sábado, febrero 15, 2014

Trabajos forzados

Escribir ficción, contra lo que se cree, puede volverse un trabajo de presidiario. La ficción es una gran mina de oro y para cargar vetas valiosas hacia la realidad de la página en blanco, hay que ser un burro, trabajar a ciegas en la noche o cuando sale el sol o contar con un doble cínico que haga el trabajo sucio en la sombra. Ceder algo del alma. Nunca se me había vuelto tan evidente como en esta estancia en Cuba. La venta completa del alma a la ficción implicaría el acceso a una mina infinita, pero también un castigo: la eterna repetición, la ausencia de originalidad.  
Suspender el acto de escribir, gozar de ese trabajo forzado en perspectiva, puede confundirse con una especie de voyeurismo literario. Ahí está la carnadura de un escritor futuro. En eso reside el no escribir: en anticipar el futuro. O mejor dicho, en pactar un futuro propio y secreto. Ciertos poetas, más que el común de los narradores, saben de ese pacto.
Por eso mismo, para que la entrada en la ficción no me resultara tan brutal y la espera fuera más leve, agoté por diversos medios la manera de obtener whisky a precio razonable en el mercado negro de La Habana. El Jameson, tal vez el whisky más perfecto en su relación precio calidad, es inexistente. Esa escasez me angustia tanto como la falta de internet o la dificultad para hacer llamadas internacionales. Un obstáculo menor, debo admitirlo, entre una constelación de trabas kafkianas.
Desde que llegue a La Habana, emprendí una lucha secreta contra los fantasmas de la escasez. Me sorprendió la posibilidad de que ciertos derechos quedaran atravesados por la rigidez burocrática, por un estado que piensa al ciudadano como un número homogéneo al que sólo debe garantizarle bienes de primera necesidad. Todo lo que escapa a la necesidad  entra en el círculo de un derecho subjetivo e individual, y representa un capricho, un desvío de la doctrina, y tiene un costo que sólo pueden pagar los funcionarios o quienes reciben remesas de parientes varados en el primer mundo. Todo esto produce ciudadanos en serie, presidiarios de la organicidad, del discurso médico, del automatismo, de la alimentación, del trabajo como prestación estatal terapéutica, es decir, de la salud del cuerpo en el ámbito colectivo –tema recurrente en los discuros de Fidel Castro y extraordinariamente conjurado en “La carne de René” de Virgilio Piñera-.
El régimen castrista en los setenta y el chavismo recientemente tocaron libertades que son de clase, pero esas libertades, contra lo que enuncia el populismo latinoamericano, no son libertades que configuren la identidad de una clase alta. Son en realidad características que le permiten a la clase media expandir comportamientos o predilecciones y producir identidad cultural más allá de la división de clases. Se trata de una clase media que no podría definirse como consumidora ni elitista, pero sí como productora continua de alteridad y diferencia.
Todo esto me viene a la cabeza porque en horas vacías, pensando en la vuelta, el fantasma de la escasez me veda el acceso a la ficción e interpela al hombre en su condición política más elemental. Me imagino un futuro tenebroso en el que restos de identidades culturales de clases medias extinguidas, se trafiquen como mercancía de una elite mercenaria o altamente sofisticada, y no produzcan ni una herencia ni un retorno.

