lunes, noviembre 09, 2015

Tren fantasma *


Cada vez que viajo con mi bicicleta en el furgón de la línea San Martín, no deja de sorprenderme que esté repleto de pasajeros echados en el suelo incluso mientras en el resto de los vagones haya asientos vacíos. La cantidad de bicicletas colgadas a menudo se reduce a dos o tres. El furgón parece el último círculo del infierno, donde se agrupan per se lisiados, fumadores, bebedores, y algunos polizones. Supongo que esa autodeterminación trasluce en realidad un tipo de discriminación y un maltrato social que, reiterado en el tiempo, lleva mecánicamente a la autosegregación: viajar en la zona más clandestina. Algunos, incluso entrando por el medio del tren, se dirigen al final o al principio, sin levantar la mirada, como si hubiera un lugar de pertenencia en cada uno de los furgones ubicados en los extremos. Aunque el tren no esté dividido explícitamente, hay dos clases demarcadas por el uso y la costumbre.

De los trenes que conocí, los de la India fueron los que más clases presentaban: 1 ra, 2 da, 3 ra con asiento reclinable, 3 ra con asiento no reclinable de madera. Luego el techo -más que una clase, una dimensión-, donde viajaban los intocables. En ese sistema de exclusión que reproducía el de las castas, había una sobredeterminación precapitalista, con miles de años encima. En los trenes nocturnos la cantidad de clases se duplicaba: camarotes individuales dignos de un príncipe, compartimentos con dos literas, con cuatro cuchetas, con seis, con ocho. Cuchetas que eran simples tablas de madera y producían la impresión de que ahí se apilaban cuerpos para una autopsia. Cuchetas mullidas para las castas intermedias. Compartimentos precarios en donde no había cuchetas sino asientos de madera rígidos, y en donde a la noche se agrupaban los fantasmas confinados en los techos. Sólo un extranjero tenía la posibilidad de atravesar todas estas clases sin pudor. Un indio de casta alta tal vez nunca viaje en su vida en 3 ra ni en los compartimentos nocturnos en los que se hacinan, como en cárceles, los descastados. A la vez un indio de casta baja, teniendo el dinero, jamás viajaría 2 da clase, por pudor y karma.

En otros trenes, como el Shinkansen en Japón o el KTX en Corea, las clases son dos, bastante imperceptibles e intercambiables debido al exceso de confort. Sin embargo los vagones más buscado por los pasajeros no son los de cierta clase, sino los de fumadores. Ahí, en torno a una debilidad, se agrupan plácidamente todas las clases sociales. Como si en esa comunidad se activara una liberación, los pasajeros fuman sin parar las dos horas que dura un viaje en tren de alta velocidad y las caras apenas se ven entre la frondosidad del humo. La mala prensa del tabaco en el mundo, sin embargo, no ha desalentado a los ejércitos de fumadores ni en Japón ni en Corea, y todavía hay bares y restaurantes que rechazan esa clasificación occidental: fumadores y no fumadores. Lo mismo podría decirse sobre la comida. La cocina no contempla el vegetarianismo, sino las dietas elaboradas a partir de una tradición culinaria, y los restaurantes se dividen por especialidad: sopas de fideos, sopas de mariscos, pescado crudo, carnes rojas, intestino, sushi, yakitori, etc... En alguno, ocasionalmente, puede haber platos vegetarianos: tantos como el número de fumadores en el vagón de no fumadores.

* Columna publicada el 1/11/15

Segundo origen *


El árbol genealógico es una fábrica de anécdotas y viajes en sentido inverso. O de viajes sin sentido. La pregunta por la genealogía no atañe al destino, sino a una construcción ficticia de la identidad. En el camino de la ucronía, podría imaginar y reinventar el viaje de mis antepasados a América. Ese viaje aparejaría deducciones forzadas e incluso idealizaciones para ligar el presente a un origen.  Donde hay antepasados, siempre se falsifican altares para pequeños próceres, pioneros, fundadores de pueblos, criminales, figuras épicas que de la pobreza pasan a la riqueza y fundan la distinción de un imperio a través del olfato comercial. Hay tantas generaciones en el medio que ésta falsificación inevitable forma parte de un malentendido que va creciendo como una bola de nieve, generación tras generación.  

