martes, octubre 21, 2014

Los últimos colores *


Hace unos meses, en un vuelo a Barcelona, mi compañero de asiento circunstancial –él en el pasillo, yo en la ventanilla- me aseguró que en Argentina en poco tiempo faltarían algunos colores. La idea de vivir en un lugar de colores escasos me trajo imágenes idealizadas de la Unión Soviética, un reino que en mi adolescencia presentaba una gama de grises infinita. Hoy en día, una realidad de colores extinguidos no se corresponde con la monocromía misteriosa de La Infancia de Iván. Es una realidad sobrevalorada, filtrada y expurgada, donde hay tres clases de hombres en vez de tres clases sociales: los sonámbulos, los obsecuentes y los condenados.   
Lo cierto es que “el apocalíptico de los colores”, como empecé a denominar a mi compañero a medida que pasaban las horas, íc﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽es que el apocalde Ivrompresentaba la misma gama era un atribulado importador de pigmentos, de unos sesenta años, que abastecía  a fábricas de pintura locales y había atravesado todas las crisis con un pie en alg bamos﷽﷽﷽﷽ún ramo de la industria nacional. Ahora iba a una convención de importadores de pigmentos organizada por un gran distribuidor español. En lo que duró el viaje, me detalló los secretos del negocio, aunque tales secretos ahora fueran inútiles debido a las dificultades para retirar de la aduana materia prima o encargarle al importador la cantidad de materia deseada y, como si fuera poco, conseguir autorización para girar dólares al exterior y pagar los costos. Incluso con todo en regla, ciertos pigmentos quedaban varados en la aduana, le pedían papeles sólo para demorar la entrega  y prevenir así –razonablemente- que ciertos importadores acumularan materia prima y especularan. Los trámites le salían observados y debía comenzar todo de nuevo. Con las cuotas de importación que le imponían, iba a terminar cerrando su empresa, como le había sucedido en el ochenta y nueve y en el dos mil uno. Si bien había una dosis de honestidad y realismo en su alegato, subyacía también un dejo melodramático profesional y una debilidad por ese modo acomodaticio de expresión, la queja –todo tiempo pasado siempre fue, no mejor, sino menos malo-, bastante extendido en esta época de dólares difíciles.
La respuesta a la especulación de la burguesía fue la burocratización, le dije. No es el mejor camino, pero es un camino legal, aunque por momentos uno tenga la impresión de vivir no en un país atrasado, sino en un país que de tan cartesiano se ha vuelto kafkiano. Me miró pensativo. Sus ojos parecían decir: “tal vez el drama de la burocracia no sea para tanto.”
Al bajar y recordar la historia de este hombre, comprendí que un avión es un gran lugar para encontrar retazos de la Historia. Y que en quienes viajan también volvía la historia nacional, no sólo la historia personal. Traté de recordar otras historias de cabina que encarnaran la historia perentoria de un país o una geografía y revelaran una ideosincrasia. Recordé a un exiliado venezolano que vivía en Nueva York porque en Caracas ya no conseguía sus perfumes preferidos. A una diseñadora de ropa de San Pablo que volaba a Buenos Aires para copiar modelos que a la vez eran una copia de los franceses o ingleses. A un joven golfista coreano prodigio que visitaba Seúl y no recordaba casi su lengua materna. A trabajores de la construcción que volvían desahuciados de Qatar a su Pakistán natal a pasar quince días  y se preparaban para migrar y servir en breve, como mano de obra esclava, sin opción de colores, en cualquier otro país de Medio Oriente. 

* Publicado en Perfil Cultura el 19 de octubre de 2014. 
     