- Publicado en Cultura Perfil el 09/02/2014


Memorias invertidas

Querido lector:
Es de noche en Corea. Nieva. Fantaseo con un viaje. Trazo rutas y calculo presupuestos en mi cuadernito. Me digo: tengo que hacer algo con este pequeño exilio, con la memoria aquilatada por exilios previos. Y tengo un plan. La memoria de mis exilios está relacionada con los trenes. En ese lugar ambiguo, de extroversión e introversión simultánea, los humanos, mientras disminuyen en el paisaje exterior, parecen reproducirse en el interior de los compartimentos hasta volverse parientes transitorios.
Podríamos situar el origen del hombre en un tren. Podríamos decir que no hay mejor lugar para escribir y leer que un tren. Es el lugar del olvido. La lectura y la escritura en un tren  son dobles, suceden en el presente y en el pasado. Llevé muchos diarios en trenes, en tren fui joven y, aunque suene romántico, en la ruta de tren más larga del mundo planeo sellar mi juventud.
No tengo recuerdos especiales de los trenes europeos. Pero de los trenes indios –especialmente del que une Madras con Varanasi, el Ganga Kaveri Express-, guardo muchas anotaciones. Luego, de algunos otros, como del que hace la ruta Chiang Mai- Bangkok o Tanger-Fez-Marraquesh, retengo imágenes y anécdotas dispersas que podría referirte. Una de las cosas que lamento de México es que tenga tan pocos trenes y que mi memoria esté ligada a la promiscuidad esperpéntica de los autobuses.
Para hacer unas memorias de viajes en tren, además de un último viaje, necesito un confidente. Ningún acto me resulta tan natural como mirar por la ventana en movimiento. Voy a volver a abordar de nuevo la yegua del viajero moderno e ir del futuro al pasado en  estas memorias. Primero voy a marchar en un tren bala hacia el sur de la península –Busan-. Luego en ferry a Japón. Desde el puerto de Fukuoka, voy a tomar un tren hacia Hiroshima, Nagasaki, Osaka, Kyoto, Tokio y Fushiki. Probablemente de Fushiki cruce en Ferry a Vladivostok y ahí aborde el Transiberiano y el Transmongoliano.   
No creo que nadie, además de sentir un amor ciego por los trenes, vaya a hacer un libro más completo de memorias locomotivas en Asia. Un libro de esta clase podría articularse en tres niveles: el del ensayo –el tren como espacio o refugio del extranjero-, el de la memoria –recuerdos de otros trenes y experiencias en pueblos perdidos y ciudades invisibles- y el del diario –donde están apuntaladas mis lecturas en los trenes y las impresiones más frescas-. Esta carta podría encuadrarse en el tercer nivel.

Espero que me comentes con crudeza qué te parece todo esto. Para escribir es indispensable tener a priori detractores fieles. Lo más probable es que este libro una vez terminado no resulte atractivo en ninguna editorial, o que el perfil fantasmagórico del autor genere dudas entre editores: es uno el que escribe y otro el que publica. De manera que tengo muchas ganas de hacer esto sólo para mí y transmitirlo de forma epistolar. Todo este asunto esconde la necesidad de “volver a escribir con la libertad de un condenado a muerte” (Levrero), desarrollar una escritura fugitiva y ensayística que siempre pospuse por las labores de reseñador que me atosigaron estos últimos años. Sin pensar en un solo lector, tal vez ni siquiera necesite tomar un tren y pueda describir las arterias de Japón y esa zanja infinita que es el transiberiano, quieto frente a una ventana en Buenos Aires. 

- Publicado en Cultura Perfil el 26/01/2014

Intrusos en un Greyhound

En cuanto me ubiqué al final del ómnibus, percibí en mi compañero de asiento un rictus sospechoso. No estaba del todo seguro de que fuera hombre, aunque ciertos rasgos faciales y el pelo demasiado rubio y fino, me permitían deducir que era teutón. La ropa deportiva que llevaba no me ayudaba a adivinar su sexo. Tampoco el tamaño de los pies enfundados en calcetines, ni las zapatillas deportivas, ni las piernas lechosas y lampiñas que asomaban por debajo de unas clásicas bermudas de explorador. Tenía caderas de señora y un poco de pecho. Sin embargo el vello disperso en la cara me hacía sospechar que se trataba de un sujeto de género masculino con algún trastorno hormonal. Transpiraba y mantenía las manos juntas entre las piernas. Tal vez por eso me parecía inapropiado hablarle.
Cuando el ómnibus arrancó, percibí que su cara y sus manos se relajaron. No es que tuviera ganas de entablar un diálogo, pero yo sabía que conocer su voz era clave para confirmar o descartar sospechas. Dejé pasar unos minutos. El ómnibus era una especie de acuario donde se recreaba la crueldad del capitalismo norteamericano: jubilados que no podían renovar su licencia en los asientos delanteros; más atrás, población negra sin ingresos para tomarse un vuelo de bajo costo y latinos subocupados, mezclados a izquierda y derecha en hileras dobles de asientos maltrechos.
Esta era la realidad cruda que contenía ese Greyhound sin baño y sin aire que unía Tampa con Jacksonville a una velocidad crucero de sesenta kilómetros por hora. Al final de ese embudo de realismo social, nosotros dos. Y digo nosotros porque el teutón y yo éramos los únicos verdaderamente extranjeros.
Cuando le pregunté hacia dónde iba, me respondió de inmediato, con cierta simpatía, como si durante esos minutos él también hubiera estado preparándose para hablarme, que no sabía cuál era su destino. Me preguntó por el mío y le dije que yo iba a Jacksonville para cambiar de autobús y seguir viaje hacia New Orleáns. “¿Alguna razón especial?”. “Puro turismo”, le respondí y esperé a que él me contará qué hacía en Estados Unidos si no sabía en verdad a dónde ir. Pero él hizo silencio y yo tuve de pronto la certeza de que era un prófugo. Un extranjero que había cometido un crimen delicado en Florida. La manera más simple de pasar de Estado sin dinero era tomar el Greyhound o hacer dedo. Imaginé que había intentado esto último y había sido blanco de burlas de camioneros crueles.
“¿Alguien te persigue?”, me animé a preguntarle después de un rato, cuando intuí que de otro modo no volvería a hablar. Parpadeó de manera reiterada. Descubrí que sus pestañas eran rubias y largas. Tragó saliva antes de contestar afirmativamente. “De cualquier manera soy inocente. Aunque me persigan, no me van a convencer de lo contrario”. Acto seguido, me relató su huida de un centro de rehabilitación para adictos al embutido y derivados porcinos en Dortmund. No sólo había escapado, sino que había persuadido y arrastrado a una docena de internados. Durante días, en libertad total, había recavado pruebas de que en Alemania había un plan secreto para eliminar a toda la población porcina. Entonces había volado a Estados Unidos y se había encontrado con una situación inversa. El Estado perseguía a los consumidores de cerdo. El país entero era un centro de rehabilitación donde la cura era imposible. Por cada consumidor, un espía, dijo, y corrió hacia el conductor y pidió bajar en el medio de la ruta porque un intruso, en el fondo del autobús, lo vigilaba.  



