lunes, diciembre 23, 2013

Futuro prefabricado

Todavía todo huele a conquista en el Mar de Cortés. A pocos kilómetros de Loreto, antigua capital de las Bajas Californias transformada en atracción turística, alguna empresa norteamericana planeó un pueblo próspero, un pedazo de Norteamérica incrustado en México. Con V no habríamos llegado si no fuera por un intercambio de casas. Se trata de una especie de barrio cerrado con una arquitectura que mixtura elementos mediterráneos, materiales áridos del desierto y rusticidad hispánica. Norteamericanos rubios y lustrosos transitan montados en carros de golf calles prósperas. Parece un barrio temático. Si no estuviera construido con materiales semi nobles, Nopoló podría aspirar a entrar en ese museo de la imitación y la miseria que es Las Vegas. Pareciera acá que la imitación de viejos estilos pudiera generar, a la larga, un nuevo estilo y borrar sus referentes. Imagino una situación hipotética, un malentendido posible: Nopoló en millones de años, único resto urbano en la tierra, bajo la lupa de alienígenas. Me pregunto si la considerarían un resto original de la civilización y si encontrarían una clave arqueológica para reponer el pasado del hombre.
Sin necesidad de viajar al futuro y especular con alienígenas, este barrio junto al mar podría ser un refugio postapocalíptico, como lo fueron en otra época los shoppings. Un sitio al que vino a parar el remanente del género humano. La actitud de los norteamericanos cuadra perfectamente con la de sobrevivientes ajenos a la extinción, ensimismados en su propio bienestar. El interior de la casa que nos tocó en suerte es frío, de muebles faraónicos, cargado de electrodomésticos inmanejables, como un lavavajilla. 
Y así como en Nopoló abundan nuevos ricos que quieren acceder a un buen gusto prefabricado, a la historia, a lo que suponen de noble o personal en lo antiguo, unos treinta kilómetros al norte, en la Bahía de Concepción,  con V terminamos de metabolizar una sensación: Baja California apareja un choque cultural. Esta parte escindida México simplemente es el escenario para que la white trash de EEUU se oree. Las playas más agrestes fueron colonizadas por moterhomes en las que mensualmente miles de norteamericanos cruzan la frontera, en busca de vacaciones baratas, pesca, servidumbre, tierra regalada y exotismo controlado. Hay constelaciones de moteles que huelen a soledad degradada, a invasión y estancamiento. No hay personajes dementes con anécdotas, sino un gran personaje hermético, apegado a sus costumbres y a su idioma, “el gringo”, un molde en el que en mayor o menor medida caben todos.

El sargento, kilómetros al sur, es la segunda posta en nuestro intercambio. Resulta ser un asentamiento al borde de una ruta pero a metros del Mar de Cortés, con más white trash reunida en bares que ofrecen hamburguesas y ring onions mientras televisan fútbol americano. Apenas investigamos la casa que nos dieron, notamos que el dueño, un tal Jack, dormía un machete junto a la cama. Las paredes están tapizadas por fotos que muestran a Jack en distintas escenas de pesca deportiva.  La casa es fantasmal. Sin marcas. Como si fuera el hábitat de un hombre abandonado. O una casa que fue enterrada porque algo terrible ocurrió entre sus muros. Las camionetas que circulan con música ranchera a alto volumen acentúan la impresión de que una trama hitchcokiana está por estallar. 

- Publicado en Perfil Cultura el 1 de diciembre.  

domingo, diciembre 22, 2013

Apuntes sobre la solemnidad

Durante muchos años soñé con regresar a Cuba. Soñé recurrentemente con la vuelta a una isla que, a los diecinueve años, dividió mi juventud o representó una entrada ficticia en la madurez. Instantáneas anacrónicas de La Habana me devolvían sensaciones de un joven artista recorriendo un planeta extraño antes de explorar el mundo propio. Lo cierto es que con el tiempo ese planeta se reabsorbió en mi interior y ahí permaneció, incrustado como una perla.
En los sueños el lugar de la felicidad se me representaba como un escondite precario junto al mar del Caribe. Diecisiete años después, volví al supuesto paisaje en el que había renunciado a la inocencia. No reconocí mí Habana, aunque paradójicamente nada había cambiado. Yo era otro caminando por el mismo páramo fósil: como si hubiera tardado todos esos años en transitar una cinta de Moebius que comunicaba dos caras de mi identidad. El tesoro de la juventud estaba perdido, aunque aquel planeta extraño fuera el mismo.
En otra ciudad, Oaxaca, encontré traspapelado al joven que había perdido la inocencia a los diecinueve años. Descubrí, gracias a un sueño, que caminar en Oaxaca a los treinta y seis años replicaba la sensación de caminar por las calles de La Habana a los diecinueve. En este sueño el lugar era el paraíso prometido. Reconocía el territorio secreto junto al mar en el que había sido feliz –ser feliz consistía en descubrir y aceptar los matices del sufrimiento-. Cuba no aparecía como un lugar antiguo o pasado, sino como otro mundo con la fachada de Oaxaca.
Tal vez durante mucho tiempo Oaxaca quede ligada a eso: un lugar inesperado en el que se encarnó un lugar mítico. Me pregunto por qué. Hago memoria. Simplemente  estoy participando de la Feria del libro que se organiza cada año, en noviembre. Las actividades de la feria consisten en mesas y presentaciones de libros.  Invitados que rotan. Amistades. Mezcales polimorfos. Homenajes. Cenas pantagruélicas. Hay un programa de visitas a escuelas, donde cada escritor dialoga con jóvenes estudiantes y habla de sus libros. Estos alumnos de trece o catorce  años, azuzados por sus profesores, han leído ya algo del autor que los visita. Esperan el encuentro con timidez, formando un círculo. Todos los ojos se mantienen fijos en mí con una curiosidad reverencial, como si en esa escuela yo hubiera introducido otro mundo. Cuando el primero de los alumnos habla y pregunta cómo escribir un libro, la curiosidad de los demás se acopla en interrogantes de toda clase. Escribir, entonces, se revela como lo más parecido al arte de hacer magia. El entorno rural y la suave línea de las sierras en el horizonte que entra a través de los ventanales, permean el aula de un clima onírico.

Con motivo de la feria se organizó también una actividad estrambótica. Un partido de básquet de escritores contra niños triquis, conocidos en todo México por provenir de una comunidad indígena oaxaqueña, y por haber formado un equipo de básquet juvenil competitivo a nivel internacional. Un equipo de escritores percudidos por la edad, el mezcal, el sedentarismo, enfrentó a un racimo de niños de ocho años que parecían disfrazados bajo sus remeras y shorts rojos y blancos. El evento fue tan popular que se celebró en un estadio con mil personas. Los niños triquis golearon a escritores que en la cancha exhibieron una cara oculta y fascinante, el lado bufonesco que en el fondo aísla la solemnidad literaria del ridículo.

- Publicado en Cultura Perfil el 17 de noviembre. 

jueves, noviembre 14, 2013

El arte de la fuga

Nunca creí que existieran escritores malditos. Sobran en cambio malvados que simulan alguna desobediencia intelectual pero que viven atados a sus madres y timan a jóvenes que buscan ídolos rebeldes. El caso de T parecía especial. La experiencia lo había conducido a ser un maldito sin pretensiones, sin discípulos, sin prensa, sin gloria. Sin embargo era un mito y quien quisiera encontrarlo podía ir al Queirolo, un bar rancio en pleno centro de Lima. 
Ahí, por comentarios de parroquianos, supe quién era T. Todos lo trataban como a un viejo conocido. Podría decirse que lo respetaban. Él se acodaba en la barra y hablaba con quien se le acercara, pero rechazaba invitaciones a unirse a mesas: “gracias, en la barra estoy cómodo”. Fumaba sin parar y bebía de forma pausada, a cualquier hora del día. Vestía una campera de cuero marrón, musculosa, pantalones negros y unos mocasines gastados y sin medias. Con la punta de un zapato solía rascarse el tobillo de la otra pierna.
Los más jóvenes se le acercaban para hablar de rock. Al principio, receloso, intenté detectar en T alguna clase de impostura. Siempre me divirtió desenmascarar mitómanos maduros que no pueden lidiar con la autoexigencia o las ilusiones juveniles cuando la dura realidad se les impone, y que encuentran en las nuevas generaciones una oportunidad para sentirse genios incomprendidos. Pero en T no había demagogia, ni gestos de grandeza, ni siquiera malicia. Tampoco tentativas de seducción. Hablaba de bandas británicas con pasión. Decía que valía más la pena hablar de Wire o de Boards of Canada que de novedades editoriales; los escritores no ponían en su ficción un décimo del alma que un guitarrista al perderse en el éxtasis de un riff. Desde su punto de vista, lo único que podía salvar a un escritor de su propia egolatría era el acto grupal. Pero una banda de escritores estaba destinada al fracaso. Aunque fueran cinco o diez, el autor era uno. Además los buenos escritores eran ermitaños, o perezosos, o fóbicos, o todo eso junto. “Estamos condenados… A no ser que dejemos de hablar de literatura y hablemos de música. Es la única manera de estar en grupo. ¿Por qué carajo el rock es popular? Porque nos hace hablar, como la droga”.

