lunes, mayo 30, 2005

Patafísico en el Margot

Los sábados al mediodía, o quizás un poco antes, en la esquina del café Margot, en San Ignacio y Boedo, se arma una pequeña feria en la que se venden fotos antiguas del barrio y libritos artesanales -y no tanto, ya que aparecen entreveradas publicaciones de Tierra Firme- de poetas del tango, del barrio, y en fin, de quien quiera poner su ejemplar a la venta. Traspapelado entre esos libros de autor, a un precio inconcebible -¡cuatro pesos!- apareció -podriamos hablar de una manifestación alucinógena- una novela de Alfred Jarry, El supermacho. Inmediatamente acaparé el ejemplar: Stilman editores, Buenos Aires, 1979. Traducción de Juana Bignozzi. Estudio preliminar de Jaime Rest. Bien... Jarry hipnotiza y conmueve al lector con la patética aventura de este supermacho devorado por el espíritu, màs que por la carne.......................................

domingo, mayo 29, 2005

Secador

A. me cuenta que en Estados Unidos, entre las instrucciones visibles de los micro-ondas, figura la siguiente leyenda: no secar a su gato en el interior.

Según ella sólo a un yanqui se le puede ocurrir tal cosa. Es que años atrás un hombre metió a su mascota en el hornito tras bañarla, y ésta estalló -literalmente- en interior del aparato...

jueves, mayo 26, 2005

La pérdida

Ibarra no cuida la vida de nuestros más geniales escritores (ver la carta al final de los comments) ni la de sus familias.
Si bien Ibarra quiere consolar a los damnificados más jóvenes con el Fondo de Cultura BA, es lógico esperar indemnizaciones mayores, no de parte de dueños irresponsables por excelencia -no faltan los que ceban a la bestia y luego la abandonan cuando se van de vaciones a Mar del Plata (ver La experiencia de la vida de Leónidas Lamborghini)-, si no de parte de un gobierno inoperante que ha acercado al transeunte a la experiencia traumática del terror superificial y cotidiano. El daño es irreparable -Piglia dixit-. Ya no se puede caminar por Buenos Aires distraído, no se puede dormir en paz... Dentro del poco el perro del vecino se descolgará de una medianera, invadirá nuestro esparcimiento fornicatorio -descontamos que hacen lo propio con las mujeres de sus amos, si no ver el drama de Castellanos en Miles de años, de J.J. Becerra -, y nos desmnuzará como a muñecos de algodón para ocupar nuestro lugar en la escena.
¿Podrá Ibarra y su selección de inútiles reparar esta pérdida imperceptible de la libertad?

Una razón

Departamento I

El hombre tiene el cuerpo enrulado y negro como la tinta; se diría como un perro de lanas erecto sobre sus patas traseras, y su rostro, a pesar de ser humano, se parece a la cara de un perro. Los brazos son largos, casi de hombre, y no cortos como las patas del perro de lanas. No consigue mantenerse perfectamente derecho y esto vuelve su apariencia todavía más voluptuosa; el pene negro, si bien sobresale en medio de la ingle salvaje, no está todavía obscenamente erecto. La mujer, casi desnuda bajo el vestido de encaje rosa, no puede hacer otra cosa que acercarse con cierta admiración, tratando de formar con él una figura más bien viciosa. Bailan; la cabeza del perro de lanas sobrepasa su cabeza rubia, que la lenta melodía sincopada dobla como si fuera una lechuga marchita sobre el pecho ornado de manchitas de vello blanco.
Es una habitación sin pretensiones, moderna: un tocadiscos, un carrito con vasos de whisky, en el sillón una muñeca de trapo vestida de española, por la ventana se ve un paisaje de bajos rascacielos grises. Bailan: la mujer se ha levantado el vestido pero, como en las películas para familias solas, el pudor no le permite todavía quitarse el corpiño y la bombacha. Él está totalmente absorbido por el baile; la lengua le cuelga de la boca, pero en cuanto al resto es imposible atribuir la expresión definida a la cara de un perro.

