domingo, mayo 18, 2014

Alta fidelidad

Quisiera escribir sobre una ciudad realmente nueva. Una ciudad invisible, como las Italo Calvino, y dejar atrás en el recuerdo esa Ciudad Matriz, La Habana, que tiene ramificaciones inesperadas en rincones de todo el mundo: Montevideo, Buenos Aires, el Callao, Potosí, Pekín, Nápoles, Madrid, etc…  Ciertos encuentros podrían anular esa dimensión pasada y espléndida - una dimensión polaroid- de la Ciudad Matriz en decadencia. Pareciera que en La Habana es posible vivir el anhelo de una vida anterior, exactamente el tipo de vida que me figuro tenían mis padres en la década del sesenta o setenta. De ahí, creo, proviene su encanto.  
Podría enumerar al infinito momentos que nunca podrían transcurrir en la Ciudad Matriz. Diría que en general son momentos irrepetibles de la vida contemporánea. En Ciudad de México, sobre la Avenida Álvaro Obregón llegando a Insurgentes Sur, existe una disquería denominada La Roma Records, en honor a la Colonia en que se encuentra ubicada. La épica de las disquerías siempre me resultó más amigable y auténtica que la de las librerías. Las disquerías hoy se han vuelto sumamente íntimas y secretas, en general están diseminadas en galerías, o en pequeños locales donde a lo sumo hay un empleado, como en La Roma Records, y visitantes sonámbulos. Esas disquerías, a mi modo de ver, son limbos ideales para escuchar música, para ejercer un tipo voyeurismo que el formato tangible de los resucitados vinilos facilita, y para incurrir en hábitos, como tomar cerveza, café o fumar, que el formato deshumanizado y eficiente de los locales comerciales ha desterrado. Entrar a uno de estos locales equivale a acceder a otra dimensión: ni pasada ni futura. Una nueva acepción del presente que tarde o temprano va a llegar a las librerías –La Internacional argentina y Lilith, en este sentido, son precursoras y no sobrevivientes-.
Hace unos quince años vi un film de Stephen Frears, Alta fidelidad. No podría decir si la película es buena o no; a priori los films de Frears, como los de Ken Loach, me gustan y los disfruto de cualquier manera, aunque la crítica no se canse de mencionar altibajos en el caso de ambos. En Alta fidelidad el protagonista, Rob, tiene una de esas disquerías que ahora abundan en la Colonia Roma, pero también en nuestra calle Corrientes y casi en cualquier lugar salvo en La Habana: un sitio con algo de depósito y un cierto desorden en el mostrador que me recuerda el escritorio de los editores que leían manuscritos. En el film los clientes suelen ser coleccionistas que hurgan bateas y huelen los discos. Frears filma anticipadamente el renacimiento del vinilo y retrata un tipo de tienda barrial y un tipo de cliente –más maníaco que nostálgico, más fetichista que consumista-, que incorpora la rutina del ocio y la charla como elemento central y que excluye patrones de eficacia y orden propios de un supermercado. De hecho la adquisición de un objeto parece una transferencia más que una transacción. En la disquería del film de Frears, todo parece valer más de lo que cuesta. Es decir, en ese ámbito encantado, como en las librerías de usados, flota el espejismo de que la ley del mercado ha dejado de funcionar o ha aplacado la inflación de productos, y por fin se ha hecho justicia con la vida de los objetos duraderos y su influencia interminable en la vida privada.   

    
- Publicada en Perfil Cultura el 18/05/14

Cuestión de identidad

Usar un control remoto se me representa como un acto de otro tiempo. Sé que exagero, pero en Cuba cada movimiento tiene una cuota de anacronismo. Recuerdo que esa vez, haciendo tiempo hasta que me viniera sueño en un hotel habanero, hice zapping y me topé en la televisión con un documental en el que, con pruebas fehacientes –como una supuesta grabación de George Harrison-, se aseguraba que Paul McCartney había muerto en un accidente en mil novecientos sesenta y cuatro. Según la versión, había sido reemplazado por un doble al que los servicios de inteligencia habían entrenado para  encubrir la muerte de Paul y evitar una ola de suicidios entre los jóvenes fans. Paradójicamente, la prueba fehaciente de que el MI5 había entrenado a un doble hasta transformarlo en una perfecta copia, residía en que cantaba igual y era también zurdo.  
Hace dos semanas, Paul McCartney tocó en Montevideo. Mi afición a los Beatles es tardía y producto del amor: Valentina me enseñó cada rincón de la banda. A esta altura, creo haber escuchado y entendido todos los discos a través de ella. El siguiente paso en esta conversión beatlemaníaca, consistió en recorrer la carrera solista de McCartney. La puerta de entrada a su discografía fue New, su último disco. Valentina no necesitó convencerme de viajar a Montevideo. New es por lejos el disco más adelantado y fino de rock en el siglo XXI.    
Durante el recital recordé los detalles de esa conspiración disparatada difundida por un canal cubano. Me dije que si fuera un doble, el impostor debería haber dejado de ser Paul y ser sí mismo tras la disolución de los Beatles. ¿Por qué había decidido seguir siendo Paul y componer a su manera durante tantas décadas en vez de saltar al anonimato con una fortuna a cuestas? He aquí un misterio válido tanto para el imposible impostor como para Paul: ¿cómo hizo para mantener intacto durante cinco décadas, y a los setenta y dos años, el hilo de una identidad compositiva? No es cuestión de originalidad sino de genio, y esto es infalsificable.
Durante nuestra estadía en Montevideo, fantaseamos con encontrar a McCartney en la calle. Al parecer, en una ciudad tan tranquila, McCartney caminaba, andaba en bicicleta y comía afuera. Nuestra fantasía se fundaba en un hecho. En abril de dos mil doce, un primo mío que suele pasar largas temporadas en la costa uruguaya, entró a una estación Ancap sobre la ruta Interbalnearia que conecta las playas del este con Montevideo. Se sentó en una mesa del minimercado a tomar café. Desde ahí, al rato, vio a un hombre que descendía de una Van polarizada por la puerta del acompañante y entraba al minimercado. En esa primera ojeada, podría haber sido confundido con un turista más de los tantos que ostentan bienestar y prosperidad. Pero mi primo notó en él un aire familiar y lo estudió. A medida que pasaron los segundos, sospechó que quien ahora se paseaba por las góndolas y elegía un alfajor, un chocolate y una Coca light, era un doble de McCartney. Concluyó que el doble McCartney adoraba ir a Uruguay y vacacionar en alguna localidad presumiblemente exclusiva, como José Ignacio. Cualquiera en el lugar de mi primo habría reaccionado con el mismo escepticismo al ver a un semidiós traspapelado en la mundanidad. Recién cinco días después, se enteró de que el cerebro de los Beatles había estado en Uruguay y había actuado ante cincuenta mil personas en el estadio Centenario.    