Prisión perpetua *


Viajar en avión más de treinta horas me predispone a iniciar una vida en cautiverio. Hay tiempo neto para leer, escribir, dormir, en el estatismo más absoluto. Es posible inventar
una cotidianidad en esa cápsula que me lleva, transbordos mediante, a la isla de Jeju en Corea del Sur. Sólo debo renunciar a bañarme en un lapso de un día y medio. Pese al cambio horario, el dolor de espalda, la comida plástica, trazó un plan para no mutar o desfigurarme. Un viaje tan largo de alguna  manera prepara un estado de hibernación para la identidad.
Al revés que en otros viajes largos, no me derrumbo en la inercia, decido proseguir mi rutina. Escribo, leo y hasta improviso una variación en esa miniatura de vida que me queda por delante: prendo la pantalla. El vuelo de Aerolíneas argentinas que me lleva a Nueva York para combinar con otro vuelo a Seúl, tiene un menú de entretenimientos limitado, pero bajo el novedoso ítem TV Pública aparece Peter Capussuto, además de Paenza y Pigna. Hay tres emisiones y las veo salteadas. Trato de encontrar una fórmula para definir lo que veo e imaginar a un yanqui en mi lugar –está la posibilidad de ver el programa en inglés -. Hay algo intraducible e inaprehensible en la politicidad de Capussoto. ¿Irreverencia lisérgica? Ahí está violencia Rivas, martirizando mascotas. Luego las parodias rockeras de siempre, que me salteo porque tengo la impresión de que ya las vi. Todo en Capusotto produce una sensación agradable de deja vu. Las carcajadas que suelto comienzan a transformarme en sospechoso en un avión a oscuras, busco otra alternativa en el menú y me quedo perplejo al ver que en un vuelo es posible ver a Ricardo Piglia, en la TV Pública, impartiendo sus clases sobre Borges. “Qué bizarro”, pienso, y luego me digo que tal vez sea un gran avance para una aerolínea ofrecer esa clase de programación. Voy más lejos, me corrijo y me digo que es snob creer que para un escritor es un oprobio estar expuesto a la manipulación de pasajeros descomprometidos en la pantalla de un avión. Pongo play. Algo en la expresión de Piglia, la capacidad de unificar divulgación y teoría y sostener una expresión verosímil –un intelectual moldeado por las problemáticas de la literatura nacional- a lo largo de una hora, me produce un deja vu parecido al de Capusotto.  Piglia no deja de replicarse y conserva, sin embargo, una enorme potencia persuasiva. Justamente esta capacidad de repetirse e introducir una diferencia, le confiere el encanto torturado de un predicador. 
En el segundo tramo del vuelo, Nueva York - Seúl, la programación presenta todos los patrones convencionales de entretenimiento. No hay escritores, ni sarcasmo lisérgico. Para ese momento, estar atrapado trece horas más en un vuelo, junto a una ventana, empieza a ser una pesadilla. Las  horas pasan más lentas. Fruto del cautiverio, el mal sueño, el dolor de espalda y la hinchazón de piernas, resulta imposible concentrarse en la lectura. Garabateo estos apuntes y me pregunto si habrá acá alguna forma de escritura pertinente para reproducir la reclusión colectiva de los pasajeros de un avión. Al final del vuelo sé que voy extrañar esta celda. Sé que voy a salir con una sensación: al final no fue tanto, podría haber seguido volando de un lugar a otro,  alienado por sobredosis de entretenimiento para que las horas y la vida pasen, como le sucede a la mayoría de
la gente en este mundo cuando la inercia se superpone con la angustia.   

* Publicado en Perfil Cultura el 5 de octubre de 2014. 

Lejos del paraiso *

-->
El Sargento podría ser un pueblo de alguna película de los hermanos Cohen filmada en Baja California. Se llega desde La Paz, atravesando suburbios y cementerios de chatarra, por un camino de tierra. Algo en el clima, en el polvo estático que carga en el aire, anticipa un páramo misterioso.
Valentina y yo llegamos sin saber mucho sobre ese pueblo a orillas del Mar de Cortés. La escasa información disponible en internet dejaba suponer todo. Entramos al lugar al atardecer en un auto alquilado. A los costados de la calle principal –simplemente una ruta fantasmal, como en el lejano oeste-, estaciones de servicio, algún almacén desierto, corralones, casas inexpresivas, cactus y algunos arbustos secos, una visión residual del mar, algún rancho donde se vendían hamburguesas y onion rings frecuentado por algún veterano del mid west norteamericano que había llegado a pasar vacaciones económicas, en familia, en algún all inclusive. Sobre la orilla del mar, hoteles en decadencia, corales de basura y algas estancadas, botes que algunos lugareños alquilaban a turistas para que incurrieran en la mítica pesca del dorado.
Seguimos las coordenadas que Jack Norris nos había dado por internet para llegar a su rancho. Nos dijo que Guadalupe, su casero, nos iba a estar esperando en la tranquera. Pensamos que calles adentro el sitio presentaría otra cara. Pero no había más que lotes dispersos con casas prefabricadas y hordas de mosquitos. Recién ese momento un dato irrelevante pasó a ser esencial: no sabíamos quién era Jack, nunca lo habíamos conocido en persona ni hablado, pero había sido el único que en toda Baja Califonia, en un sitio de homeexchange, se ofreció a prestarnos su casa. Sin nada que perder, habíamos imaginado que El sargento, con el Mar de Cortés a un lado, no podía estar lejos del paraíso.
La arena gruesa y sucia, la atmósfera de tierra sin ley que alimentaban las camionetas pasando con rancheras a todo volumen, reproducían los clisés de algunas películas clase B norteamericanas ambientadas en la frontera. En el portón de entrada a la casa de Jack, nos esperaba Guadalupe con la llave. Era un hombre sin edad, de expresión inocente y voz aguda. Al hablar, le temblaban las manos. Pronunciaba el nombre Jack abriendo los ojos, en éxtasis. Nos trató como si nos conociera pero en cuanto nos abrió el rancho, se esfumó como si fuéramos fantasmas.
La construcción era tosca. A un lado había un galpón cerrado y sin ventanas, bajo cuatro llaves. En el interior de la casa sólo había una mesa de pino y dos sillas.  Las paredes estaban tapizadas de fotos antiguas que mostraban El Sargento encarnando un paraíso agreste que tal vez Hemingway no habría desdeñado. Otras fotos mostraban escenas de pesca donde Jack, bastante joven y con un bigote tupido, exhibía piezas de pesca junto a Guadalupe. En otras fotos aparecía con dos chicos rubios, de expresión enfermiza, que debían ser sus hijos. Dedujimos que nadie había entrado a esa casa en los últimos años. En las alacenas encontramos toda clase de enlatados vencidos. El racho parecía el refugio de un hombre solo o buscado por la ley. Escaleras arriba había un cuarto con un catre enclenque, un armario con candado, una botas texanas y un machete. El conjunto nos convenció de que tiempo atrás, ahí, algo terrible había ocurrido y Jack nos había invitado a descubrirlo. Antes del amanecer, subimos al auto y huimos de ese paraíso negado.  