J.R Wilcock
(de El estetoscopio de los solitarios, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1999, Trad.: Guillermo Piro)

miércoles, mayo 25, 2005

Una ama de casa

A la buena cena y caminata que el lunes compartí con Cecilia y Germán, y a la felicidad histriónica de ver en flor el primer capullo de mi rosa china, a la mañana siguiente se opuso el temido flagelo. Los ladridos no amainaron, y a riesgo de incurrir en el hábito de meterme tapones en los oídos, tomé la Causa en mis manos. De pronto, poseido por mis lecturas abusivas de La carne de René, pensé que la situación era tan intolerable que la carnalidad de esas criaturas capaces de ladrar hasta el degüello, tomaba dimensiones metafísicas peligrosas. La flor de la rosa china no podía convivir con los ladridos: el estorbo sonoro impedía una simultaneidad entre el ojo y la talla de su objeto. Me puse las pantuflas y el jogging y a las nueve de la mañana me aventuré al PH del frente. Rastreé y olfateé. Ahí estaba el origen del quartz sonoro. Presionè el timbre varias veces. Después de un rato, una vecina obesa, que rimaba muy bien con su animalito de cejas canosas y pelaje vacuno, se asomó aterrada a la ventana. Lucía descompensada: pàrpados morados, sudor, escapulario en el pecho rosado, lamporones en los codos y en las rodillas. Enseguida me recordó a un personaje de Felisberto Hernández en La casa inundada. Me habló de lo que ocurría arriba, del naufragio. Gente que caminaba, acababan de demoler un techo sobre su techo. En fin... Me hizo pasar y me convenció de que los ladridos venían del cielo. Una mujer fantasmal habitaba la planta superior y durante años se había obstinado en crear filtraciones que habían malogrado el palacio que su marido se había esforzado durante años en remendar, para que las costuras del paraìso no se rocen con las del purgatorio. Para peor los perros "negros" de arriba -también enanos, de patas cortas y cabezas descomunales- amedrentaban a sus angelicales mascotas: Pitu y Ramona. Imperceptiblemente se columpió en el vocablo "negros" y pasó a hablar de los cartoneros: otro elemento fantasmal en su vida. Hacía tiempo que no transponía el umbral de su propia casa; el peligro que se erguía afuera -y arriba, ya que presentía que el balcón de la vecina en cualquier momento se caería- la atormentaba. A esa altura mi resignación era infinita, y empecé a preparar los pasos de la huida para volver a la catrera después de haber experimentado la condición fallida de la aventura.

Plagio

A ningún operario de Ole-Clarín se le habría ocurrido si no leyera el afamado blog.
Después de este comentario y este otro, tan superiores a este otro en el que predomina la profesionalidad de un crítico/censor desconcertado por un cine que rehuye a las clasificaciones, hoy habrá para conejillo y conejilla Ronda nocturna en el Gaumont.

lunes, mayo 23, 2005

Ladran, Sancho

Tengo entendido que en Buenos Aires hay demasiados perros, demasiados hombres con perros, demasiados amos con miedo, demasiada inseguridad. La mayoría los tiene como guardianes y encarnan en ellos el peor atributo del mediocre: ladrar. Suponen que esas bestias lamedoras podrán protegerlos de algo. En el horario más fecundo del sueño, es decir, el que va de las nueve de la mañana a la una del mediodía, el coro canino encapota la atmósfera y rompe la concentración de quien duerme. A la hora de adoptar un perro, el vecino de barrio no calcula los daños colaterales y el incremento de su presupuesto alimenticio. Para peor se deja seducir por la apariencia de un cachorro que luego crecerá, comerá y en la vereda pública cagará tortas esquizoides -que el vecino desde luego no recogerá-, y terminará olvidado en un patio o en una terraza en la que de por vida deberá hacer sus necesidades. Estimo justo que quién desee adoptar un perro pase por un examen previo: deberá demostrar que su deseo canino no es una perversión pasajera. Allí el inspector de turno intentará convencer al ciudadano del perjuicio que generan los perros en la ciudad. Le dirá que la belleza del perro se despliega en la intemperie del campo, que los hijos pequeños crecen física y mentalmente y luego olvidan a la retardada mascota, que en la ruidosa urbe se transforma en un accesorio de la escoria burguesa. Entonces, si el interesado persiste, el inspector le referirá las ventajas de tener gatos, esos sabios bebes del aire, y extraerá de bajo la mesa un catálogo fabuloso con posturas felinas, saltos, y activará una grabación exquisita con todo tipo de maullidos y ronroneos.
No más perros en Buenos Aires es mi lema. El crecimiento demográfico de canes supera su tasa de mortalidad y la situación, señor Ibarra, es INSOSTENIBLE. La mañana barrial está atravesada por todo tipo de ruidos indeseados. A esta altura es necesario un chip para controlar el abuso de ladridos e imponer jugosas multas -yo sé que esto le interesa, Ibarra- a los amos que no controlen los alaridos de su bestia interior.
También es inminente imponer una onerosa licencia a los amos impulsivos. Citar e imponer multas a quienes no puedan justificar su deseo canino. Sólo las ancianas viudas tienen derecho a usufructuar el corazón desfigurado de esas bestias. El arrojo de los amos en Buenos Aires es gratuito e irresponsable. Los pobres animales olvidados por sus amos ladran desde sus terrazas carcelarias durante horas, a fin de comunicarse con el resto del género presidiario. Cada barrio tiene su presidio canino; a principios del siglo XXI esta es la esencia lúgubre de los barrios porteños de casas bajas, por si algún visitante extranjero quiere saberlo. El mero hecho de ladrar y no maullar vuelve odiosos e indiscretos a estos animales sin encanto, estos troncos de la naturaleza. He aquí la solución pasajera que puede proveernos la avanzada ciencia: que los perros maullen. O que por lo menos dejen de ladran. Quién los entiende...

