lunes, mayo 25, 2015

Corte y confección


En los bares, a altas horas, entre una corte de beodos y amistades espontáneas, se cuece el caldo de las mitologías. Un poeta chileno, con varias cervezas negras encima, me sugiere que la aristocracia inglesa manda a bordar a la India las prendas de seda más delicadas. Son bordados que sólo manos chicas y suaves pueden plasmar, aclara. Mientras más pequeñas, mejor para la trama. En general, los bordadores, con pulso perfecto, concentración y velocidad récord, no tienen más de nueve años y llegan a la adolescencia con la vista arruinada. Es un trabajo fino que sólo puede ejecutarse desde la inocencia, como un juego, y sin conciencia del perjurio que apareja la alta precisión. La posibilidad de bordar esos dibujos únicos se termina con la infancia. Luego vienen otras formas de explotación más diversas –e igual de adversas-.
Aunque el poeta después confiese haber recabado la noticia en un diario apócrifo, es verosímil que en un futuro cercano ejércitos de bordadores trabajen, a través de intermediarios, para una aristocracia obscena compuesta por estrellas del espectáculo popularizadas por un diario amarillista como The Sun. Recuerdo que años atrás, de las calles y los mercados de India me sorprendió la cantidad de puestos destinados a la confección instantánea de ropa. Ya al pasar caminando frente a la tienda a uno le tomaban las medidas y en cuestión de cinco minutos un sastre confeccionaba pantalones y camisas en un algodón de hilo de una calidad difícil de encontrar, a precios irrisorios.
Me quedo pensando si Argentina, en algún momento, proveerá esa mano de obra.
Y entonces vienen a mi cabeza los talleres clandestinos instalados en Liniers, Floresta y Bajo Flores, que de algún modo fecundan toda la mitología relacionada con la costura como área de esclavitud contemporánea. Las formas de explotación laboral más cruentas y difundidas han tenido lugar en estos cuarteles suburbanos, donde ejércitos de inmigrantes permanecen cautivos e indocumentados en casas ciegas, para abastecer la demanda de “la burguesía nacional”. Cada tanto se destapa algún caso o un incendio muestra la tragedia. Hace poco dos niños murieron en un sótano que funcionaba como taller clandestino. Tenían la edad que, según el poeta chileno, deben tener los niños en la India para atender los antojos textiles de la aristocracia inglesa o la que, sin recurrir ya a mitologías, deben tener en Tailandia y Camboya para satisfacer los caprichos del turista sexual más obseso y estrambótico.
Si en Inglaterra no hay talleres clandestinos con cientos de inmigrantes menores de edad, se debe a que los sueldos están en libras y no en rupias o pesos argentinos, y a que las inspecciones no son tan permisivas como durante la revolución industrial. La ruindad, la vileza del patrón explotador para quien el trabajo infantil no es un obstáculo para la ambición, está expuesta en las novelas de Dickens… ¡Casi doscientos atrás! La decrepitud de los talleres de Floresta y Bajo Flores, con sus condiciones de hacimiento, sus sótanos, su luz lóbrega, parece vinculada a esa mitología dickensiana. Sólo que las formas de explotación han mutado. La mayoría de los países produce sus prendas en Asia, donde la mano de obra es muy barata y las leyes laborales son más laxas. Argentina, hoy, por vicisitudes de política exterior económica, importó un modelo de producción para satisfacer una demanda interna, a un coso impredecible.

* Publicado en Cultura Perfil el 17 de mayo de 2015 

Viajes tardíos *


Ciertos viajes dejan retazos de arrepentimiento. No me refiero a la pena de haber sido y ya no ser. Lo que vuelve no es la nostalgia, sino la incredulidad respecto a las omisiones, a las chances desaprovechadas, a la negligencia o al solipsismo del mochilero. Ese ejercicio de remordimiento suele invadirme cada vez que pruebo un single malt y recuerdo que la única vez que estuve en Escocia, a los diecinueve años, no fui más allá de Edimburgo. En la memoria, es un viaje dilapidado, aunque las calles en pendiente de la ciudad, los cuadros de Francis Bacon apiñados en el Museo Nacional y el castillo en la cima de una colina bucólica hayan sido memorables. 

Tomé conciencia de las chances perdidas en realidad hace bastantes años, cuando en una librería de Montevideo me topé con una guía ilustrada de Single Malts. Así de casual y caprichosa suele ser una predilección en la vida. Después de una lectura apasionada de esa guía, me transformé en un especialista sin experiencia. Los retazos de arrepentimiento, sin embargo, vinieron con los años, a medida que la juventud y las posibilidades de viajar comenzaron a reducirse. Hoy no dejo de imaginar que las Highlands, Islay y Speyside, esconden los paisajes más bellos del planeta, una mezcla de verdor, olores minerales, vientos ensordecedores y acantilados desgastados por un mar bravo. Los paisajes de la serie Game of thrones coinciden llamativamente con los de este territorio idílico. No puedo decir que cada capítulo de la serie me haya inspirado más saudade que cada vaso de single malt, pero lo cierto es que introdujo la rara sensación de haber estado en un lugar a destiempo, casi por error.