- Publicado en Suplemento Cultura Perfil, el 12/01/14

Escritores aburridos

En la salida del aeropuerto de Guadalajara un hombre sostiene un cartel que dice “Oliverio Coelho”. Decido que yo soy ese y le extiendo la mano. No sé cómo en adelante voy a hacerme pasar por otro, pero Dionisio, el chofer que la Feria le ha asignado al Sr. Coelho, me orienta un poco al denominarme “Maestro”. “Maestro”, pienso y froto las manos sobre mis rodillas pensando que esa es un inconfundible comportamiento de maestro. En un Honda último modelo con aspecto de nave en el que caben cinco personas más, mi chofer me lleva al hotel, me comenta que va a esperarme y me entrega una carpeta con una lista de actividades. Tenemos un día largo por delante. Un día sembrado de  estrictas pruebas para simular que soy quien creo que es Oliverio Coelho para los demás. El parecido fisonómico me favorece. Sólo tengo que razonar como se supone que razona un escritor. Y ante todo, tomarme en serio, introducir la palabra “obra” y “riesgo”.
Gracias a Dionisio, tengo en mis manos el último libro de Coelho, “Hacia la extinción”. Me basta una ojeada para saber de qué se trata. Las obsesiones de Oliverio son claras –o más bien reiterativas- y corren en tres carriles: la relación de un hijo con un padre ido –cabe acá el asunto del duelo-, los hombres solos y la metamorfosis que el exotismo imprime en el carácter de hombres cuyas vidas están partidas. Con este pequeño esquema, voy a tener materia viva para varias entrevistas. Estoy seguro de que lo que podría decir al respecto no es muy distinto a lo que Oliverio, o cualquier otro, diría.
Como preveía, ya en la primera entrevista solté una parrafada sobre la alienación y la soledad en el Río de La Plata. Todo sonó coherente, y el entrevistador, con el ceño fruncido, pasó a preguntarme por qué mis personajes nunca encuentran lo que desean. Mostré mi desacuerdo: muy pocas personas saben en el mundo lo que desean y mis personajes no tiene por qué ser la excepción. Pero de cualquier manera, si así fuera, había una excepción, el cuento que le da nombre al volumen. Ahí se refiere la historia de dos amantes que se sienten reencarnaciones de amores pasados. Ese es justamente el único cuento del libro que, a decir verdad, no me parece superficial. Le aseguro que ahí “hay riesgo”.
Al final del día, después de veintitrés entrevistas, incluidas dos visitas a programas televisivos con eminencias de la farándula mexicana, nadie puso en duda que tenía enfrente al autor de “Hacia la extinción”. Supuse que era el momento de volver a mi cuarto, recluirme y prender la televisión. Pero Dionisio me recordó que mi día no terminaba con la caída del sol y debía asistir a un banquete que ofrecía el Presidente de la feria. Si había alguna actividad a la cual no podía faltar, era ésta. Se trataba de un evento al que unos pocos llegaban con su propio chofer. Volvió a remarcar que yo era un elegido.

