jueves, agosto 29, 2013

Un artista adolescente

Nada tan angustiante como esperar la vuelta. Después de viajar varios meses de mochilero, el tiempo se detuvo por primera vez a los veinte años. El día, a orillas del Bósforo, era luminoso. Yo estaba sentado en la mesa de un bar desierto, sin nada en el mundo, salvo el roce de una brisa onírica. La visión de una posible soledad futura se presento de repente. La idea de volver a Argentina trajo la de llegar a la muerte solo e impar. Abrí un cuaderno y pensé que mientras no encontrara a mi par, podía improvisar una novela publicable. Me figuré que la posibilidad de publicar podía suspender cualquier acceso de mortalidad. Pensé en todos los escritores para los cuales la solemnidad era un accidente inefable del talento. Imágenes borgeanas como la “unánime noche” de golpe me parecieron  consecuencia de un don fuera de control. La solemnidad, además de la mortalidad, sobrevolaban el Bósforo. Estambul era el territorio retirado de una batalla interior. La solemnidad no puede ser parte de un programa estético, me dije. El antídoto es la ironía. Ironía y solemnidad sin embargo son la consecuencia catastrófica del compromiso. Del atentado poético. De explorar la capa más patética de lo literario. De lo literario como efecto colateral de la poética.
Todas estas ideas se encabalgaban rápidas, iguales a voces en la cabeza de un loco. Se me ocurrió que volvería a ese rincón del Bósforo a tomar té cada mañana y a ensayar las afecciones de un escritor. Transcurrieron quince días que recuerdo como un largo día, una cicatrización que la emoción de lo exótico fue estirando.
Novelé en esas dos semanas la biografía de un mochilero con el cual había viajado en Marruecos y al cual le había regalado los manuscritos de novelas truncas que había cargado en la mochila con la ilusión de encontrar editor en Europa. Denny era hijo de un industrial taiwanés arraigado en Brasil, había nacido en San Pablo y tempranamente le habían diagnosticado esquizofrenia. Hasta los dieciocho años había vivido en un barrio cerrado, prácticamente aislado y bajo tratamiento, y recién cuando entró a la universidad para estudiar psicología y conocer su propia afección, tuvo su primera novia. Luego una segunda y una tercera. Todas lo abandonaron, según él, por razones vinculadas a su enfermedad. Desertó de la universidad, convencido de que la cura no vendría del estudio, y se analizó durante un año con una lacaniana. Después de sucesivos periodos de depresión, tomó la decisión de irse de viaje, pese a la oposición de la familia, y curarse en la ruta. Sin medicación y con dosis de hashish diario, descubrió que su enfermedad no existía. Me lo contó en un tren apestado de polizones y traficantes que atravesaba la noche del Magreb. Nos llevo unos días llegar al borde del Sahara. Allí le entregué los kilos de solemnidad impresa que había acarreado desde Buenos Aires y lo despedí para siempre. Como otros tantos mochileros que llegaban hasta ahí, siguió viaje hacia Mauritania, Senegal, Mali. Mucho después supe que había iniciado una nueva vida en Taiwán tras publicar varias novelas malas y solemnes en Brasil, y que se había casado con una prima y tenido un hijo.        

Antes de dejar ese hueco que había cavado a orillas del Bósforo para escribir algo publicable, releí la biografía de Denny y decidí enterrar el cuaderno ahí: donde se había gestado. Me convencí de que ni esa ni ninguna forma de escritura por venir estaban destinadas a combatir la propia mortalidad. 

. Publicado en Perfil Cultura, el 25 de agosto.  