* Publicado en Cultura Perfil el 21 de septiuembre de 2014.

Dólar y dolor *


De a poco, tanto viajar afuera de la Argentina, como vivir en el país, se ha vuelto costoso, salvo que uno gane en dólares y viva en pesos.  Es decir, no es posible estar adentro ni afuera. Esto no es atribuible sólo a los errores y a la improvisación del gobierno actual. Hay, creo, una grieta especulativa mayor, una falla cultural que transformó al dólar en el termómetro –especulativo- de la economía. El doloso dólar, como diría Cabrera Infante, es hoy el verdadero objeto –dramático- de producción de confianza y plusvalía al alcance de la dama y el caballero, no importa profesión o clase social.  

Recuerdo mis primeros viajes en la década del noventa, a Perú y a Venezuela, luego a Cuba. El dólar era considerado una mercancía valiosísima y las calles estaban sembradas de arbolitos, como ahora la calle Florida. Aspiradoras vivas de divisas. Cada cual tenía la posibilidad de hacer su negocio y hacer una bicicleta comprando y vendiendo dólares en negro para vivir el día a día, porque la cotización de la divisa siempre escalaba un poco. ó ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽rñLÑocio y hacer una bicicleta comprando y vendiendo dMi sorpresa ante esa posibilidad fue mayúscula. Equivalió a descubrir que el valor de la moneda era ficticio. Venía de un país en el que con la convertibilidad la especulación financiera era invisible y especializada –hasta la crisis que acompañó el cambio de milenio- y de los brotes hiperinflacionarias de mi infancia no quedaban en mi memorias huellas paranoicas como la que dejó el derrumbe del 2001.

Tanto rendía cambiar dólares en el mercado negro, que convenía hacerlo en cuenta gotas, para no excederse. Cien dólares podían solventar una semana de alojamiento y comidas suculentas en Cuzco, por ejemplo. En esos mismos viajes, y en posteriores por Centroamérica y México, se repitió una misma circunstancia: europeos desempleados que cobraban un subsidio e israelíes que luego de salir del servicio militar recibían una compensación, tenían la posibilidad de viajar ad eternum convirtiendo una moneda fuerte en otra más lábil. Extranjeros destemplados que estiraban al máximo los favores del estado en paraísos tropicales. Incluso había argentinos que aprovechaban la convertibilidad y con unos pocos ahorros y cierta aptitud para las manualidades, giraban durante meses vendiendo artesanías en ferias. 

Algunos alemanes o israelíes llevaban viajando tantos años alrededor del mundo que tenían discurso y apariencia de vagabundos. En ese discurso se traslucía un escepticismo político total combinado con cierto nacionalismo nostálgico y contradictorio hacia una sociedad que no los identificaba pero había moldeado una idiosincrasia. Nada define tanto a un mochilero como su lugar de origen. Era de hecho, la apertura a cualquier diálogo. Luego, la lengua. Se reproducía de algún modo lo que en un exilio real.

Desde hace un tiempo observo en Buenos Aires, sobre la calle Florida, a jóvenes que como yo en los noventa, hacen su viaje iniciático y miran deslumbrados las cúpulas de la avenida de Mayo. Los imagino aprovechando las bondades de Buenos Aires después de convertir la ficción de una moneda fuerte en la ficción una moneda que tiene la duración de un deseo. Veo también a arbolitos sedientos ante la presencia jugosa de gringos al sol. Y en la sombra, a una clase media que en cuanto tiene un excedente adquiere ese objeto del deseo llamado dólar, para preparar un salvoconducto que gravite ante un posible temblor. 



* Publicado en Cultura Perfil el 7 de septiembre.