viernes, mayo 20, 2005

(.:.)

Serenidad, escasez estatuaria.


Hui Xian Tong

Buenos Aires, Líbano

Cocinando hoy al mediodía, descubro en el reverso del paquete de trigo burgol, una etiqueta que versa:

Trigo Burgol Grueso
Marca: Awada. Origen: Líbano.
Procedencia: Líbano.
Importador: Baraca S.A

La información sigue, como si el Burgol Grueso fuera la carne póstuma de un individuo.
Lo curioso es que la etiqueta, durante un instante ínfimo, me traslada a otro universo, sueño con el Líbano, y en otro instante ínfimo que se desprende del anterior, noto que el Líbano imaginado coincide con el que el poeta argentino Gianni Siccardi (1933-2004) expone en un poema que durante tiempo releí, consideré luego perdido, hasta que desembalando las cajas de la mudanza recuperé el libro que lo contiene. Acá este rara avis, este tesoro único pero transferible.


La bella del Líbano

Ella es más hermosa
que los recuerdos
que entornan deliciosamente los párpados
de las mujeres del Líbano
que el aire que azota levemente las palabras
de las mujeres del Líbano
que el desatino y la furia
que derrama por el día
la gracia de las mujeres del Líbano.

Ella es más hermosa
que el espectáculo de las calles
abarrotadas de espaldas
por la máquina de la oración en el Líbano
que los saltos aterciopelados de los gatos
en las noches lujosas del Líbano
que las rutas sacrílegas
que atraviesan los ojos
de los imposibles rufianes del Líbano

Ella es más hermosa
que la mirada solitaria
de los que dan de comer a los pájaros
en los parques del Líbano
que la unción de los vagabundos
encargados de escuchar la noche en el Líbano
que los pensamientos últimos de los suicidas
en los puentes que cabalgan
sobre el Litani en el Líbano.

Ella es más hermosa
que las miríadas de soles que se encienden
en las medallas cuidadosamente lustradas
en el pecho de los generales del Líbano
que el lento estiércol
de los sonoros caballos militares
en la insolación de los días de desfile del Líbano
que los límpidos bombardeos
y las turbias conferencias de paz en el Líbano

Ella es más hermosa
que la luminosa fantasía de los falsos adivinos
y los verdaderos profetas del Líbano
que la borra del café
que dibuja los caminos del futuro en el Líbano
que la ciencia del porvenir
que corre por los oscuros canales del tiempo
tan vertiginosamente en el Líbano.

Ella es más hermosa
que los lazos de sangre que unen
la humedad, la tortura y los sueños
en las corruptas, hediondas prisiones del Líbano
que el viento que bate
el árbol de los recuerdos indelebles
de los condenados a muerte del Líbano
que el llanto de Dios
que humedece los cabellos
de las víctimas inocentes del Líbano.

Ella es más hermosa
que la alegría eterna
y las penas violentas
de los jóvenes enamorados del Líbano
que la luz de plata y seda
que sube hacia el cielo
cuando el amante entierra el cuchillo
en el pecho del amante
en los pobres hoteles del Líbano
que la emoción desnuda de los encuentros furtivos
los besos en la garganta
las citas secretas
las cartas inesperadas
los viajes de regreso
que galvanizan los destinos
de los hombres y las mujeres del Líbano.