Entendí por qué T invertía horas en ese bar: vivía ahí como un músico en una sala de ensayo. Estaba dispuesto a tocar con cualquiera. Cuando lo vi por cuarta vez, me acerqué. Había ido al bar sólo para decirle que lo más atractivo de “Lima la fea” era él con sus monólogos sobre rock. Naturalmente me tenía registrado. “Ya sabés que no hablo de literatura”, me dijo. “Ni de mujeres”, lo corregí. “No me gustan las mujeres, niño”. “¿Y las bandas con mujeres?”, respondí. “Depende, ¿cuál?”, la sonrisa desplazó el acto mecánico de fumar. Dejó de rascarse los tobillos. Supuse que yo le había caído bien de entrada. “¿Siouxsie and Banchees?”. “Me gustan”. Hizo una pausa larga y me dirigió los ojos claros y ojerosos. “¿Escribes?” Asentí. “¿Te gusta Burroughs?”. “Mucho menos que Ribeyro”. “Entonces siéntate en esa mesa”, señaló con la uña crecida del dedo índice derecho una zona en penumbra, junto a un espejo, “extraño hablar de literatura”. Y mientras él, para sorpresa de todos los presentes, dejaba su lugar en la barra y se dirigía hacia la mesa, yo salí del bar de un salto y me alejé sin volverme. Había un sol pleno, desconocido para Lima.

- Publicado  el 3 de noviembre, en el Suplemento Cultura de Perfil. 

domingo, octubre 27, 2013

La ciudad luminosa

Entre las muchas fantasías que uno tiene al viajar Montevideo, está la de hurgar pilas de libros en Tristan Narvaja o en puestos callejeros de la peatonal Sarandi y descubrir piezas perdidas, incunables sin candidatos. Un poco imitando el procedimiento del narrador de La novela luminosa, que rompía su cerco de sedentarismo y encontraba en puestos callejeros o librerías de usados ejemplares incomprendidos de toda especie, uno viaja a Uruguay con la expectativa del milagro. Sigue siendo un territorio donde el pasado puede en cualquier momento cruzarse en el camino. Levrero no era inmune a los milagros cotidianos y en el diario de La novela luminosa refiere cada una de estas manifestaciones de un modo lacónico.
En la peatonal Sarandí protagonicé un episodio que narrado adecuadamente podría ser levreriano. Husmeaba un puesto y otro y otro, insatisfecho. No me topaba con el milagro, ni siquiera ampliando mi búsqueda al mundo de los vinilos. Hasta que en una esquina, sobre un tablón sostenido por caballetes, se encarnaron de una vez todos los milagros. El que atendía era un flaco de ojos claros, curtido por el sol, que tenía en la mirada restos de experiencias nobles y hedonistas. Suelo confiar en ese tipo de personas. Pero más que el vendedor, en un primer momento me atrajo un ejemplar expuesto en primera fila. El síndrome de Rasputín, de Ricardo Romero. Me sorprendió encontrar la novela de un amigo bajo el sol amable de otra ciudad. El ejemplar parecía usado y los grises de la tapa, brillantes y llenos en mi edición, estaban opacos y la ilustración carecía de calidad, como si el libro hubiera pasado por muchas manos o fuera pirata. Le pregunté al vendedor de dónde había sacado ese libro, a lo que él respondió preguntándome si yo era el autor. Me alcé de hombros, desconcertado. Entonces me dijo que el día anterior un hombre alto le había preguntado lo mismo al ver Una novela china, de César Aira. Él le había contestado que desconocía el origen del libro, pero que era de un autor argentino desquiciado. El hombre alto le reveló entonces que ese libro estaba agotado y que él era César Aira.
Además de libros de Octavio Paz, José Saramago, Julio Cortázar, Marosa Di Giorgio, había en un rincón tres primeras ediciones. El grafógrafo y El retrato de Zoe, ambos de Salvador Elizondo, y Así en la guerra como en la paz, de Cabrera Infante. Después de hojearlos, elegí el primero y el último y dejé afuera al único de los tres libros que no había leído. Elizondo es un caso paradigmático de cómo la vanguardia, con toda su afectación, se transforma en reaccionaria con el paso del tiempo. El sesgo experimental de El grafógrafo trasunta un encantador clasicismo. En su inclinación libresca y en su solemnidad levemente borgeana, transmite algo añoso y a la vez inimitable. Su originalidad está intacta. Fue todo lo brillante y fino que debía ser un escritor Latinoamericano en el siglo XX para descollar. Caso distinto es el de Cabrera Infante, que no deja de ser un contemporáneo nato y un escritor cuya patria pasó a ser, en el exilio, una ciudad del pasado.
Consumada la compra, el librero me dijo que para mi próxima visita a Montevideo esperaba tener una librería. Desde hacía años quería abrir un local como los de la calle Corrientes, pero el negocio rendía tan poco que había empezado a rematar su biblioteca personal: de ahí provenían los dos ejemplares milagrosos que yo me llevaba.


 (Publicado en el suplemento cultura del diario Perfil, el 20/10/)

martes, octubre 15, 2013

Peligro de derrumbe *

Si hubo en Latinoamérica una Grecia antigua, ésta fue Cuba. La Habana, una Atenas roja incrustada en el caribe. Camino a lo de A, veo en las calles lo antiguo vuelto ruina, indicio de nostalgia o trinchera deshabitada. La Habana es o fue la ciudad más hermosa del mundo y su condena está escrita en la inercia subtropical. Hay en cada zona marcas de movimientos tectónicos que de tan evidentes pasan desapercibidos: son parte de la naturaleza urbana. Toda la ciudad es un gran insecto preso en una gota de ámbar. Tengo la sospecha de que esa inercia atmosférica se origina en una máquina aparatosa de control de la especie: el Estado. La ruina está, como el amor, a la vuelta de la esquina. Por momentos identifico, entre los restos, espectros de esa Atenas roja.
Llego a lo de A. Subo a un quinto piso por escalera. “Todo este derrumbe no podrá ser reparado en muchos años”, me dice A un rato después, señalando el horizonte desde la azotea de su departamento, “pero mis hijos van a ver la reconstrucción”. “Es casi una ciudad bombardeada”, pienso en voz alta, y A me comenta que un fotógrafo español, desde esa misma azotea, hace unas semanas, le dijo que sólo vio algo semejante en Beirut. La corrosión milimétrica, ejecutada durante años de periodo especial, equivale a un bombardeo. “No hay materiales para la reconstrucción, las casas se derrumban… El salitre, las lluvias… imagínate que hay que levantar una nueva Habana, todo está podrido desde los cimientos”, agrega, y me invita a caminar mientras habla de los jóvenes que escriben en la isla. Se me ocurre que esas novelas saldrán de Cuba pero como ejemplares únicos, casi a la manera de cartas.
En las calles de Habana Centro, la ciudad es fantasma. Vendedores con carros que contienen racimos discretos de frutas. Trazos de veredas careadas desde hace tiempo. Boquetes abiertos en el centro de la calle como trincheras. Caños y desagües que chorrean mientras la ciudad se hunde y proliferan mercados ilegales en una legalidad vacía desde la caída del Muro. Le digo a A que es evidente, incluso ahí, en ese comunismo hecho trizas, que el humano crea mercados y vive a través de la cotización de casi todo lo que existe. El remanente de este comunismo disfuncional ha inflado, en las últimas dos décadas, una extraña libido capitalista. A asiente y analiza: existe un capitalismo en negro, con injusticias y diferencias de clase, aunque sin pobreza extrema, sin analfabetismo y sin inanición, pero paradójicamente en Cuba toda tentativa de consumo se hace “por izquierda”.
El Estado, mientras tanto, sostiene un colosal sistema de salud pública que funciona aunque esté desbordado –la Institución Médica es la encarnación actual de Patria o Muerte-. Pone al alcance de la mano un servicio médico apto para las somatizaciones más extrañas del mal insular. La mayoría de los cubanos tiene agendado un turno con algún especialista. A cambio cede libertad. Los médicos son, en el fondo, agentes encubiertos, el último eslabón en un sistema de control social, acá y en cualquier lugar. No debo decir en voz alta esto, pienso, ya que mi paranoia podría también pasar por somatización.
Después de caminar bajo el sol, con A llegamos a una encrucijada. Un cartel pintado a mano sobre madera versa “peligro de derrumbe”. Acá se termina La Habana. Sería ideal que las ciudades, como los cuentos, encontraran en una frase un comienzo y un final. A se rié: “Peligro de derrumbe, así podría titularse la biografía de cualquier escritor cubano”.


