Un
amigo extranjero que visita Argentina dos o tres veces al año, me comenta sin
ironía que en la cocina de algunos lugares, como en la del restaurant de un
popular Museo de la zona del Botánico, verifica que el límite entre la comida
gourmet y la comida de hospital es más
tangible que en cualquier otro lado: brótolas y pechugitas a la plancha sin
gusto, soufflés de calabaza desabridos, lomos a la llama agarrotados. Según su teoría el proveedor de los
hospitales y de los restaurantes es el mismo. La condición sine qua non para
que las características de un chef sobresalgan reside en que tenga un
horticultor cómplice y un proveedor de carnes fiable en el mercado chino. Al
mismo tiempo, cada vez son más los chefs que articulan lazos con productores
rurales para evitar la textura industrial que empareja el sabor gourmet con el
hospitalario. Comer afuera, entonces, para este amigo, se ha transformado en
una disciplina arqueológica en torno al origen de los alimentos, su contenido
en hormonas, pesticidas, fertilizantes. Pocas veces, creo, disfruta de comer
afuera, salvo en parrillas, donde por aspectos socio culturales de la tradición
culinaria local, él no pone en duda origen puro y pampeano de la carne y por ende
no lo agobia la fantasía de estar intoxicándose en dosis homeopáticas con los
químicos del capitalismo tardío.
De
viaje nunca se me ocurrió indagar en el origen de las comidas, ni en la
composición de algunos potajes. Estar de viaje en realidad implica eso:
someterse a un orden cultural distinto en el cual hay una omisión de la salud
y, por ende, una nueva fisiología. En esta tónica, esa nueva fisiología puede
ser fóbica, como en el caso de mi amigo, o producir un destape nada elogioso
que en mi caso se canalizó en incursiones culinarias: currys muy picantes,
sopas de algas y tofú, cangrejo vivo con un golpe de hervor. Recuerdo que la
apoteosis de ese destape se dio en Seúl, en el 2007, en el curso de una
residencia de escritores. Junto a Anvar y León, poetas de la India y México respectivamente, después
de meditarlo un poco, emprendimos una aventura que hoy en día, en todo
Occidente y en buena parte de Oriente, está tan reprobada como la antropofagia.
Incluso en Corea la carne de perro es un tabú. Los restaurantes en Corea se
caracterizan por estar divididos en especialidades: carne de ternera, cierto
tipo de pescado como la anchoa, cerdo, sopas, fideos, barbacoa, pescado crudo,
tradicionales, etc. El especializado en perro no abunda en los últimos tiempos,
suele estar disimulado en un callejón, pero sigue siendo un lugar de
peregrinación para ancianos que, durante la posguerra, cuando no había casi carne en la península,
buscaban fortalecer la salud a través de este tipo de sopa prescripta para combatir
la anemia. Hacia uno de estos pequeños salones nos condujimos Anvar, León y yo.
Al entrar, toda la corte de señores sentados alrededor de mesitas ratonas en el
piso hizo silencio y nos miró. Una mesera –la única mujer presente en el lugar-
intentó expresarnos con señas que nos habíamos equivocado de lugar. Ocupamos
una mesa, hubo entre el dueño y la mesera una discusión que giró, supongo, en
torno a la pertinencia de atendernos o no. Probé dos cucharadas para experimentar
el sabor de esa carne elástica y seca como la de una llama, y Anvar, convencido
del origen puro y mítico de ese alimento, me reprendió con una mirada que
parecía decir “todas las carnes son iguales”.
* Columna publicada en Cultura Perfil el 6/9/15
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