Gianni Siccardi,

Ella y otros poemas (1999, Ediciones Ultimo Reino).

lunes, mayo 16, 2005

Honor obliga

Cuando Mr Brauer me informó en un cálido mail que en la Ñ de este sábado (por el pasado) llegarían noticias frescas de Gustavo Garzón, empecé afilar mis cuchillitos. Hace tiempo me faltan ideas para el blog, y ésta era una ocasión imperdible para sumar un post coqueto entre mis alicaidas conejilladas. Para mi sorpresa, me encontré con una nota inteligible y además inteligente. Pensé entonces que desde su impresentable novela Noviembre, para cuya publicación Gustavo debió guitarrear más de la cuenta y pedalear como un negro en el taller de corte y confección del escolástico Pedro Abelardo, Garzón había experimentado una evolución notoria, y que era algo injusto no reconocerlo públicamente. La reciente nota, que no está disponible on line, nos muestra en toda su plenitud a un escritor que por fin, después de rondar tanto el tema de la inmadurez, se topa con la sombra de su propia madurez al abrir -o congelar- en la garganta del campo literario el problema cuasi nietzscheano de la mala conciencia.

jueves, mayo 12, 2005

Onanismo profesional

Ahora las perspectivas que ofrecía el día, el ruido que llegaba de calles cercanas, justificaban sus ilusiones. Caminaba observando el asfalto y veía a lo lejos contornos borrosos. Una figura humana se acercaba. Se preparó... Era una mujer miope, hinchada, de pechos vibrantres como si llevara gatos remolones dentro del corpiño. Vestìa una remera desteñida y una pollera floreada que dejaba a la vista zapatillas deportivas y tobillos amoratados, sin calcetines. Empujaba un changuito y mecía la cabeza, como asintiendo, los ojos semiabiertos entre el pompón de las orejas. Severino calculó y ajustó en su imaginación el movimiento de la mano izquierda. Luego acercó la mano al sobretodo y mientras se lo desabrochaba apreció el contorno redondeado de cada botón. Aminoró el paso, introdujo la mano entre los bordes del sobretodo ya desprendido, y la acomodó puntillosamente en el vértice de las piernas. Observó el gesto orgulloso de la mujer; arrastraba un changuito vacío cuyas ruiedas repetían contra el suelo un sonido esclerótico de mar y acantilados. Cuando la tuvo cerca le chistó. La mujer volvió la cabeza y de inmediato Severino abrió su sobretodo, extendió hacia ella la mirada plena de ansiedad e incomprensión ante el mundo y ante la posesión misteriosa de un cuerpo. En la cara de la mujer se recortó un gesto lacio de incertidumbre. De inmediato, ante el descubrimiento del pito expuesto como una presa de caza sobre la mano del malviviente, masticó un gritó. Èl sintió una plenitud férrea, desde hacía días pospuesta, que exacerbaba su cuerpo, la presencia soslayada, la parte ausente. La observó con màs saña y soltó el sexo para llevar ràpido la mano hacia la manga de su brazo manco y descubrir el extremo que formaba una suerte de ombligo invertido. La mujer emitió una exclamación ahogada, de animal malherido, y el changuito rebotó contra el cordón de la vereda. Severino sintió de nuevo una plenitud excesiva, cerró los ojos, meneó con su única mano, y una corriente abrigadora de sensaciones le recorrió el cuerpo ahora comprimido por una capa intolerable de deseos suficientes. La mujer ya había recogido su changuito y se había retirado sin volver la cabeza.

martes, mayo 10, 2005

Ferreteando

Entre los albures pigliescos de mi nuevo barrio, está el siguiente: sin darme cuenta, de tanto a acudir a ferreterías, terminé volviéndome un entomólogo de esas criaturas que detrás del mostrador, entre miles de cajoncitos, extraen siempre el clavo justo, previo desciframiento de mi dialecto joven en las cuestiones técnicas de la casa. Súbitamente, he descubierto que necesito invertir a diario una pequeña suma de dinero en la ferretería y estar en contacto con algunos de esos dependientes -aunque en generales son los mismos dueños los que atienden- tan extraños e impredecibles. Estimo que no sienten a las herramientas como objetos, y cada cosa, cada clavo, es un resto ingrato. Quiero decir, todo lo que los rodea es materia inanimada, y ninguna suma subjetiva que no sea la que el cliente en cuestión pone en acto con su pequeño deseo doméstico, humaniza lo que los rodea. Ergo, una ferretería es una especie de cementerio en miniatura -¡eso es universo en miniatura, Piglia, no es necesario remedar a Borges!-. Y en un ferretero, al igual que un sepulturero, es una variante del monstruo.
Desde luego, para sostener mi deseo pequeño burgués y sentir esa insignificante plenitud que implica pedir tarugos de seis, tirafondo, removedor, viruta, lija de tela para metal, una mecha de cinco para pared, tornillos planos, tinta color cedro, tiner, me he armado un itinerario, y así como algunos escritores cambian de café según los días, yo cambio de ferretería. Tengo por lo menos seis ferreterías que pueden satisfacer mis demandas y mi curiosidad, y que roto según antojos? Los que atienden en general tardan en entrar en confianza, y a veces, tímidamente, cuando no entienden lo que pido, preguntan qué es lo que ?necesito hacer?. Naturalmente, tengo preferencias, y eso varia según la arquitectura del local (la de Independencia entre Boedo y Colombres es la ferretería soñada, amplia, con techos altos, remotísima luz de neón, mostrador rústico, y una indescriptible esencia de metales que parecen extraídos de la Historia) o las características de quién atiende: en una un joven muy pero muy calvo y amargo, ojeroso, casi no habla, como si el timbre de la voz también se le hubiera pelado; en otra, un poco abusivo en sus precios, un hombre de Teherán, que sonríe a lo persa y habla un perfecto castellano técnico y siempre intenta referirme algo de su vida, atiende en Boedo y Agrelo y es mi preferido, aunque a veces se le va la mano cuando, para compensar el beneficio transparente del diálogo, redondea las sumas para arriba y encima, como alguna vez le comenté que mi primera novela trascurre en Turquía y varios personajes son iraníes trastornados/exiliados tras la caída del Shah Pahlevi, me exige que le regale un ejemplar para él y otro para su mujer...