- Publicada en Perfil Cultura el 04/05/14


Donde yo no estaba



Me pregunto si es posible, en una columna de esta clase, escribir acerca de un lugar en el que uno nunca estuvo. Por ejemplo, la Plaza Roja de Moscú. En los últimos años quienes viajan a Rusia vuelven impresionados por el mismo fenómeno: sectas de nostálgicos del comunismo en medio de una sociedad de consumo frenética. Ancianos que no se han adaptado al neoliberalismo feroz y forman clubes de fans para rendirle culto no tanto a la revolución rusa como al espectro de un Estado omnipresente y benefactor. Algunos bares también están plagados por una estética vintage del comunismo.
Lo cierto es que todos, los mismos rusos y los turistas, tienen la impresión de que el fin del comunismo sucedió mucho tiempo atrás y es algo sobre lo que en general no se habla. Los habitantes, salvo los nostálgicos que circulan como extraterrestres en una sociedad vorazmente materialista, guardan una distancia enorme hacia esa época, a pesar de que la población, en mayor o menor medida, vivió alguna etapa del comunismo. Imagino que la etapa final, en la que coexistió la ineficacia burocrática con la anarquía mercantilista, debe haber sido la más onírica e irreproducible, y probablemente en Rusia se haya dado de manera muy distinta que en Alemania del Este, cuya reestructuración quedó en manos de la Alemania que conocía el interior del capitalismo.
Algo de eso puede verse en Cuba hoy. Si bien La Habana no ha dejado de ser un Museo temático de la Revolución, hay algo delirante en el modo en que los cubanos metabolizan una realidad hiper regulada y encuentran fracturas en la ley para fabricar un negocio. Tantas son las fracturas, que recientemente una nueva ley de inversiones incorporó o blanqueó lo que venía ya sucediendo por lo bajo: la mayoría de los inversionistas eran cubanos exiliados que, a través de parientes en la isla, invertían en un paladar, en un departamento, en un taxi de los años cuarenta. Supongo que es el principio de una transformación y que, a diferencia de la Unión Soviética, el cambio gradual de paradigma va a prevenir una debacle como la de Rusia durante la presidencia de Yeltzin y la posterior autocracia de Putin. Hay algo innegable en el alcance de la doctrina revolucionaria cubana: el discurso único y el estado policial surtieron efectos persuasivos en buena parte de la población, o al menos lo suficientemente persuasivos como para que los opositores fueran confundidos con conspiradores imperialistas, por lo cual nunca asomó la posibilidad de un golpe de Estado que abriera la puerta al infierno tan temido del capitalismo.
Me pregunto también si es posible, en una columna de este tipo, escribir sobre un suceso que no ocurrió pero parece inminente. La reunificación de las dos Coreas hace rato me obsesiona, aunque no es tan inminente como la apertura de Cuba. Por anticipado, respirando la expectativa de los coreanos del sur, me siento testigo ideal. Tanto  los habitantes de ese sur, por cuestiones afectivas, como el Estado y las empresas, por cuestiones económicas –ampliar el mercado, incorporar mano de obra barata y colonizar tierra para un país superpoblado-, anhelan una reunificación que sería, en el fondo, una absorción. En tal caso, Corea del Sur cumpliría, bajo la tutela de occidente, el mismo rol que Alemania Federal en su momento, aunque en verdad la presencia de una dinastía gobernante y una población militarizada en el norte, vuelvan imposible esta fantasía nostálgica del futuro.


- Columana publicada en Perfil Cultura el 13/04/14