*Publicado el 6/10 en el Suplemento Cultura Perfil.

lunes, septiembre 23, 2013

La hija del zar *

Cuando encendieron las luces, una mujer rubia, de ojos verdes, acaparó toda mi atención. Estaba sola, de pie, como casi todo el público que había llegado a esa pequeña sala del Lower East Side para escuchar a John Zorn improvisando con sus discípulos. Aplaudía hipnotizada. Al rato, en la sala, sólo quedamos nosotros dos. Los músicos dejaron en el escenario un tendal de instrumentos dispuestos para la segunda entrada. Me acerqué. Alguien de seguridad nos dijo que para quedarnos teníamos que salir y pagar de nuevo. Ella contestó que el problema no era pagar sino salir, y le extendió un billete de cien dólares. Por lo brusco del acento y la desfachatez, entendí que ella era extranjera. Me miraba con una avidez indecisa. Nos quedamos para la segunda entrada. Comentó que la mujer que tocaba el arpa era su mejor amiga. Después de la segunda entrada, me pidió que la siguiera. Lo tomé como una orden. No tenía nada que perder. Saludó a su amiga y subimos a un taxi. Dictó una dirección en el otro extremo de Manhattan. “Vas a conocer mi bar preferido”. Le pregunté por qué no tomábamos el subte. Me contestó que detestaba el transporte público y sonrió de un modo maligno mientras exhalaba una bocanada de humo y por la ventanilla sacaba una mano para sacudir la ceniza. “Después de mi primer matrimonio, mi papá no me deja”, y en la carcajada ronca que soltó empecé a intuir que algo en ella estaba desencajado. Su bar preferido era un antro con mesas separadas por biombos forrados en terciopelo rojo. Después de un whisky, me dijo que vivía con su padre, quien había dejado la Unión Soviética en los ochenta y ahora monopolizaba, a través de una empresa naviera, todo lo que entraba al puerto de New Jersey desde Rusia. Súbitamente, al escucharla, me di cuenta de que era la primera mujer rica que se me había cruzado en la vida. No pude evitar sentir que estaba ante una oportunidad. Pero los ojos exaltados, además de una sospechosa capacidad para entablar diálogos con cualquier persona, gritando un poco, en un inglés duro, la volvían intimidante. Creo que el dinero la había aburrido a tal punto que se dirigía a los demás con la omnipotencia de los locos. Cuando el bar cerraba, me dijo que podía quedarme en la mansión de su padre durante mi estadía. ¿O prefería dormir en un mísero hotelucho en Queens? Para no desencantarla, le dije que no tenía problema en mudarme siempre que fuera de día y en transporte público. Le pregunté entonces si nunca se había casado. Donde había un padre idealizado, yacía un marido en ruinas. Sonrió excitada y me dijo que sí. Luego me agradeció la pregunta y yo quedé desconcertado. Salimos. No podía decir que hubiera sido una experiencia grata, continuó, aunque sabía que podría haber sido peor. Su matrimonio había durado dos años, en París. Él era un pianista local que vivía en la buhardilla de un edificio de cinco pisos sin ascensor. Durante esa época había desarrollado un extraño mal: fobia a ser tocado. Primero por los humanos en general, luego por ella, luego por el agua. “Pero no nos separamos por eso. Simplemente dejó de tocar el piano y el mundo a su lado se volvió aburrido.” Paró un taxi y antes de despedirse me dijo: “desde que me separé tengo la impresión de que cuando el hombre indicado llegue, voy a estar acechando otro candidato mejor”. No conocí la mansión. Semanas después me llamó a Buenos Aires, a altas horas, proponiendo mandarme un pasaje.



* Publicado en el Suplemento Cultura de Perfil el 22/08

El genio de la quebrada *

Gracias a las indicaciones de un policía, di enseguida con la casa. “Hace tres días que no vuelve”, me contestó una mujer en la que todo denotaba amargura cuando le pregunté si él estaba. “Pero es común”, aclaró ante mi sorpresa, “y ya no me importa que no vuelva. Viene a dormir dos días por semana y por suerte vuelve a salir. ¿A quién le importa la rutina de un borracho? Cada vez que viene, trae a rastras una sarta de vagos”. Luego de una pausa, me estudió, dedujo que no era de la zona y que por alguna razón merecía otro trato. Como si reculara en su tono infidente, me preguntó si lo buscaba por algún motivo especial. “Nada especial, vine por lo mismo que lo buscan los otros, para escucharlo y tomar un vino”. La puerta del músico más genial de la Quebrada de Humahuca se cerró despacio en cuanto pronuncié la palabra vino. Probablemente su esposa no lo creyera un músico genial y la fama tardía de ese hombre le pesara, con una pena infinita, como una farsa que debía alimentar. Tal vez en la música y en las letras no reconociera al hombre que alguna vez había amado. Imaginé que se habían conocido de muy jóvenes, y que por una mezcla de inercia y de comodidad se habían mantenido juntos en un camino rutinario para el cual Vilca había ido encontrando desvíos y más desvíos, hasta transformarse en una especie de cónsul honorario y bohemio que recorría la Quebrada de noche con una guitarra a cuestas. Me senté en la plaza convencido de que las oportunidades de encontrarse con un genio eran escasas. Oportunidades de buscar a un genio sobran; dar con uno, sin quererlo, ocurre una o dos veces en la vida. Tres días antes, en Tilcara, en una peña, había presenciado cómo un hombre apartado en una mesa cortejaba su guitarra para los presentes a cambio de vino. No se podía mantener en pie, pero empuñaba y cantaba con una honestidad conmovedora. El interior de ese hombre estaba expuesto ahí. Se quedó hasta que el último parroquiano se fue y la peña cerró. Ese último parroquiano era yo. Quizás sucediera todas las noches, pero cuando Vilca me pidió que lo llevara hasta la parada de ómnibus para volver a Humahuca, sentí que me demandaba algo personal, un favor que a ninguna otra persona en el mundo le había pedido nunca. Me confería un rol de lazarillo que por supuesto acepté. Lo trasladé casi en andas tres cuadras interminables bajo un cielo sin estrellas. La sensación de estar cargando a un genio secreto compensó ese esfuerzo ejecutado a las tres de la mañana. Una vez en la parada, él se desplomó sobre un banco y me dijo que ya podía irme, que si seguía de viaje por la quebrada lo visitara en su casa de Humahuca. Podía preguntarle a cualquiera: todos conocían su casa. Si no tenía dónde dormir, él me alojaba. Y como si la palabra dormir lo hubiera abducido, de repente empezó a roncar sentado, con la cabeza colgando hacia un lado y la guitarra acostada sobre un muslo. Observé en un papel escrito a mano y pegado sobre un poste los horarios del ómnibus. Acababa de perder el último y tenía que esperar el siguiente, al amanecer. Pensé que la deriva de Vilca hacia Humahuca iba a ser tan complicada como la de Ulises hacia Itaca. Me dije que de cualquier manera ese genio convertido en héroe ante la adversidad de la madrugada y el frío, debía haber penado muchas veces en esa misma parada. Volví caminando a mi hotel, seguro de que en tres días, a cambio de un vino, iba a encontrar al mismo genio antes de que dejara de existir.