jueves, agosto 15, 2013

Paris Pando *

Sucede en algunas primeras citas. La irrupción de un tercero es parte de una complicidad inicial o de un final prematuro. A la salida de un concierto de Nick Cave, por una mezcla de soledad y felicidad, empecé a hablar con un hombre y una mujer que caminaban cerca. Enseguida entendí que no eran pareja: se reían con demasiada timidez. Me adoptaron como a un puente provisorio para comunicarse. Él, Maurice, insistió en que los acompañara un rato. Valerie asintió, como si la hospitalidad hacia un extranjero suspendiera los protocolos de una primera cita. Deben haber pensado que después de un gran recital era triste no tener a nadie con quien hablar. Por alguna razón, cuando se es joven, por puro optimismo, uno quiere quedar bien con cualquier visitante. Mostrar la ciudad y compartir sus presuntos secretos termina siendo un modo de hacer propio un lugar hostil y desconocido. En una brasserie, a altas horas, después de hablar de Nick Cave, de los beneficios del verano y de la calidez de las ciudades mediterráneas, Maurice tuvo un acceso de rabia y afirmó que París era una ciudad muerta, cursi, aburguesada. Tal vez la ciudad de la tierra más injustamente prestigiosa. “Un infierno de estupidez y aburrimiento”, continuó, como si provocar a Valerie, que le clavaba los ojos verdes un poco decepcionada: desmitificar París era una manera ruin de herir la sensibilidad de un pobre turista sudamericano. A medida que bebía, Maurice parecía olvidar que él había insistido en invitarme. Mi presencia parecía habérsele vuelto tenebrosa en cuanto advirtió que un sudamericano portaba, detrás de una fisomía corriente y algo derrotada, un exotismo que intrigaba a mujeres como Valerie. Decidí intervenir: “No tenés idea de lo que es el infierno. Yo pasé por ciudades feas de verdad. En Uruguay existe una llamada Pando, donde no hay más que prostíbulos, proxetenas y juzgados que no dan abasto. Calles y calles repletas de putas y hombres en las últimas. Todo lo demás es miseria, familias que viven de esa industria sin humo”. Maurice bajó la mirada y se distrajo fumando para ocultar el rencor. “Eso es el paraíso…” Valerie lo detuvo en seco: “¿Qué? Es el peor lugar de la tierra: una ciudad de esclavas”. En ese momento entendí que mi intervención acaba de sentenciar el fin de cualquier potencial romance entre mis anfitriones. Maurice fue al baño y Valerie en un papel aprovechó para anotarme su teléfono. Al rato, los tres nos despedimos en direcciones distintas. No especulé ni esperé. Me quedaba un día en París. Al despertar llamé a Valerie. Sin que le dijera que quería verla de inmediato porque partía, me citó a las siete de la noche en el restaurante del hotel La Perle. Cuando terminamos de comer, pasamos a una habitación que ella había reservado. Recién adentro nos besamos. No mencionamos a Maurice. Al día siguiente me fui y, salvo por alguna postal, nunca más volví a saber de ella. Sin embargo, unos años después, en Montevideo, un episodio la trajo a mi memoria. Tomé un taxi y a poco de andar por la rambla, en pleno mediodía, el chofer exclamó: “Le soleil brille”. “¿Qué?”, repuse. “Sí, le soleil brille, el sol brilla…Eso me dijo un pasajero franchute ayer. El tipo era un loco, estaba encantado porque venía de pasar los días más felices de su vida en la ciudad más maravillosa del mundo: Pando. Mañana quedé en llevarlo de nuevo.”
* Publicado en Cultura Perfil, el 11/08

domingo, agosto 04, 2013

Espasmos coreanos

De todas las sorpresas que me deparó la pileta en Corea, la primera se manifestó en el vestuario. Los coreanos desnudos tienen algo andrógino, no terminan de ser hombres sin ropa. Se secan la piel con secadores de pelo y luego se untan cremas frente a un espejo de cuerpo entero. Tienen algo excesivamente femenino, un pudor asentado en el modo de moverse y no cruzar miradas. El mismo pudor se percibe en las mujeres, pero en la calle.
Una vez en la pileta me topé con una segunda sorpresa. No supe dónde poner la toalla y las ojotas. No había un espacio predeterminado, ni indicios de que la docena de nadadores presentes hubiera dejado sus posesiones en algún lugar. Como si no conociera oriente, no advertí que en ambientes privados se privilegia el contacto de los pies con el suelo. Recordé que en la ducha todos estaban descalzos y que en un corredor aledaño colgaban de ganchos varias toallas y elementos de higiene.
Aunque no soy profesional ni formé parte de equipos de natación –el entrenamiento grupal arruina el encanto solipsista y rústico del nado y lo transforma en deporte social-, soy un esteta del  movimiento, un ser autocrítico que por conocer debilidades y falencias propias invierte mucho tiempo buscándolas en los demás. El buen nadador, además de tener un ritmo regular, se caracteriza por producir en el desplazamiento horizontal una ilusión de verticalidad.
En los minutos que invertí en el borde experimenté una tercera sorpresa: nadie sabía nadar crawl aceptablemente ni dar la vuelta americana. Tal vez consideraban el crawl un género menor. Tiendo a creer esto último y no que los coreanos estén incapacitados para ese estilo. El género mayoritario, a las claras, era mariposa. Lo practicaban con un talento admirable. Me atrevo a arriesgar que el oriental, por su contextura física, tiene un don para este estilo evanescente y a la vez salvaje. Incluso las aptitudes motrices del nadador coreano más torpe resultan menos disruptivas en mariposa que en crawl. Deben practicarlo no como género excepcional sino como género central; de otra manera es incomprensible que gente mayor de edad arriesgue la salud de sus vértebras. Para un coreano nadar es sinónimo de mariposear en el agua. Después de la mariposa, el estilo predilecto –aunque la idea de que el estilo sea un género me convence más-, es el pecho. El más impopular, espalda.

Noté que después de dos largos todos paraban a descansar. Casi siempre eran más los que descansaban en el borde que los que nadaban. Incluso para hombres atléticos parecía estar prohibido nadar más de dos largos de corrido. Nadar ocho o diez largos continuos comenzó a producirme pudor y de a poco, para no quedar estigmatizado bajo el rótulo de “exhibicionista aeróbico”, me plegué al hábito de holgazanear en el borde. Entre tanto descanso, pude observar que por una puerta lateral esmerilada se esfumaban varias nadadoras. Esa puerta empezó a ser un enigma cuando cinco ninfas expertas en estilo mariposa de pronto emergieron del agua, corretearon sincronizadamente, como si salir de la pileta fuera una disciplina artística,  y se perdieron en esa otra dimensión. Una celada para extranjeros, pensé. Al rato percibí que también algún hombre atravesaba esa puerta y pasaba al otro lado suspirando. Me dije que la siguiente vez, con más coraje, familiarizado con el clima extraterrestre que fomentaban los cultores de la mariposa, me animaría a transitar el más allá. 

- Publicado en el Suplemento Cultura Perfil, el 28/07.