Durante los últimos años, cada vez que crucé de Buenos Aires a Montevideo en ferry, me vino a la memoria una anécdota que refería mi padre para mitificar la llegada de los Coelho al Río de la Plata. Hablaba de un antepasado lejano como si fuera un conquistador. El primer Coelho había llegado a Montevideo desde Portugal y había fundado una empresa naviera para unir las dos ciudades del Río de la Plata, lo cual con el paso del tiempo derivó en contrabando y transporte clandestino de exiliados políticos unitarios durante el rosismo. En teoría, esa empresa lo había vuelto rico  y le había dado al apellido una alcurnia. Mi padre heredó esa alcurnia imaginaria pero nada de dinero. Con el paso de los años, esa alcurnia se esfumó y quedó el trazo de una genealogía cada vez más mitificada, a la distancia, desde una perspectiva nostálgica, a medida que su destino individual fue desdibujándose.

En ese árbol genealógico no hubo más viajeros que el primero, ese que cruzó el Atlántico. Sus descendientes migraron a Buenos Aires desde Montevideo y se dispersaron en la pampa. Podríamos decir, si resistiéramos la tentación de la ucronía, que en los pueblos de llanura engendraron monstruos familiares. En esto, y no en una fundación o en un desembarco, gravita el origen. Por eso, tiempo atrás, cuando me quedó claro que no existía ningún linaje y que la mía, como cualquier otra, había sido una familia en constante batalla con la precariedad y las convenciones de la época, exploré el mundo de la pampa seca. Más allá de Bahía Blanca y Coronel Pringles, en el extremo de la provincia, donde en el siglo XVIII se instalaron los primeros fuertes y se plantó el primer mojón para la posterior conquista, un siglo más tarde, estaba el pueblo en el que mis abuelos se conocieron. Compuse esa zona buscando una mitología familiar propia, no heredada. Bajé de la estación de ómnibus al amanecer en un suburbio borrascoso y sin alma. Llegué al centro, que se asemejaba a medias al pueblo de trazos coloniales y en pendiente que había imaginado. Alguna vez ese territorio al borde del Río Negro debía haber sido colonial, pensé. Faltaban piezas para que ese pueblo del lejano sur se pareciera a un pueblo del Far West con Río. Lo que quedaba,  erosionado por el paso del tiempo y el viento, se compaginaba más bien con los sucesos que en aquel momento silenciaron a la sociedad y dejaron desde entonces unida la palabra Patagones a una segunda masacre: no la conquista del desierto sino la ejecutada por un chico de quince años.

Oliverio Coelho

* Columna publicada el 18/10/15 en Cultura Perfil.

Luz azul *

La primera noticia de Islandia me llegó a través de Borges. Recuerdo unas fotos de Borges en el último periodo de su vida, cruzando un puente junto a la que sería su viuda. Más tarde, investigando la biografía de Bobby Fischer, me llegaron más impresiones de esa tierra que en verano parece deslumbrante y en invierno se transforma en una celda ideal para sedentarios. Menos por Björk que por Sigür Ros, empecé a escuchar música de esa isla y cierta vez, en un BAFICI, me topé con una película que presentaba una hipótesis un tanto forzosa para explicar por qué una tierra habitada por trescientos treinta mil personas, había dado tantos músicos, con Björk a la cabeza, de renombre internacional en las últimas décadas. El film atribuía este fenómeno por un lado a la necesidad de pasar el tiempo en la depresión que cundía en los largos inviernos, y por otro a la cualidad severamente insular que pesaba entre jóvenes que veían en el rock la posibilidad de abrirse paso y migrar hacia otra isla, el Reino Unido. Estimo que, en ese trance, para nadie la literatura resultaba una vía de escape.