Basta una enumeración rápida de destilerías para evidenciar las oportunidades perdidas: Glenmorangie, Dalmore, Oban y Aberfeldy en las Highlands; The Macallan, Tamdhu y Glenrothes en Speyside; Talisker en la zona de Skye; Caol Ila, Lavagulin, Laphroaig y Jura en las islas australes de Islay. Naturalmente, para recorrer un tercio de estas destilerías, habría necesitado tiempo y mucho dinero. Dicen que el secreto del Single Malt escocés, además de la calidad de las maltas, reside en el agua. Cuando escucho esto, pienso que por lo menos podría atesorar en el recuerdo el sabor del agua en Edimburgo. Pero fui tan incauto que en su momento ni siquiera capturé el sabor del agua, política sibarita de bajo vuelo que ahora me acompaña en cada viaje y merece una entrada en mi diario, así como a otros los acompaña o guía el hábito –también político- de probar y comparar el sabor de la Coca Cola y el gusto de los cigarrillos Marlboro en cada país.

En medio de todo este rodeo subjetivo, me vienen a la cabeza las oportunidades ganadas, que  nunca son tan perfectas y enteras como las perdidas. Hace no mucho, huyendo de los Siete Lagos, donde ya no podíamos acampar por el frío, con mi mujer subimos a San Rafael y al Valle de Uco, Mendoza, donde el otoño todavía no había llegado y el camino a las bodegas estaba servido. Quizás de haberlo deseado y planeado, no habríamos llegado nunca, como a Escocia. Lo cierto es que mi formación como bebedor de vinos fue producto de una experiencia acumulativa más que de una fascinación ilustrada, y sentí que llegaba a Mendoza en el momento oportuno, es decir, más tarde que temprano.   


*  Columna publicada en Perfil Cultura el 3 de mayo 2015

Corte inglés


Cruzarse a un inglés en viaje es algo excepcional. No porque falten, sino porque orbitan en el extranjero como aristócratas irracionales. Una vez mi padre, en los setenta, en las calles de Río de Janeiro, se cruzó con un inglés que iba cuesta arriba hablando con un local. Todo en este inglés que llevaba un sombrero panamá parecía enrojecido por la luz. A los veinte metros mi padre se detuvo, incrédulo, y se dijo que ese hombre, mucho más pálido y pelirrojo que en las fotos de los discos, no podía ser sino George Harrison. Compró un diario y terminó de comprobar que no había alucinado y Harrison estaba en Río de Janeiro. 
No hay acento ni aspecto que delate más a un viajero que el de un inglés. Cierto modo mortecino de caminar es característico incluso en las complexiones más atléticas. Cierta vez, en un bar de Luang Prabang, un joven bronceado me pidió permiso para sentarse en mi mesa. Por el acento no sólo noté que era inglés, sino que hablaba un idioma de otra época. La entonación era engolada y estaba repleta de apócopes.  Al rato de conversar comprendí el linaje de ese acento: hijo de un Lord, físico laureado en la Universidad de Cambridge. Hastiado de las exigencias académicas y de los protocolos, tras la muerte de su madre se había echado a viajar por el mundo y vivir amores con jóvenes que no hablaran su lengua.
Días atrás, mirando una película, me vino a la memoria este físico que probablemente, después de un año de rebeldía, haya regresado, reclamado su linaje y recuperado su altar en la sociedad.  El film en cuestión, The imitation game, está ambientado en la segunda guerra y narra de forma espectacular el desarrollo de una máquina –o una proto computadora- para desencriptar el código Enigma que volvía indescifrable las transmisiones secretas de los submarinos nazis. Hay un hecho sorprendente que no tiene que ver con la película ni con la máquina milagrosa, sino con la biografía de Alan Turing, el prodigio inglés de las matemáticas egresado de Cambridge que comandó el exitoso experimento y luego cayó en desgracia.  En el año cincuenta y dos Turing fue procesado, condenado por prácticas homosexuales y castrado químicamente. Dos años después se suicidó. Las reglas de una sociedad todavía bajo el influjo de la moral victoriana, parecen explicar la injusticia que se abatió sobre Turing. En las colas finales de la película se aclara que en el ¡“dos mil trece”!, sesenta años después, sólo después de una intensa campaña y a pedido del Ministro de justicia británico, la reina Isabel le concedió el “indulto póstumo”. Entonces, de golpe, me sumergí en la duda. ¿Desde hace cuánto la reina de Isabel es reina? En mi memoria, la reina siempre fue la misma, una anciana cerúlea, de pocos gestos y rigurosa etiqueta. Tras cortas averiguaciones, me enfrenté a un dato que de tan obvio es invisible: ascendió al trono a principios de mil novecientos cincuenta y dos, antes de la persecución a Turing, lleva sesenta y tres años reinando, cifra ni siquiera superada por Fidel Castro en Cuba. Algunos otros parámetros sirven para magnificar fechas: no existían todavía los Beatles. Resulta sorprende que antes y después del Rock, la reina sea la misma; también que en algunos países como Cuba o Corea del Norte, el poder haya adoptado disimuladamente la genética de la monarquía y padres, hijos, hermanos, trafiquen el privilegio de gobernar o vivir como lords del subdesarrollo.   