* Publicado en Perfil Cultura el 08/09

jueves, agosto 29, 2013

Un artista adolescente

Nada tan angustiante como esperar la vuelta. Después de viajar varios meses de mochilero, el tiempo se detuvo por primera vez a los veinte años. El día, a orillas del Bósforo, era luminoso. Yo estaba sentado en la mesa de un bar desierto, sin nada en el mundo, salvo el roce de una brisa onírica. La visión de una posible soledad futura se presento de repente. La idea de volver a Argentina trajo la de llegar a la muerte solo e impar. Abrí un cuaderno y pensé que mientras no encontrara a mi par, podía improvisar una novela publicable. Me figuré que la posibilidad de publicar podía suspender cualquier acceso de mortalidad. Pensé en todos los escritores para los cuales la solemnidad era un accidente inefable del talento. Imágenes borgeanas como la “unánime noche” de golpe me parecieron  consecuencia de un don fuera de control. La solemnidad, además de la mortalidad, sobrevolaban el Bósforo. Estambul era el territorio retirado de una batalla interior. La solemnidad no puede ser parte de un programa estético, me dije. El antídoto es la ironía. Ironía y solemnidad sin embargo son la consecuencia catastrófica del compromiso. Del atentado poético. De explorar la capa más patética de lo literario. De lo literario como efecto colateral de la poética.
Todas estas ideas se encabalgaban rápidas, iguales a voces en la cabeza de un loco. Se me ocurrió que volvería a ese rincón del Bósforo a tomar té cada mañana y a ensayar las afecciones de un escritor. Transcurrieron quince días que recuerdo como un largo día, una cicatrización que la emoción de lo exótico fue estirando.
Novelé en esas dos semanas la biografía de un mochilero con el cual había viajado en Marruecos y al cual le había regalado los manuscritos de novelas truncas que había cargado en la mochila con la ilusión de encontrar editor en Europa. Denny era hijo de un industrial taiwanés arraigado en Brasil, había nacido en San Pablo y tempranamente le habían diagnosticado esquizofrenia. Hasta los dieciocho años había vivido en un barrio cerrado, prácticamente aislado y bajo tratamiento, y recién cuando entró a la universidad para estudiar psicología y conocer su propia afección, tuvo su primera novia. Luego una segunda y una tercera. Todas lo abandonaron, según él, por razones vinculadas a su enfermedad. Desertó de la universidad, convencido de que la cura no vendría del estudio, y se analizó durante un año con una lacaniana. Después de sucesivos periodos de depresión, tomó la decisión de irse de viaje, pese a la oposición de la familia, y curarse en la ruta. Sin medicación y con dosis de hashish diario, descubrió que su enfermedad no existía. Me lo contó en un tren apestado de polizones y traficantes que atravesaba la noche del Magreb. Nos llevo unos días llegar al borde del Sahara. Allí le entregué los kilos de solemnidad impresa que había acarreado desde Buenos Aires y lo despedí para siempre. Como otros tantos mochileros que llegaban hasta ahí, siguió viaje hacia Mauritania, Senegal, Mali. Mucho después supe que había iniciado una nueva vida en Taiwán tras publicar varias novelas malas y solemnes en Brasil, y que se había casado con una prima y tenido un hijo.        

Antes de dejar ese hueco que había cavado a orillas del Bósforo para escribir algo publicable, releí la biografía de Denny y decidí enterrar el cuaderno ahí: donde se había gestado. Me convencí de que ni esa ni ninguna forma de escritura por venir estaban destinadas a combatir la propia mortalidad. 

. Publicado en Perfil Cultura, el 25 de agosto.  

jueves, agosto 15, 2013

Paris Pando *

Sucede en algunas primeras citas. La irrupción de un tercero es parte de una complicidad inicial o de un final prematuro. A la salida de un concierto de Nick Cave, por una mezcla de soledad y felicidad, empecé a hablar con un hombre y una mujer que caminaban cerca. Enseguida entendí que no eran pareja: se reían con demasiada timidez. Me adoptaron como a un puente provisorio para comunicarse. Él, Maurice, insistió en que los acompañara un rato. Valerie asintió, como si la hospitalidad hacia un extranjero suspendiera los protocolos de una primera cita. Deben haber pensado que después de un gran recital era triste no tener a nadie con quien hablar. Por alguna razón, cuando se es joven, por puro optimismo, uno quiere quedar bien con cualquier visitante. Mostrar la ciudad y compartir sus presuntos secretos termina siendo un modo de hacer propio un lugar hostil y desconocido. En una brasserie, a altas horas, después de hablar de Nick Cave, de los beneficios del verano y de la calidez de las ciudades mediterráneas, Maurice tuvo un acceso de rabia y afirmó que París era una ciudad muerta, cursi, aburguesada. Tal vez la ciudad de la tierra más injustamente prestigiosa. “Un infierno de estupidez y aburrimiento”, continuó, como si provocar a Valerie, que le clavaba los ojos verdes un poco decepcionada: desmitificar París era una manera ruin de herir la sensibilidad de un pobre turista sudamericano. A medida que bebía, Maurice parecía olvidar que él había insistido en invitarme. Mi presencia parecía habérsele vuelto tenebrosa en cuanto advirtió que un sudamericano portaba, detrás de una fisomía corriente y algo derrotada, un exotismo que intrigaba a mujeres como Valerie. Decidí intervenir: “No tenés idea de lo que es el infierno. Yo pasé por ciudades feas de verdad. En Uruguay existe una llamada Pando, donde no hay más que prostíbulos, proxetenas y juzgados que no dan abasto. Calles y calles repletas de putas y hombres en las últimas. Todo lo demás es miseria, familias que viven de esa industria sin humo”. Maurice bajó la mirada y se distrajo fumando para ocultar el rencor. “Eso es el paraíso…” Valerie lo detuvo en seco: “¿Qué? Es el peor lugar de la tierra: una ciudad de esclavas”. En ese momento entendí que mi intervención acaba de sentenciar el fin de cualquier potencial romance entre mis anfitriones. Maurice fue al baño y Valerie en un papel aprovechó para anotarme su teléfono. Al rato, los tres nos despedimos en direcciones distintas. No especulé ni esperé. Me quedaba un día en París. Al despertar llamé a Valerie. Sin que le dijera que quería verla de inmediato porque partía, me citó a las siete de la noche en el restaurante del hotel La Perle. Cuando terminamos de comer, pasamos a una habitación que ella había reservado. Recién adentro nos besamos. No mencionamos a Maurice. Al día siguiente me fui y, salvo por alguna postal, nunca más volví a saber de ella. Sin embargo, unos años después, en Montevideo, un episodio la trajo a mi memoria. Tomé un taxi y a poco de andar por la rambla, en pleno mediodía, el chofer exclamó: “Le soleil brille”. “¿Qué?”, repuse. “Sí, le soleil brille, el sol brilla…Eso me dijo un pasajero franchute ayer. El tipo era un loco, estaba encantado porque venía de pasar los días más felices de su vida en la ciudad más maravillosa del mundo: Pando. Mañana quedé en llevarlo de nuevo.”
* Publicado en Cultura Perfil, el 11/08

domingo, agosto 04, 2013

Espasmos coreanos

De todas las sorpresas que me deparó la pileta en Corea, la primera se manifestó en el vestuario. Los coreanos desnudos tienen algo andrógino, no terminan de ser hombres sin ropa. Se secan la piel con secadores de pelo y luego se untan cremas frente a un espejo de cuerpo entero. Tienen algo excesivamente femenino, un pudor asentado en el modo de moverse y no cruzar miradas. El mismo pudor se percibe en las mujeres, pero en la calle.
Una vez en la pileta me topé con una segunda sorpresa. No supe dónde poner la toalla y las ojotas. No había un espacio predeterminado, ni indicios de que la docena de nadadores presentes hubiera dejado sus posesiones en algún lugar. Como si no conociera oriente, no advertí que en ambientes privados se privilegia el contacto de los pies con el suelo. Recordé que en la ducha todos estaban descalzos y que en un corredor aledaño colgaban de ganchos varias toallas y elementos de higiene.
Aunque no soy profesional ni formé parte de equipos de natación –el entrenamiento grupal arruina el encanto solipsista y rústico del nado y lo transforma en deporte social-, soy un esteta del  movimiento, un ser autocrítico que por conocer debilidades y falencias propias invierte mucho tiempo buscándolas en los demás. El buen nadador, además de tener un ritmo regular, se caracteriza por producir en el desplazamiento horizontal una ilusión de verticalidad.
En los minutos que invertí en el borde experimenté una tercera sorpresa: nadie sabía nadar crawl aceptablemente ni dar la vuelta americana. Tal vez consideraban el crawl un género menor. Tiendo a creer esto último y no que los coreanos estén incapacitados para ese estilo. El género mayoritario, a las claras, era mariposa. Lo practicaban con un talento admirable. Me atrevo a arriesgar que el oriental, por su contextura física, tiene un don para este estilo evanescente y a la vez salvaje. Incluso las aptitudes motrices del nadador coreano más torpe resultan menos disruptivas en mariposa que en crawl. Deben practicarlo no como género excepcional sino como género central; de otra manera es incomprensible que gente mayor de edad arriesgue la salud de sus vértebras. Para un coreano nadar es sinónimo de mariposear en el agua. Después de la mariposa, el estilo predilecto –aunque la idea de que el estilo sea un género me convence más-, es el pecho. El más impopular, espalda.