A esta altura cualquiera podría inferir que estuve en Islandia.  Hace un tiempo, en tránsito hacia Seúl, experimenté la fantasía de viajar como polizón hacia Reikjavic, la ciudad en la que Bobby Fischer batió a Boris Spassky. Esperando mi vuelo hacia Seúl, en el aeropuerto JFK, empecé a caminar al azar. De pronto di con una salita de espera que parecía parte de otro aeropuerto. Una luz helada atravesaba el ventanal. Había humo en la atmósfera. Sospeché que la gente fumaba, pese a la estricta prohibición. Por la cantidad de personas, supuse que el avión que partía era pequeño: tal vez una avioneta. Me ubiqué a un costado, en donde no pudieran verme. Algo me resultó sumamente extraño desde mi posición de testigo fantasmal. Al principio atribuí lo raro a las características provincianas de esa sala. Luego entendí que el origen del extrañamiento provenía de la homogeneidad reinante. Los presentes allí parecían miembros de una misma familia. Imposible, en ese grupo, determinar la belleza de una mujer o un hombre. Eran una unidad a tal punto que al momento de embarcar una azafata con aire albino no les pidió ni boarding pass ni pasaporte. Les bastó mirarlos para confirmar que pertenecían a la especie. Tal vez suponía que nadie en ese mundo desearía recaer en Islandia como polizón.
Cuando los últimos de la treintena de pasajeros terminaron de perderse en la manga que conducía a un pequeño Boeing, me puse de pie. Me pregunté qué podía hacer de mi vida al llegar a Islandia. Supuse que a mí sí me pedirían tarjeta de embarque. Durante dos segundos imaginé el aeropuerto de Reikjavic, un gran galpón, simple y frío como la salita de JKF. Luego, mis primeras horas en una ciudad de luz azul, repleta de bares mortecinos y hombres abatidos por el aislamiento y la endogamia. La salita de espera ya estaba vacía. Ni humo, ni ruido. Cualquiera diría que el sitio siempre había estado así. Busqué a la azafata como alguien que busca en un cenicero rastros después de alucinar a un hombre fumando. Estaba todavía detrás del mostrador, y le bastó un segundo para entender que estaba frente a otro de los tantos voyeurs que una vez a la semana se acercaban a presenciar una partida de espectros.   

* columna publicada el 4/10 en Cultura Perfil.  

Un espectáculo sádico *

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Alguna vez, al perder una campera en un pueblo de Suiza, me dirigí a una oficina de objetos olvidados que queda al fondo de la estación. La gente que se desempeña en esas oficinas cumple una función sobrenatural y disimulada. Son de alguna manera los custodios de la vida cotidiana, obradores y al mismo tiempo deidades escurridizas que parecen emanados de las penumbras de Robert Walser. Al mismo tiempo, son los grandes benefactores del azar. Me pregunto cómo será la vida de alguien que administra objetos que nadie reclama. Y cómo será vivir en un purgatorio donde lo inerte seduce lo vivo.

En ese mismo viaje al lago Lemán, conocí gente que se desempeñaba oficios estrambóticos y anacrónicos, pero nunca me sucedió algo tan llamativo como en Caux, cuando bajé del tren para visitar a un amigo pintor que me esperaba en la estación de Montreaux. Allí estaba él, sí, pero como una especie de modelo vivo, junto a dos camarógrafos que se turnaban para documentar su vida cotidiana las veinticuatro horas al día con una cámara digital. El proyecto tenía algo descomunal que sólo podía calzar con la personalidad de un megalómano capaz de creer, no sólo que su vida podía capturar la atención de alguien, sino que podía vivir sin tiempo privado, sin secretos, sin intimidad –aunque frente a la cámara pudiera falsificar algún tipo de intimidad-.

Los días en la casa de Caux me depararon experiencias estrambóticas. La menor y más placentera, alimentarme de chocolate suizo, casi el único comestible que mi amigo guardaba en las alacenas de su casa, junto a quesos que compraba en granjas cada vez que, caminando por las montañas, llegaba a la zona de Gruyere. Esa especie de peregrinación alpina por la zona de Gruyere fue otra de las experiencias mencionadas. Debía ser documentado por los camarógrafos/súbditos. Mi amigo debía posar en su paisaje natal, dialogar con un amigo de su juventud –yo- y sobre todo mostrar destrezas físicas que no suelen compaginarse con la rutina del artista. 