domingo, mayo 08, 2005

Dos

Un lenguaje contemporáneo en el que la fracción temporal -la temporalidad siempre es tiempo intrínseco, secuenciado en superficies cúbicas- pueda sostener el gramaje interminable de la elipsis. A partir de ahí, el engranaje -los gajos- de una novela cuyos capítulos flotarán sin tocarse.

Pío pío

¿Emulo de Arlt? Lector de Macedonio. Ojala... Acá ni siquiera hay una pizca de Onetti.
Imposible lograr una prosa tan afectada y solemne... Piglia ha devenido en un mal sosías de Borges, y en esta mañosa alegoría sobre "el lector" queda en evidencia su anacrónica servidumbre modernista. Si a mi me mostraran este texto sin firma, enseguida pensaría que fue escrito por un joven entusiasta que, eclipsado por la influencia de Borges, trata de escribir "bellamente", y copia los giros, el repertorio de imágenes prestigiosas y en definitiva el cosmos del primer escritor argentino del siglo XX.

jueves, mayo 05, 2005

El jugador oficial

Todo un crapula... El oficial mayor de la Curaduría de Alienados de la Procuración -¡qué membrete, cómo no volverse jugador empedernido!-, durante quince meses extrajo de las cuentas de los desprotegidos alienados un total de casi 600 mil pesos. Viajaba hasta cuatro veces por semana para patinársela en los dados y en el punto y banca -y probablemente en sus arranques de desazón encalcetinar algún patín con rubores-, en nuestro recoleto casino flotante. "Ese dinero no lo disfruté. Lo sufrí", confesó el increible Fortuny. La nota acá.

miércoles, mayo 04, 2005

Condición

Componer una novela a partir de lo que sucede dentro del ojo de una mujer. Utilizar la estructura episódica. Apelar a un lenguaje "inconsciente": ese lazo tenue entre el que escribe y lo que se inscribe en la escritura podría permitir que la narración imponga la elipsis como hilo del relato. Una novela en la cual sea la amnesia del relato y no su desarrollo lineal la memoria épica de los hechos.

Lo que mora en el ojo, en el fondo, puede ser lo real si esa nada fragmentaria se dispone como una totalidad secuenciada: una totalidad extraida de la retina.

Ideal: que esa totalidad no se revele como una alucinación característica del uso del indirecto libre, sino como una condición de lo real. En definitiva, se trataría de aspirar a un objetivismo transformista en el que las cosas se animan o sexualizan, pero nunca invaden: suceden en la realidad, no en la percepción.

lunes, mayo 02, 2005

Oh!!!

Oh... Las novedades policiales más excéntricas están el portal de yahoo. Siempre bordeando un fantaseo ominoso que suelta brillos literarios -como la noticia ficticia del perro arrojado al foso de los leones que aparece en las primera página de Miles de años-, las crónicas de yahoo no hacen hincapié en la calidad del delito, si no en la excentricidad de quien delinque. Un ventrílocuo se hace pasar su madre. Un mudo en ciclomotor traslada una carga envidiable junto a su hijo manco.

Limbo

Kurupi podría tener en manos una novela punk... Una de esas novelas ideales que nunca se escriben porque la vida de los otros nos deslumbra demasiado... Casi tanto como la del fotógrafo Caco, que Piro visitó y que al cervecero calvo, enconcertado en el desesperado celibato de su voz, no le vendría mal frecuentar para tensar en el vocheurismo la fragancia de un hábito por venir.