Noté que después de dos largos todos paraban a descansar. Casi siempre eran más los que descansaban en el borde que los que nadaban. Incluso para hombres atléticos parecía estar prohibido nadar más de dos largos de corrido. Nadar ocho o diez largos continuos comenzó a producirme pudor y de a poco, para no quedar estigmatizado bajo el rótulo de “exhibicionista aeróbico”, me plegué al hábito de holgazanear en el borde. Entre tanto descanso, pude observar que por una puerta lateral esmerilada se esfumaban varias nadadoras. Esa puerta empezó a ser un enigma cuando cinco ninfas expertas en estilo mariposa de pronto emergieron del agua, corretearon sincronizadamente, como si salir de la pileta fuera una disciplina artística,  y se perdieron en esa otra dimensión. Una celada para extranjeros, pensé. Al rato percibí que también algún hombre atravesaba esa puerta y pasaba al otro lado suspirando. Me dije que la siguiente vez, con más coraje, familiarizado con el clima extraterrestre que fomentaban los cultores de la mariposa, me animaría a transitar el más allá. 

- Publicado en el Suplemento Cultura Perfil, el 28/07.

lunes, julio 15, 2013

Falsos peregrinos

Ninguna mujer, ninguna hembra, accedió al Monte Athos en los últimos siglos. Sólo gallinas ponedoras de huevos interrumpen la autosuficiencia de esa tierra de hombres místicos y castigados. Es lo que escuché y la razón por la que una mañana temprano estuve en el embarcadero de Ouranópolis, después de interminables trámites burocráticos para obtener mi diamonitirion y peregrinar cuatro días al lugar que más debe parecerse a otro planeta o al infierno.
Lo cierto es que el día señalado, desde temprano, las ráfagas de viento impedían la partida de barcos y ferrys. Por esa clase de irracionalidad presente en cualquier oficina pública del mundo, el permiso de visita era válido en tanto uno cumpliera con la restricción de entrar y salir de la zona sagrada los días señalados. Por ende, si perdía la posibilidad de embarcarme hacia Dafne, el puerto más cercano al corazón del Monte, mi diamonitirion caducaba. Obtenerlo había insumido días de trámites en la Oficina del Peregrino, respondiendo a preguntas tan absurdas como las de un visado norteamericano.
Por fortuna había otras cien personas en mi situación. No me resultó difícil simpatizar con un puñado de rumanos perseverantes. Eran ocho. Cargaban todo tipo de bártulos y heladeritas con víveres y bebidas. Un cincuentón al que llamaban Radu les daba órdenes sin moverse; los formaba constantemente como si estuviera a cargo de un batallón de inútiles o de locos. Quizás aburrido de tanta disciplina, se detuvo a hablarme: “Parecés el único joven con fe en el puerto”. Todo asomo de ironía se evaporó de sus rasgos opacos cuando le dije que era sudamericano. “Amigos, entonces”, contestó. Me palmeó la espalda con un afecto infundado y me invitó a formar parte de “la excursión”. Sus subalternos podían cargar mi equipaje si teníamos que caminar algún tramo. Todos trabajaban con él en la policía de Bucarest, de la cual él mismo era jefe absoluto. Habían planeado unas vacaciones corporativas, sin excesos; cuatro días de merecido retiro espiritual durante los cuales, de paso, él buscaría a su hermano menor, confinado en uno de los monasterios desde hacía treinta años. Pero si no conseguían un vehículo para hacer el camino por tierra, iban a tener que volver con las manos vacías “al prostíbulo más grande de Europa”. A continuación me recomendó pasar unas vacaciones en Bucarest y se ofreció a convidarme las muchachitas más tiernas de los Balcanes si lo visitaba. Me pregunté el por qué de semejante oferta. Tal vez todos sus subalternos hubieran comenzado así.

Mientras yo perdía la ilusión de conocer a esa casta de hombres en cautiverio y me convencía de que el Estado Autónomo Monástico del Monte Athos podía ser, a esta altura del siglo XXI, una atracción destinada a policías corruptos, políticos culposos, artistas enamorados de lo exótico y cristianos ortodoxos que necesitaban invertir ahorros, un lugareño de Ouranópolis se acercó y le dijo a Radu que el viaje costaba ochocientos euros. El camino al Monte era de ripio y nadie quería arriesgar por menos su camioneta. Asintió y extrajo de un bolsillo un fajo de billetes. Al rato, sus subalternos subieron como ganado a la caja de una F100. Radu me clavó los ojos, desde la cabina, como si hubiera depositado en mí una esperanza secreta. “¿Subís?”. Poco después, incluso entre el polvo que levantaba la camioneta al alejarse, siguió mirándome, como si en el fondo hubiera jugado con la esperanza de modelar en mí al hermano que quería encontrar. 

-Publicado en el Suplemento Cultura Perfil, el 14/07/2013.

jueves, julio 04, 2013

La Habana no era una fiesta *

Casi nunca salía de noche. Sentía que cuando caía el día, La Habana moría y las capillas de placer se cerraban para los extranjeros hasta el día siguiente. Se abrían, a su vez, santuarios que sólo frecuentaban ciudadanos acuciados por cierta sed de clandestinidad. Los revendedores de puros y ron dejaban de circular hasta el día siguiente. Todo el mercado negro distribuido en miles de cuerpos ambulantes, organizados como hormigas para sobrevivir al periodo especial, desaparecía. Las jineteras volvían con sus familias si no estaban en la cama firme de algún turista. Por el asfalto tibio, corrían algunos Lada desvencijados que hacían las veces de taxi compartido.


Sin embargo ese día se me ocurrió caminar por el malecón. Hacía demasiado calor y la ciudad estaba desolada. Era lunes. Tal vez por eso salí. Lo lógico era despabilarse con la brisa que traía el mar. Fantaseé con la idea de que a media noche podría ver restos de la ciudad que había condenado a Cabrera Infante: una suerte de Pompeya cristalizada bajo la lava de la revolución.

Pensé en lo poco que los viajeros atienden a las ciudades subterráneas, a las ciudades literarias, a las ciudades malditas. Casi siempre admiran ciudades inclinadas hacia el futuro o ciudades museo, como París. No había en el mar ningún rastro de La Habana mítica. Tampoco un signo de futuro. En eso me debatía, como si intentara apurar mi vuelta a Buenos Aires, cuando alguien me gritó desde el agua. Visualicé una macha cerca de las rocas. “Sí, usted”, dijo en inglés, “¿podría ayudarme a salir?”. Lo dijo de un modo tan amable que no se me ocurrió que tuviera motivos urgentes para salir. El agua le llegaba hasta la cintura, de manera que respondí: “Si no tiene idea de cómo salir, no se hubiera metido.” “Es que me quedé sin piernas, ¿le molestaría ayudarme?”. Por el modo en qué entonó la suplica, entendí que era un anglosajón borracho. “Si me ahogo, no podrá olvidarlo en toda su vida”, y empinó la botella que llevaba en una mano. “Pero hace pie, no diga pavadas”, le respondí. “Claro, si no estaría acabado. Pero mis piernas están muertas. Este calor…”, dio un nuevo trago, apoyó la mano libre en el agua, como si intentara hacer equilibrio, y luego se rascó el torso desnudo.