Partimos temprano al amanecer, cuesta arriba. Los senderos estaban en bastante mal estado y el día de caminata estuvo repleto de accidentes, caídas, tobillos esguinzados. De cada percance mi amigo parecía extraer una satisfacción secreta. Éramos criaturas inferiores que documentábamos la pericia de un superhombre. Al mismo tiempo que evitaba socorrernos en cada accidente y sonreía, nos negaba el agua y el chocolate, únicos víveres que cargábamos -suponiendo que el recorrido duraría una hora- y que él administraba con avaricia en su mochila. En las esporádicas paradas, a cada uno de los mártires que lo seguíamos con resignación les permitía un trago de agua de la cantimplora y un bloque de chocolate, lo suficiente para reponer energías. En cierto momento tuve la certeza de que la misión de mi amigo era matarnos. Que no había retorno ni final de camino. Que volvería solo, con los registros que quedaran en las cámaras de los documentalistas esclavizados por el sadismo de un pintor. Fantaseé con huir, salir del sueño y despertar. De pronto, cuando empezó a caer el sol, asomó el lago a lo lejos. Mi amigo bajó con un técnica impecable y se perdió entre las copa de los árboles, como un ciervo. Extenuados, los camarógrafos y yo caímos en la trampa del descenso. Esa bajada abrupta deparó el doble de golpes que el ascenso.  Llegué último, de noche. En la casa las luces prendidas del jardín, las voces, las risas y el ruido de las copas, anunciaban una fiesta no anunciada. 

* Columna publicada en Cultura Perfil el 20/09/15. 

Caníbales de visita *

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Un amigo extranjero que visita Argentina dos o tres veces al año, me comenta sin ironía que en la cocina de algunos lugares, como en la del restaurant de un popular Museo de la zona del Botánico, verifica que el límite entre la comida gourmet  y la comida de hospital es más tangible que en cualquier otro lado: brótolas y pechugitas a la plancha sin gusto, soufflés de calabaza desabridos, lomos a la llama  agarrotados. Según su teoría el proveedor de los hospitales y de los restaurantes es el mismo. La condición sine qua non para que las características de un chef sobresalgan reside en que tenga un horticultor cómplice y un proveedor de carnes fiable en el mercado chino. Al mismo tiempo, cada vez son más los chefs que articulan lazos con productores rurales para evitar la textura industrial que empareja el sabor gourmet con el hospitalario. Comer afuera, entonces, para este amigo, se ha transformado en una disciplina arqueológica en torno al origen de los alimentos, su contenido en hormonas, pesticidas, fertilizantes. Pocas veces, creo, disfruta de comer afuera, salvo en parrillas, donde por aspectos socio culturales de la tradición culinaria local, él no pone en duda origen puro y pampeano de la carne y por ende no lo agobia la fantasía de estar intoxicándose en dosis homeopáticas con los químicos del capitalismo tardío.

De viaje nunca se me ocurrió indagar en el origen de las comidas, ni en la composición de algunos potajes. Estar de viaje en realidad implica eso: someterse a un orden cultural distinto en el cual hay una omisión de la salud y, por ende, una nueva fisiología. En esta tónica, esa nueva fisiología puede ser fóbica, como en el caso de mi amigo, o producir un destape nada elogioso que en mi caso se canalizó en incursiones culinarias: currys muy picantes, sopas de algas y tofú, cangrejo vivo con un golpe de hervor. Recuerdo que la apoteosis de ese destape se dio en Seúl, en el 2007, en el curso de una residencia de escritores. Junto a Anvar y León,  poetas de la India y México respectivamente, después de meditarlo un poco, emprendimos una aventura que hoy en día, en todo Occidente y en buena parte de Oriente, está tan reprobada como la antropofagia. Incluso en Corea la carne de perro es un tabú. Los restaurantes en Corea se caracterizan por estar divididos en especialidades: carne de ternera, cierto tipo de pescado como la anchoa, cerdo, sopas, fideos, barbacoa, pescado crudo, tradicionales, etc. El especializado en perro no abunda en los últimos tiempos, suele estar disimulado en un callejón, pero sigue siendo un lugar de peregrinación para ancianos que, durante la posguerra,  cuando no había casi carne en la península, buscaban fortalecer la salud a través de este tipo de sopa prescripta para combatir la anemia. Hacia uno de estos pequeños salones nos condujimos Anvar, León y yo. Al entrar, toda la corte de señores sentados alrededor de mesitas ratonas en el piso hizo silencio y nos miró. Una mesera –la única mujer presente en el lugar- intentó expresarnos con señas que nos habíamos equivocado de lugar. Ocupamos una mesa, hubo entre el dueño y la mesera una discusión que giró, supongo, en torno a la pertinencia de atendernos o no. Probé dos cucharadas para experimentar el sabor de esa carne elástica y seca como la de una llama, y Anvar, convencido del origen puro y mítico de ese alimento, me reprendió con una mirada que parecía decir “todas las carnes son iguales”.  

* Columna publicada en Cultura Perfil el 6/9/15