos, o todo eso junto. “Estamos condenados… A no ser que dejemos de hablar de literatura y hablemos de música. Es la única manera de estar en grupo. ¿Por qué carajo el rock es popular? Porque nos hace hablar, como la droga”.

Entendí por qué T invertía horas en ese bar: vivía ahí como un músico en una sala de ensayo. Estaba dispuesto a tocar con cualquiera. Cuando lo vi por cuarta vez, me acerqué. Había ido al bar sólo para decirle que lo más atractivo de “Lima la fea” era él con sus monólogos sobre rock. Naturalmente me tenía registrado. “Ya sabés que no hablo de literatura”, me dijo. “Ni de mujeres”, lo corregí. “No me gustan las mujeres, niño”. “¿Y las bandas con mujeres?”, respondí. “Depende, ¿cuál?”, la sonrisa desplazó el acto mecánico de fumar. Dejó de rascarse los tobillos. Supuse que yo le había caído bien de entrada. “¿Siouxsie and Banchees?”. “Me gustan”. Hizo una pausa larga y me dirigió los ojos claros y ojerosos. “¿Escribes?” Asentí. “¿Te gusta Burroughs?”. “Mucho menos que Ribeyro”. “Entonces siéntate en esa mesa”, señaló con la uña crecida del dedo índice derecho una zona en penumbra, junto a un espejo, “extraño hablar de literatura”. Y mientras él, para sorpresa de todos los presentes, dejaba su lugar en la barra y se dirigía hacia la mesa, yo salí del bar de un salto y me alejé sin volverme. Había un sol pleno, desconocido para Lima.

- Publicado  el 3 de noviembre, en el Suplemento Cultura de Perfil.