Un borracho que había transformado el mar en su propio bar: esto era lo más extraño que había visto en los últimos días. Le pregunté a qué se dedicaba. Esta vez, en un castellano con acento caribeño, respondió que su presente no tenía importancia; su oficio, además, era vil, como todos los oficios heredados. Tomó otro trago. Quiso avanzar. Parecía, en efecto, plantado en el suelo. Me dijo que era un Lord y que si lo ayudaba me iba a tener en cuenta en su testamento. Le pregunté si tenía hijos. Él se quedó pasmado ante la pregunta. Parecía haberle traído al presente algo que tenía del todo olvidado. Se agitó. De pronto estaba urgido por salvarse. La botella se deslizó entre sus dedos y se fue con la marea. Puteó y me miró con odio. Retrocedí. Recién entonces noté que a mis espaldas se habían reunido dos personas con aspecto de espías. Deliberaban en voz baja. Me recomendaron no preocuparme, todas las semanas el viejo improvisaba la misma escena. Su padre nunca le había contestado una carta, no le había heredado ni siquiera el apellido, aunque sí la terquedad para beber. Ese hijo bastardo de Hemingway ya era un elemento folclórico de La Habana y sin darse cuenta sobrevivía en una ciudad sin fiestas.

* Publicado en Apuntes en viaje de Perfil Cultura, el 30/06.

jueves, junio 20, 2013

La promesa escondida

Me eligió como amigo. Tilda no veía en mí a un hombre. Era un ángel caído en desgracia y su parecido con Patti Smith me fascinaba cada vez que nos cruzábamos. Por ese simple parecido, por su manera de sonreír, por la impronta aristocrática que le imprimían los brazos largos, creía estar ante una mujer que en algún momento pasaría a la historia.
Era alta, sumamente pálida y de huesos marcados. Había nacido en Austin, pero a los dieciocho años había dejado el hogar paterno y desde entonces erraba. Había cruzado la frontera hacía tiempo y en México había encontrado una manera expeditiva de alimentar su adicción. No me hablaba de los hombres que frecuentaba a cambio de droga, pero sí del resto de las cosas, en especial de sus padres racistas, de William Burroughs, de Jack Kerouac, de Ellioth Smith.
En cada pueblo de México que la crucé, la vi con un lugareño. A veces con dos. Siempre estaba apática, pero algo se animaba en ella cuando me veía, como si mi presencia la transformara en la mujer que siempre había querido ser. Obtenía de los hombres la dosis de heroína y metaanfemina que necesitaba, pero lo que daba a cambio parecía ensimismarla más que la droga misma. Perdía expresión a una velocidad asombrosa, como si  se disecara en tiempo real. Y su tenue castellano se convertía en una lengua muerta.
Aunque a veces deseaba salvar a Tilda, intuía que ella había desertado del amor hacía mucho. Incluso sin conocerlo, o quizás después de pasar la frontera. Sin embargo, cuando de casualidad nos cruzábamos después de una o dos semanas, con la excusa de actualizarnos pasábamos horas juntos hasta que caía la noche y ella se entregaba a alguno de sus dealers. Sucedió en Oaxaca, Puerto Escondido,  Zipolite, pero en San Cristóbal de las Casas ya no era la misma. Yo estaba sentado en la plaza mayor, frente a la Catedral, cuando la vi pasar descalza. Caminaba como si el suelo ardiera, tratando de no apoyar la planta de los pies. Me recordó el andar de un cisne. Decidí seguirla: temí que Tilda se hubiera vuelto loca. Soplaba un viento helado, el mar estaba muy lejos, y ella, transformada en un esqueleto ambulante, vestía una remera blanca estirada y la pieza inferior de una bikini. Me resultó improbable que todavía pudiera canjear favores por droga. No sé por qué, recién entonces se me ocurrió pensar que su apariencia andrógina podía esconder alguna enfermedad.

Ella caminó diez cuadras hasta alejarse del centro de San Cristóbal. Las calles todavía estaban adornadas por guirnaldas de calaveras que se mecían con el viento y celebraban el día de los muertos. La hilera de fachadas coloridas fue declinando hacia un paisaje opaco. Un paisaje que no pisaban extranjeros. Tan ensimismada estaba ella que no pareció advertir que alguien la seguía. Cuando llegó a una cantina minúscula, yo ya estaba a un paso de ella y me disponía a detenerla: sabía qué buscaba. Adentro, en torno a botellas vacías, un racimo de hombres borrachos gritaba en una jerga ininteligible. Se rieron al verla entrar. “Pinche huerita puta”. El más joven intentó levantarse de la mesa e ir hacia ella con los puños bien apretados, pero tambaleó y cayó sobre una mesa. Ella salió, y como si hubiera sabido siempre de mi presencia, sin dirigirme los ojos dijo con labios temblorosos: “es el de remera roja y gorra”. Entonces me extendió un revolver cargado. “Quiero que mates a ese hombre, después nos vamos a donde quieras”.  

Publicado en el suplemento Cultura de Perfil, el 16/06.

jueves, junio 13, 2013

Loco al volante *

No podría decir que R. estuviera loco. Sin embargo, apenas abordé el taxi, el modo de conducir sin mirar el retrovisor, en plena niebla nocturna, me resultó alarmante. Creo que me habría conducido a mi hotelucho en Camden town, sin hablar y sin parpadear, si no pisábamos en el camino un bulto envuelto en una frazada.


R. se bajó y permaneció de pie con lágrimas en los ojos, sin apagar los faros y con el motor en marcha. Era más alto de lo que parecía sentado y cierta genética antillana le daba a su contextura una juventud que los músculos de la cara ya no tenían. “¿Está vivo?”, preguntó. Me bajé. El accidente había ocurrido a baja velocidad, pero a primera vista el hombre estaba muerto. Todo indicaba que era un homeless. Estaba en posición fetal, como si se hubiera dormido protegiéndose del frío. El charco de sangre coagulada manando del cráneo me devolvió la imagen de esos perros tumbados al costado de la ruta. A las claras, el estado de ese cuerpo no era obra de un solo auto. R. estaba al borde de una crisis nerviosa, de modo que intenté explicarle que el cuerpo había sido pisado, previamente, por varios autos más. Probablemente, antes de ser atropellado por primera vez, se hubiera congelado durmiendo y no hubiera sufrido los golpes, todo esto en caso de que una pandilla no lo hubiera ejecutado por pura diversión para luego abandonar el cadáver en medio de la calle.

Él meneó la cabeza: “creo que lo vi moverse debajo de la frazada”. No se me ocurrió qué responderle. El motor del taxi seguía ronroneando y digiriendo combustible en un barrio pobre al sur del Tamesis. Por fin se incorporó y me miró. “Sabía que iba a pasarme alguna vez. Estaba escrito”. Agregó que su vida estaba acabada. Traté de hacerle entender que él no era responsable de esa muerte. Lo tomé del brazo y murmuré: “nadie puede matar a un muerto”. Él retiró el brazo bruscamente y me pidió que lo dejara en paz. Le rogué entonces que por lo menos me llevara a destino y después resolviera su dilema. “Seguir camino, eso es lo que hicieron los cuatro o cinco autos que remataron este cadáver antes que usted”. “Yo no voy a hacer eso. No lo puedo dejar solo”. “Muy bien”, dije entre asombrado y molesto. “No voy a conseguir otro taxi. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse acá?”. “Lo que sea necesario, no tengo apuro”, respondió como desafiándome.

Pensé que si el auto seguía encendido, en breve alertaría a algún vecino pusilánime capaz de llamar a la policía. “Voy a apagar el coche”, dije. Él asintió. Una vez en el interior del auto, aunque no estaba acostumbrado a manejar del lado derecho, observé por el retrovisor que R. se había inclinado sobre el cadáver y había apoyado una oreja sobre su espalda, como si quisiera escuchar el goteo del alma al separarse del cuerpo. No lo dudé. Puse primera y avancé. En la calle no se escuchó ningún grito de protesta. Calculé que en línea recta hacia el norte me toparía con algún puente y luego con Charing Cross. Anduve unos diez minutos hasta que en una esquina dos chicas de unos veinte años extendieron el brazo. Sonreí. Parecían borrachas. Subieron y me dictaron una dirección. Les contesté que esa era mi primera noche manejando en Londres y que si me orientaban les hacía un buen precio. Ella se miraron extrañadas y empezaron a darme indicaciones para llegar a Shepperd´s bush. En ningún momento preguntaron por mi nombre, ni de dónde venía. Poco antes de llegar a destino, se besaron con pasión.



