lunes, diciembre 23, 2013

Futuro prefabricado

Todavía todo huele a conquista en el Mar de Cortés. A pocos kilómetros de Loreto, antigua capital de las Bajas Californias transformada en atracción turística, alguna empresa norteamericana planeó un pueblo próspero, un pedazo de Norteamérica incrustado en México. Con V no habríamos llegado si no fuera por un intercambio de casas. Se trata de una especie de barrio cerrado con una arquitectura que mixtura elementos mediterráneos, materiales áridos del desierto y rusticidad hispánica. Norteamericanos rubios y lustrosos transitan montados en carros de golf calles prósperas. Parece un barrio temático. Si no estuviera construido con materiales semi nobles, Nopoló podría aspirar a entrar en ese museo de la imitación y la miseria que es Las Vegas. Pareciera acá que la imitación de viejos estilos pudiera generar, a la larga, un nuevo estilo y borrar sus referentes. Imagino una situación hipotética, un malentendido posible: Nopoló en millones de años, único resto urbano en la tierra, bajo la lupa de alienígenas. Me pregunto si la considerarían un resto original de la civilización y si encontrarían una clave arqueológica para reponer el pasado del hombre.
Sin necesidad de viajar al futuro y especular con alienígenas, este barrio junto al mar podría ser un refugio postapocalíptico, como lo fueron en otra época los shoppings. Un sitio al que vino a parar el remanente del género humano. La actitud de los norteamericanos cuadra perfectamente con la de sobrevivientes ajenos a la extinción, ensimismados en su propio bienestar. El interior de la casa que nos tocó en suerte es frío, de muebles faraónicos, cargado de electrodomésticos inmanejables, como un lavavajilla. 
Y así como en Nopoló abundan nuevos ricos que quieren acceder a un buen gusto prefabricado, a la historia, a lo que suponen de noble o personal en lo antiguo, unos treinta kilómetros al norte, en la Bahía de Concepción,  con V terminamos de metabolizar una sensación: Baja California apareja un choque cultural. Esta parte escindida México simplemente es el escenario para que la white trash de EEUU se oree. Las playas más agrestes fueron colonizadas por moterhomes en las que mensualmente miles de norteamericanos cruzan la frontera, en busca de vacaciones baratas, pesca, servidumbre, tierra regalada y exotismo controlado. Hay constelaciones de moteles que huelen a soledad degradada, a invasión y estancamiento. No hay personajes dementes con anécdotas, sino un gran personaje hermético, apegado a sus costumbres y a su idioma, “el gringo”, un molde en el que en mayor o menor medida caben todos.

El sargento, kilómetros al sur, es la segunda posta en nuestro intercambio. Resulta ser un asentamiento al borde de una ruta pero a metros del Mar de Cortés, con más white trash reunida en bares que ofrecen hamburguesas y ring onions mientras televisan fútbol americano. Apenas investigamos la casa que nos dieron, notamos que el dueño, un tal Jack, dormía un machete junto a la cama. Las paredes están tapizadas por fotos que muestran a Jack en distintas escenas de pesca deportiva.  La casa es fantasmal. Sin marcas. Como si fuera el hábitat de un hombre abandonado. O una casa que fue enterrada porque algo terrible ocurrió entre sus muros. Las camionetas que circulan con música ranchera a alto volumen acentúan la impresión de que una trama hitchcokiana está por estallar. 

- Publicado en Perfil Cultura el 1 de diciembre.  

domingo, diciembre 22, 2013

Apuntes sobre la solemnidad

Durante muchos años soñé con regresar a Cuba. Soñé recurrentemente con la vuelta a una isla que, a los diecinueve años, dividió mi juventud o representó una entrada ficticia en la madurez. Instantáneas anacrónicas de La Habana me devolvían sensaciones de un joven artista recorriendo un planeta extraño antes de explorar el mundo propio. Lo cierto es que con el tiempo ese planeta se reabsorbió en mi interior y ahí permaneció, incrustado como una perla.
En los sueños el lugar de la felicidad se me representaba como un escondite precario junto al mar del Caribe. Diecisiete años después, volví al supuesto paisaje en el que había renunciado a la inocencia. No reconocí mí Habana, aunque paradójicamente nada había cambiado. Yo era otro caminando por el mismo páramo fósil: como si hubiera tardado todos esos años en transitar una cinta de Moebius que comunicaba dos caras de mi identidad. El tesoro de la juventud estaba perdido, aunque aquel planeta extraño fuera el mismo.
En otra ciudad, Oaxaca, encontré traspapelado al joven que había perdido la inocencia a los diecinueve años. Descubrí, gracias a un sueño, que caminar en Oaxaca a los treinta y seis años replicaba la sensación de caminar por las calles de La Habana a los diecinueve. En este sueño el lugar era el paraíso prometido. Reconocía el territorio secreto junto al mar en el que había sido feliz –ser feliz consistía en descubrir y aceptar los matices del sufrimiento-. Cuba no aparecía como un lugar antiguo o pasado, sino como otro mundo con la fachada de Oaxaca.
Tal vez durante mucho tiempo Oaxaca quede ligada a eso: un lugar inesperado en el que se encarnó un lugar mítico. Me pregunto por qué. Hago memoria. Simplemente  estoy participando de la Feria del libro que se organiza cada año, en noviembre. Las actividades de la feria consisten en mesas y presentaciones de libros.  Invitados que rotan. Amistades. Mezcales polimorfos. Homenajes. Cenas pantagruélicas. Hay un programa de visitas a escuelas, donde cada escritor dialoga con jóvenes estudiantes y habla de sus libros. Estos alumnos de trece o catorce  años, azuzados por sus profesores, han leído ya algo del autor que los visita. Esperan el encuentro con timidez, formando un círculo. Todos los ojos se mantienen fijos en mí con una curiosidad reverencial, como si en esa escuela yo hubiera introducido otro mundo. Cuando el primero de los alumnos habla y pregunta cómo escribir un libro, la curiosidad de los demás se acopla en interrogantes de toda clase. Escribir, entonces, se revela como lo más parecido al arte de hacer magia. El entorno rural y la suave línea de las sierras en el horizonte que entra a través de los ventanales, permean el aula de un clima onírico.

Con motivo de la feria se organizó también una actividad estrambótica. Un partido de básquet de escritores contra niños triquis, conocidos en todo México por provenir de una comunidad indígena oaxaqueña, y por haber formado un equipo de básquet juvenil competitivo a nivel internacional. Un equipo de escritores percudidos por la edad, el mezcal, el sedentarismo, enfrentó a un racimo de niños de ocho años que parecían disfrazados bajo sus remeras y shorts rojos y blancos. El evento fue tan popular que se celebró en un estadio con mil personas. Los niños triquis golearon a escritores que en la cancha exhibieron una cara oculta y fascinante, el lado bufonesco que en el fondo aísla la solemnidad literaria del ridículo.

- Publicado en Cultura Perfil el 17 de noviembre.