martes, marzo 27, 2012

Formas públicas de esperar

Cuando cumplí once años me regalaron una responsabilidad de la que casi nunca, en adelante, hasta la llegada de los cajeros automáticos, pude zafar. Me encargaron pagar los servicios públicos a la mañana, antes de ir a la escuela. Finalizaba la década del ochenta. La luz o el agua se pagaban en el Banco Ciudad. Me llevaba una historieta y pasaba un par de horas al sol, avanzando de a milímetros hasta acceder al interior del banco, aunque casi siempre las probabilidades de cumplir el trámite a tiempo eran de una sobre tres. El acceso a menudo requería varias tentativas en días sucesivos. Pagar la luz cerca del día del vencimiento podía demandar cinco días de estoicismo matutino. (Sigue en Perfil Cultura)

Los cuentos siniestros

Los relatos de Kobo Abe exceden cualquier tipo de narración clásica, vanguardista o de género. Se imponen por un imaginario que no es siniestro pero sí excepcional y tan extraño como las tribulaciones de Akutagawa o las pesadillas de Kafka. Cierta literatura heterodoxa está destinada a sortear el paso del tiempo, no porque no contenga rasgos de época, sino porque se apropia de una moral social –en este caso una afección ritual propia de extremo oriente– y la tritura al volver universal la relación entre el hombre y el mal. Allí las miserias personales y los temores pequeño burgueses, tal como en los relatos “El pánico” y “La muerte ajena”, se vuelven atributos de la supervivencia. La familia, un reino sanguinario. El matrimonio, un capricho para “despojar a la mujer de la posibilidad de ser otra”. Y la inventiva de un escritor como Abe, una herramienta ideal para organizar todos estos elementos en un universo narrativo que incluso en sus más desopilantes pasajes es verosímil, como cuando en el desenlace del cuento “El perro”, gracias a una carta que introduce el narrador, tomamos conocimiento de la competencia ardua del protagonista con el perro parlante de su esposa. (Sigue en Inrockuptibles)

miércoles, marzo 14, 2012

Corea desde la ventana

Desde la ventana de mi habitación en un barrio de Seúl, se observan varias casas separadas por jardines cubiertos de nieve. Es una zona baja, algo inusual para una gran ciudad asiática, sobre la ladera de una de las tantas montañas que le imprimen a la ciudad una topografía abrupta, como si varios pueblos hubieran quedado incrustados entre montañas, comunicados por autopistas, subtes y túneles. El detalle no tendría ninguna importancia si no fuera porque detrás de la cuidada valla de bambúes que veo a diario hay una mansión vigilada por cámaras que cubren todo el perímetro de la propiedad, y guardias con sobretodos negros que se turnan día y noche en el jardín y las calles aledañas. Cada vez que salgo o vuelvo, escucho del otro lado una réplica de pasos que me transforma de inmediato en sospechoso. (sigue en Cultura del diario Perfil...)

Treinta dólares

Un reciente cuento, publicado en el Suplemento Verano 12, de Página 12.