* Publicado en Apuntes en viaje del suplemento Cultura Perfil el 2/6.

domingo, mayo 26, 2013

El holandés errante *

En un pub de Brooklyn supe de un hombre para el que, de un día a otro, el mundo dejó de ser el mismo. Miento. No lo supe; conocí a ese hombre. Era un ingeniero de Rotterdam de vacaciones en Nueva York. Había tomado su décima cerveza y con dedos inestables acariciaba dos bolsas de nylon como si fueran hijos parados junto a la barra.
Al principio pensé que era un lunático más. Parecía emocionado por un suceso del que no podía hablar de manera coherente. Después de observarlo un rato, me figuré que ese hombre estaba atravesando una situación traumática: así lucían las víctimas de un robo violento. Lo más llamativo, sin embargo, residía en que nadie más que un anciano de impermeable gastado y cejas de topo parecía interesado en su estado. Nadie más que ese anciano con aspecto de detective y yo, quiero decir.
Cuando el anciano se apartó aproveché para entrar en escena. Le pregunté cómo se llamaba. La sencillez de mi pregunta lo apaciguó. “Herman”, respondió apoyando el vaso. Me miró: tenía unos ojos dulces que concordaban más con las facciones de una mujer. De ahí en adelante respondió dócilmente a todas mis preguntas. Sólo vaciló cuando le pregunté por qué estaba tan alterado. “¿Tan alterado? ¿Me veo mal? ¿Me veo como alguien que acaba de perder a un padre, por ejemplo?”, dijo sonriendo y mostrando una dentadura apretadísima. Le respondí que sí. Las manos le dejaron de temblar e intentó mirarme tan fijo como podía después de diez cervezas.  “Te equivocás, no acabo de perder a mi padre, acabo de encontrarme con uno”.
Contó que había dedicado la tarde a pasear por el Soho. No sabía bien por qué, se había metido en una librería. No entraba ni a iglesias ni a librerías desde los veinte años, cuando salía de compras con su madre enferma. “Demasiadas casualidades, una librería no es una atracción turística, intervino una fuerza superior”, acotó suspirando, “yo no sé que habría hecho otro en mi lugar, pero sí puedo decir lo que hice yo cuando lo vi. Él hojeaba un libro de arte. No le dije lo que cualquier devoto le habría dicho. Simplemente me presenté y le confesé que quería ser voluntario para viajar a Marte. Me extendió la mano. Era suave y fría. Va a haber vida en Marte, y en parte es por usted, me animé a decirle. No contestó nada, tampoco amagó con apartarse, así que seguí hablándole. Yo estaba bajo una gran emoción, por eso no recuerdo qué le dije después. Sí me acuerdo que nuestro diálogo se cortó cuando una mujer lo llamó. Él se disculpó y se fue de golpe. Yo me quedé quieto en donde Bowie había estado parado, para absorber su aura. ¿Y sabés qué descubrí?”, hizo sonar las bolsas que llevaba a los costados. Noté que la feminidad de su mirada provenía del temblor de sus largas pestañas cada vez que parpadeaba.  “Sí, David Bowie se había olvidado unas bolsas que podían ser mías. Las agarré y me fui”.
No pude controlar la envidia y le dije que el mundo estaba lleno de hombres que decían haber visto a Bowie. Me contestó de inmediato que por eso mismo, al salir, había consultado el tema con uno de los libreros, que en efecto le confirmó que Bowie vivía cerca y una vez al mes compraba libros de arte. A esa altura me impacienté, fui al grano y le pregunté qué contenían las bolsas. Las manos le volvieron a temblar y meneó la cabeza: “comida para perros, tres huesos, una pelota de goma espuma y toallitas femeninas. El mundo nunca va a volver a ser el mismo”.


* Publicado en Apuntes de viaje, Cultura Perfil, el 19/05/13.  

viernes, mayo 10, 2013

Ping Pong *


En el subsuelo de mi alojamiento en Seúl había un gimnasio simple, pero con cancha de ping pong. Por las tardes bajaba a buscar a algún contrincante. En general me topaba con oficinistas coreanos esclavos del rigor que después del trabajo corrían sobre una cinta frente a un espejo. Los días de suerte, Mo, un poeta que tenía aspecto de niño gigante, andaba por ahí. Aunque no lo confesaba, me estaba esperando. Por alguna razón, jugar contra un occidental le producía un morbo especial. A pesar de su sobrepeso, corría lo suficiente como para batirme en cinco sets cuando yo estaba superando una de mis resacas.
Entre partido y partido, Mo necesitaba sentarse y aprovechábamos para conversar. Dialogar con un coreano era una situación excepcional. Mo, al revés que sus compatriotas, parecía ansioso por revelarme códigos locales y tabúes que consideraba repelentes. Solía describirme cómo funcionaba la hipocresía del coreano típico con una ironía tal que yo llegué a preguntarme si la razón por la cual me había aceptado como interlocutor no residía en que yo era la única persona capaz de escucharlo sin indignarme. Ningún coreano sería capaz de soportar su sarcasmo antinacionalista y antiburgués.
Pese a su predisposición al diálogo, nunca incurrió en infidencias, hasta que un día, después de un largo partido de ping pong, le anuncié que me volvía a Buenos Aires en una semana. Se quedó atónito, como si le hubiera dicho que me alistaba en el ejército. Parecía decepcionado de que no se lo hubiera comunicado antes. “No puede ser”, dijo de golpe, “hay muchas cosas que no conoces de Corea”. Le contesté que había cosas que un occidental en Corea no podía conocer sin ser yanki. “¿Qué, por ejemplo?”, me desafió. “El cuerpo de una mujer oriental”. Otra vez se quedó mudo. Yo sabía que Mo nunca había tenido novia y que la calidad de su sarcasmo provenía de una mezcla de frustración y autocompasión. “No sabía que te interesaban las mujeres coreanas”, dijo como si la mujer coreana fuera una subespecie. “Me gustan las mujeres de cualquier nacionalidad y edad”, exageré. “Deberías habérmelo dicho antes, conozco algunos lugares para tocar mujeres coreanas”. Hice silencio esperando detalles, e imaginé de inmediato la tarifada vida sexual de Mo.
Después de una pausa pudorosa, me explicó que existían lugares un poco clandestinos denominados kissing rooms. Además de oficinistas ebrios y de ejecutivos ávidos de ternura y juventud, me aseguró que iban algunos extranjeros, razón por la que no tendrían problema en admitirme. Un recepcionista robusto, al entrar, le asignaba a cada visitante una cabina de dos metros por uno, en la cual durante un turno de quince minutos el cliente podía besar a una joven en ropa interior y obtener, con una propina o previo arreglo con el recepcionista, algún favor suculento, aunque nunca sexo, aclaró Mo con un gesto aséptico. En general las besadoras eran jóvenes del interior que financiaban así sus estudios. No le parecía inmoral ayudarlas y al mismo tiempo ayudarse en la difícil misión de almacenar su virilidad. Agregó que algún día llegaría el amor de su  vida y quería estar preparado. Sonreí, aunque en realidad sentí asombro por las previsiones de ese joven poeta. Me figuré que esperando de ese modo nunca se enfrentaría a la oportunidad de amar. “La experiencia sensual no es acumulativa”, dictaminé. Él me miró desilusionado y bajó la cabeza. La amistad cultivada durante semanas alrededor de una mesa de ping pong, se había quebrado en una sola frase. Jugamos un partido más y nos separamos. Durante los días siguientes, deambulé por el gimnasio, pero no volví a ver a mi único amigo coreano antes de partir.