Poco después estuvimos en la puerta de la mansión. Bastó dar un paso para entender que ya podía dejar de ser quien simulaba ser. Entre los cientos de personas, nadie parecía reconocer a mi personaje. Escuché rumores de que en el fondo había un premio Nobel. Hablaban de él como si fuera un inaccesible campeón de box. Espié. Vargas Llosa estaba en un salón apartado, cruzado de piernas, sonriendo solo. Me hizo un gesto con la mano para que me acercara. “Los escritores son aburridos. ¿Cuento contigo?”, y de una pitillera de nácar extrajo un porro contundente y lo encendió mirándome a través de la llama. 

- Publicado en Cultura Perfil, el 29/12/2013

Los voluntarios

Hay algo hipnótico en los atardeceres de Todos santos. Pareciera que el mar hubiera sido creado ahí. En cuestión de segundos el sol se desploma sobre la línea del horizonte. Quizás sea uno de los pocos lugares de Baja California a salvo del consumismo veraniego y del turismo white trash que crece sobre el Mar de Cortés. En el pueblo repleto de galerías de arte, pendientes, casas antiguas y sol, el tiempo está detenido. El Hotel California parece ser el epicentro de todos los mitos.
   
En una de las playas, ecologistas voluntarios y trotamundos envejecidos que habitan ahora la calma de ese pueblo de Baja California, montaron una “tortuguera”. Por las noches patrullan las playas y rescatan de las garras de coyotes o aves de rapiña centenares de huevos que las tortugas entierran en la orilla. Los trasladan a una gran carpa de paredes de nylon reforzado, los entierran y esperan a que desoven en la fecha indicada. El nacimiento de las tortugas es un suceso al que todos los extranjeros atienden. Pese a que debería haberse dado hace seis días, no pierden la esperanza. Tengo la impresión de que viven engañados. Ven a las tortugas como a ángeles. Criar tortugas en cautiverio, según recuerdo, es ilusorio. Los huevos deben estar vacíos. Pero prefiero callar mi sospecha macabra. Al fin y al cabo los voluntarios parecen tener experiencia en preparar el nacimiento de tortugas y devolverlas al mar y sueltan soliloquios coherentes sobre zoología marina.

Ninguno de los que esta ahí, esperando el nacimiento de las tortugas, sabe que Ernesto Guevara y Fidel Castro pasaron tres noches y cuatro días en Todos Santos, hace cincuenta y cinco años, cuando el pueblo no era más que un asentamiento parasitado por cañaverales y buscavidas de la industria azucarera. Existen registros y probablemente, sin esas tres noches, la revolución cubana habría sido distinta. El hombre más anciano del pueblo, Don Víctor, recuerda a esos forasteros, y quizás por un automatismo secreto producido por la longevidad, los supone muertos: ha enterrado a todos, incluso a sus hijos. Sabe que esos dos hombres portan algún tipo de celebridad, aunque no lo asocia directamente a los méritos de una revolución. Por eso a algunos visitantes los hace pasar al comedor de su casa para mostrarles fotos. El lugar es un museo personal. Entre las imágenes de familiares, compruebo que están, en efecto, los dos impulsores de la revolución cubana. Hay también imágenes de otros visitantes, aunque Don Víctor no sabe si son ilustres como los barbudos. Entre todas, identifico una cara familiar. La foto no debe tener más de cuarenta años y es en color. Le pregunto si lo conoció y él me contesta que sí, que durante un año ese hombre vivió ahí en la década del setenta, junto a su mujer, en una de las pocas casas que entonces había junto al mar. “Era alguien muy reservado. ¿Sabe su nombre?”, me pregunta. “Thomas Pynchon”, le contesto. “Es famoso”, dictamina él y yo meneo la cabeza. Él arrastra los pies hasta un escritorio, busca una etiqueta y una birome, garabatea el nombre y me dice que mi contribución ha sido excepcional. Pega la etiqueta con el nombre bajo la foto. Advierto que algunas fotos tienen un nombre debajo. La empresa que Don Víctor se propone –y a la cual quizás le deba su senectud- es demente. “¿Me ayuda con estas tres?”. Observo con detenimiento a los retratados. Imposible identificarlos en ese invernadero de imágenes. Recuerdo a las tortugas y me parece verosímil la empresa de los ecologistas voluntarios.


 - Publicado en Cultura Perfil el 15 de diciembre de 2013