* Columna publicada el 19 de abril de 2015.



Rápido pasaje *

-->
Suelo soñar con urbes cuyas arterias sean ríos, arroyos, universos metonímicos como los de Italo Calvino en las Ciudades Invisibles. Con una vida que extrañe la comodidad, una vida de rituales físicos y cansancio prematuro, donde los estímulos lleguen tan ralentizados y adelgazados por los obstáculos topográficos que la sensación inminente de escasez perfore la conciencia. Esa zona de destiempo podría ser el Tigre. En otro tiempo, el Tigre fue un lugar lejano y inhóspito con sus crecidas, hecho para la clandestinidad. Ya en el fin de la primera sección, las ocasiones de recreo son mínimas y las horas pasan formando bloques que sólo contienen manifestaciones subjetivas relacionadas con el sonido de una lancha que se anuncia a lo lejos y a veces nunca llega, la altura del agua y su rumor, el canto de un pájaro, una avioneta. La lancha panadera, la lancha almacén, son ocasionales atajos para la supervivencia y con los días he terminado por creer que son un mito popular.
En una isla inevitablemente uno tiene la fantasía de vivir en un antes. En un “antes” sin otro, previo a cualquier tipo de socialización. El único modo de proteger una isla del otro, pienso, es ser el primero en habitarla. En el Tigre nada de todo esto es posible, desde luego. En cada isla, decenas de lotes que en los mejores momentos del día parecen abandonados, en la noche se vuelven territorios de un futuro deshielo bajo la niebla que sube del agua. Un día sin embargo una canoa llega y se detiene en un muelle a cien metros. Bajan dos hombres de piel oscura y pelo canoso sin decir palabra alguna. La canoa comandada por un chico que no supera los quince años, se retira en silencio, camuflada en el paisaje. Los recién llegados hablan. Tienen voces parecidas, por momentos parecen ser una misma persona que cambia de tono. Pese al  evidente desacuerdo respecto a una cuestión, no discuten. El tiempo vuelve a correr. El túnel de árboles inclinados sobre el río funciona como cámara de resonancias y transporta, intactos, ciertos diálogos. Los recién llegados, que para mi gusto pasan a ser intrusos, dirimen una cuestión crucial. No hay preguntas ni respuestas. Sólo un contrapunto de afirmaciones en la funda de dos voces siamesas. “Quince días”. “Diez”. “Pasado mañana se olvidan de nosotros”. “Poné música”. “Sos boludo, poner música, mirate este paisaje, disfruta el sonido de los pajaritos”. “Disfrutar… No puedo”. “Vamos a llamar la atención con música”. “No aguanto diez días sin cumbia, Mono”. “Tenemos que guardarnos, Leto. Escuchate ese grillo”. “Paraaaaá” dice Leto y desaparece entre los árboles, hacia el interior de la isla. Mono permanece quieto unos segundos, y va detrás caminando como un pato. Es chueco y por el ademán reiterado de levantarse el pantalón al andar, se me hace evidente que viste ropa prestada. El gesto no desentonaba demasiado con su apodo, pienso. “No corrás”, dice  Mono, y luego vocifera, como si correr fuera lo peor que pudieran hacerle a un chueco entrado en años: “hijo de la remil puta, no corras, te dije”.
Imagino a Leto perdido en el corazón de la isla. A las pocas horas veo a Mono asomarse a río solo y cauteloso, como si espiara. Incluso en ese momento no me descubre. A las pocas horas, la misma canoa que lo trajo para en el muelle. Mono sube, consternado, sin que medien palabras, y la embarcación se aleja en dirección opuesta a mi mirada.

* Publicado en Cultura Perfil el 5 de abril de 2015