* Publicado en Cultura Perfil el 5/5/2013

domingo, abril 21, 2013

Saer portátil


Entre jóvenes escritores, a principio del milenio, recuerdo que la figura de Saer poseía un magnetismo generado en parte por la distancia y en parte por la tenacidad de sus posiciones literarias y la autonomía de sus libros. Era un espectro venerado y a la vez una figura canonizada. Que hubiera cultivado como pocos un territorio propio lo volvía extremadamente argentino, pero también un modelo de escritor latinoamericano alternativo a los figurones del Boom. En torno de él circulaban anécdotas vinculadas con su vida bohemia en Santa Fe y los casinos. En el 2002 recuerdo que pude componer mi propia versión de esa figura. Saer accedió enseguida a que con unos amigos lo entrevistáramos en el bar de un hotel que quedaba frente a su casa, en la Gare Montparnasse. Contra lo que imaginamos, el encuentro se extendió varias horas.
Me quedé con la impresión de haber tratado a un escritor a salvo del cinismo, que miraba a sus interlocutores con una simpatía voraz, disfrutaba del diálogo y abordaba cuestiones literarias a partir de problemas de la filosofía. En principio, esto mismo me conmovió –y esta conmoción no está exenta de una pizca de melancolía ante su muerte, inesperada, en el 2005– a lo largo de Papeles de trabajo y II. En un pasaje se revela “más discípulo de Heidegger que de Robbe Grillet” y creo que en esto hay más una declaración de principios que un deseo delator. (sigue en Radar libros) 

Súbditos de la perdición *


El viaje de Kanchipuram a Pondicherry, pese a los escasos cincuenta kilómetros que separaban a ambas ciudades, podía durar medio día. En la estación improvisada junto a la recova de una edificación inglesa en ruinas, decenas de descastados envueltos en telas de colores intensos, observaron atónitos a un occidental cargando una mochila. Desde la puerta delantera de pequeños autobuses destartalados, los boleteros anunciaban las ciudades de destino. En el medio, motos, rickshaws y animales que compartían con los humanos el alivio de la sombra.
Me senté en el fondo del ómnibus que partía más temprano hacia Pondicherry. Afuera, tres perros rodeados de moscas se incorporaron para ladrarme. Una hora después el ómnibus estuvo repleto y arrancó. En el lapso de cinco horas, paró treinta cinco veces, junto a distintos asentamientos y pueblos que celebraban algo. Bajaron y subieron mujeres cargadas de verduras, gallinas y niños. Algunos hombres con sus lungis plegados escupieron por la ventanilla y gritaron aunque no parecían en realidad disgustados. Una tropa de brahmanes robustos que en la frente llevaba pintada la insignia de la deidad a la que cada uno adoraba, usufructuó despóticamente todos los asientos delanteros, a costa de mujeres y ancianos flaquísimos. Cada nuevo pasajero que quedaba cerca de la parte trasera me formulaba las mismas preguntas: nombre, nacionalidad, estado civil, profesión. Contestado esto, meneaban la cabeza de manera alegre y hacían comentarios en Tamil.
Recién al final del trayecto noté que otro extranjero había pasado por el mismo asedio. Era blanco como la leche, tenía los ojos desorbitados y sudaba. Bajó por la puerta delantera. Yo me abrí pasó hacia la puerta trasera. Un par de manos amistosas me eyectaron hacia la calle. Un niño montado en el techo del ómnibus arrojó mi mochila.
Gawain y yo nos miramos. Estábamos en medio de una calle donde se comerciaban especias y se ofrecían servicios de peluquería en carritos ambulantes. Me dijo que era galés y necesitaba tomar mucha agua. Era la tercera vez que viajaba a India, pero era la primera vez que cometía la locura de viajar en verano a una ciudad que no estaba comunicada por trenes. Antes de que pudiera presentarme, me propuso compartir alojamiento y aprovechar el único encanto de Pondicherry: había sido colonia francesa y era uno de los pocos lugares en los que se podía beber en la calle.
Nos instalamos en un hotel más o menos decadente y salimos. Anochecía. Familias sin casta se acomodaban al borde de la calle para dormir. Los mendigos seguían activos y fueron formando una corte a medida que avanzábamos por la calle principal. Gawain, indiferente, aseguraba que, como en todo puerto, las cantinas estaban cerca del mar y teníamos que apurarnos. El panorama calamitoso cambió después de diez cuadras: algunas residencias europeas con aire mediterráneo; luego una quietud de pueblo. Entramos en la primera cantina que se nos cruzó. En la India no hay hombres que beban por placer. Los bebedores son súbditos de la perdición y cargan con la costumbre de emborracharse como si fuera una herejía que sólo viciosos de la misma casta pueden presenciar. Los parroquianos nos observaron como a dos intrusos que llegaban para espiar la desgracia ajena. Al rato empezaron a irse aplastados por la tiranía del pudor. El mozo se durmió sobre el mostrador repleto de vasos. Gawain, mientras espantaba moscas sedientas, dijo  que quería ser escritor, pese a no haber nacido en Irlanda y no saber de memoria ni un párrafo del monólogo de Molly Bloom. Luego, apoyando el porrón helado contra su frente, murmuró “extrañaba la cerveza más que a mi mamá, aprovechemos que no hay nadie” y destapó otra. 

* Publicado en Apuntes en viaje, de Cultura Perfil. 

lunes, abril 15, 2013

Escenas frente al mar

Llegué a PN con Valentina y sus dos perritas. El lugar está escondido en la costa de Uruguay. No es que sea secreto. Tampoco un lugar olvidado. Es un hueco que quedó entre Piriápolis y Punta del Este y que creció de un modo atenuado, en sintonía con el paisaje. Se trata de una zona vacante que tiene una belleza puntuada, como casi todo en Uruguay –el hombre parece armonizado humildemente con la naturaleza-. Gonzalo, un amigo de la infancia de Valentina se instaló en PN –sigla de un lugar que debe mantenerse en clave a pedido de los lugareños, que prefieren preservar la zona de los embates de la civilización y del desarrollo urbano-. Compró un terreno y de a poco construyó casas de barro con un gusto refinado, con la intención de volverlo un pequeño hostal libertario. El grupo de tres casas con galería en torno a un centro tiene algo extraordinario. Ahí se apoya el sol al amanecer. Ahí da la luna cuando cae el día. La presencia de una cuarta casa cerrando el círculo, interrumpiría el curso de la luz. Aunque está a pocas cuadras del mar, el terreno de Gonzalo linda con el monte y el campo. Al menos sensorialmente, monte y campo se filtran en el aire y parecen confluir ahí. Más allá de las casas, en el monte, acampan cirqueros amigos de Gonzalo. Ensayan una varieté que estrenarán después de año nuevo, en la plaza de PN, que no es más que un terreno agreste, con algunos bancos. La ausencia de Iglesia es aliviante. No hay señales de Jesús. Tampoco hay arenero ni juegos. Da la impresión de que en cualquier lugar de PN podría construirse esa plaza. (sigue acá en la revista Traviesa

jueves, febrero 07, 2013

Pensamientos verticales

Leer a Morton Feldman resulta excepcional por muchas razones. Está claro que Morton Feldman piensa la música críticamente en relación a la historia y a las demás artes –especialmente las artes visuales– y ve en este ajuste de cuentas un punto de partida para replantear la composición por fuera de la técnica, en su dimensión visual y gráfica. Así, “desfijados” los elementos tradicionales, el sonido existe en sí mismo, como materia indeterminada, no como símbolo ni reminiscencia de otra música. Cada innovación en la historia en realidad fue, para Feldman, una afirmación en la tradición –la atonalidad no fue más que un proceso histórico de reorganización y repetición (Sigue en Inrockuptibles) . 

viernes, enero 11, 2013

Cuestión de sangre

Llega a la estación Pacífico. El resultado de la biopsia, ese veredicto que quizá dure en sus manos uno, dos o tres días, hasta transformarse en sentencia, le impide discernir qué está prohibido y qué no en esa ciudad sitiada por el sol. Cruza la avenida Santa Fe con semáforo en rojo. Los autos se detienen respetuosamente, en cámara lenta, como si cruzara un fantasma. Sauri, con la cabeza gacha, pisando cada franja blanca de la senda peatonal, se pregunta cuál será la velocidad de la muerte. Su padre espera en la mesa del bar del Hotel Pacífico, esquina Godoy Cruz y Santa Fe, donde cada día, desde hace cuatro meses, cuando se descubrió enfermo y decidió separarse y mudarse a Buenos Aires, lee los clasificados del diario en busca de oportunidades de trabajo, autos antiguos y, en definitiva, toda clase de excusas que alimenten un espejismo: que tiene toda la vida por delante. (sigue en Verano 12)