domingo, mayo 26, 2013

El holandés errante *

En un pub de Brooklyn supe de un hombre para el que, de un día a otro, el mundo dejó de ser el mismo. Miento. No lo supe; conocí a ese hombre. Era un ingeniero de Rotterdam de vacaciones en Nueva York. Había tomado su décima cerveza y con dedos inestables acariciaba dos bolsas de nylon como si fueran hijos parados junto a la barra.
Al principio pensé que era un lunático más. Parecía emocionado por un suceso del que no podía hablar de manera coherente. Después de observarlo un rato, me figuré que ese hombre estaba atravesando una situación traumática: así lucían las víctimas de un robo violento. Lo más llamativo, sin embargo, residía en que nadie más que un anciano de impermeable gastado y cejas de topo parecía interesado en su estado. Nadie más que ese anciano con aspecto de detective y yo, quiero decir.
Cuando el anciano se apartó aproveché para entrar en escena. Le pregunté cómo se llamaba. La sencillez de mi pregunta lo apaciguó. “Herman”, respondió apoyando el vaso. Me miró: tenía unos ojos dulces que concordaban más con las facciones de una mujer. De ahí en adelante respondió dócilmente a todas mis preguntas. Sólo vaciló cuando le pregunté por qué estaba tan alterado. “¿Tan alterado? ¿Me veo mal? ¿Me veo como alguien que acaba de perder a un padre, por ejemplo?”, dijo sonriendo y mostrando una dentadura apretadísima. Le respondí que sí. Las manos le dejaron de temblar e intentó mirarme tan fijo como podía después de diez cervezas.  “Te equivocás, no acabo de perder a mi padre, acabo de encontrarme con uno”.
Contó que había dedicado la tarde a pasear por el Soho. No sabía bien por qué, se había metido en una librería. No entraba ni a iglesias ni a librerías desde los veinte años, cuando salía de compras con su madre enferma. “Demasiadas casualidades, una librería no es una atracción turística, intervino una fuerza superior”, acotó suspirando, “yo no sé que habría hecho otro en mi lugar, pero sí puedo decir lo que hice yo cuando lo vi. Él hojeaba un libro de arte. No le dije lo que cualquier devoto le habría dicho. Simplemente me presenté y le confesé que quería ser voluntario para viajar a Marte. Me extendió la mano. Era suave y fría. Va a haber vida en Marte, y en parte es por usted, me animé a decirle. No contestó nada, tampoco amagó con apartarse, así que seguí hablándole. Yo estaba bajo una gran emoción, por eso no recuerdo qué le dije después. Sí me acuerdo que nuestro diálogo se cortó cuando una mujer lo llamó. Él se disculpó y se fue de golpe. Yo me quedé quieto en donde Bowie había estado parado, para absorber su aura. ¿Y sabés qué descubrí?”, hizo sonar las bolsas que llevaba a los costados. Noté que la feminidad de su mirada provenía del temblor de sus largas pestañas cada vez que parpadeaba.  “Sí, David Bowie se había olvidado unas bolsas que podían ser mías. Las agarré y me fui”.
No pude controlar la envidia y le dije que el mundo estaba lleno de hombres que decían haber visto a Bowie. Me contestó de inmediato que por eso mismo, al salir, había consultado el tema con uno de los libreros, que en efecto le confirmó que Bowie vivía cerca y una vez al mes compraba libros de arte. A esa altura me impacienté, fui al grano y le pregunté qué contenían las bolsas. Las manos le volvieron a temblar y meneó la cabeza: “comida para perros, tres huesos, una pelota de goma espuma y toallitas femeninas. El mundo nunca va a volver a ser el mismo”.


* Publicado en Apuntes de viaje, Cultura Perfil, el 19/05/13.  

viernes, mayo 10, 2013

Ping Pong *


En el subsuelo de mi alojamiento en Seúl había un gimnasio simple, pero con cancha de ping pong. Por las tardes bajaba a buscar a algún contrincante. En general me topaba con oficinistas coreanos esclavos del rigor que después del trabajo corrían sobre una cinta frente a un espejo. Los días de suerte, Mo, un poeta que tenía aspecto de niño gigante, andaba por ahí. Aunque no lo confesaba, me estaba esperando. Por alguna razón, jugar contra un occidental le producía un morbo especial. A pesar de su sobrepeso, corría lo suficiente como para batirme en cinco sets cuando yo estaba superando una de mis resacas.
Entre partido y partido, Mo necesitaba sentarse y aprovechábamos para conversar. Dialogar con un coreano era una situación excepcional. Mo, al revés que sus compatriotas, parecía ansioso por revelarme códigos locales y tabúes que consideraba repelentes. Solía describirme cómo funcionaba la hipocresía del coreano típico con una ironía tal que yo llegué a preguntarme si la razón por la cual me había aceptado como interlocutor no residía en que yo era la única persona capaz de escucharlo sin indignarme. Ningún coreano sería capaz de soportar su sarcasmo antinacionalista y antiburgués.
Pese a su predisposición al diálogo, nunca incurrió en infidencias, hasta que un día, después de un largo partido de ping pong, le anuncié que me volvía a Buenos Aires en una semana. Se quedó atónito, como si le hubiera dicho que me alistaba en el ejército. Parecía decepcionado de que no se lo hubiera comunicado antes. “No puede ser”, dijo de golpe, “hay muchas cosas que no conoces de Corea”. Le contesté que había cosas que un occidental en Corea no podía conocer sin ser yanki. “¿Qué, por ejemplo?”, me desafió. “El cuerpo de una mujer oriental”. Otra vez se quedó mudo. Yo sabía que Mo nunca había tenido novia y que la calidad de su sarcasmo provenía de una mezcla de frustración y autocompasión. “No sabía que te interesaban las mujeres coreanas”, dijo como si la mujer coreana fuera una subespecie. “Me gustan las mujeres de cualquier nacionalidad y edad”, exageré. “Deberías habérmelo dicho antes, conozco algunos lugares para tocar mujeres coreanas”. Hice silencio esperando detalles, e imaginé de inmediato la tarifada vida sexual de Mo.
Después de una pausa pudorosa, me explicó que existían lugares un poco clandestinos denominados kissing rooms. Además de oficinistas ebrios y de ejecutivos ávidos de ternura y juventud, me aseguró que iban algunos extranjeros, razón por la que no tendrían problema en admitirme. Un recepcionista robusto, al entrar, le asignaba a cada visitante una cabina de dos metros por uno, en la cual durante un turno de quince minutos el cliente podía besar a una joven en ropa interior y obtener, con una propina o previo arreglo con el recepcionista, algún favor suculento, aunque nunca sexo, aclaró Mo con un gesto aséptico. En general las besadoras eran jóvenes del interior que financiaban así sus estudios. No le parecía inmoral ayudarlas y al mismo tiempo ayudarse en la difícil misión de almacenar su virilidad. Agregó que algún día llegaría el amor de su  vida y quería estar preparado. Sonreí, aunque en realidad sentí asombro por las previsiones de ese joven poeta. Me figuré que esperando de ese modo nunca se enfrentaría a la oportunidad de amar. “La experiencia sensual no es acumulativa”, dictaminé. Él me miró desilusionado y bajó la cabeza. La amistad cultivada durante semanas alrededor de una mesa de ping pong, se había quebrado en una sola frase. Jugamos un partido más y nos separamos. Durante los días siguientes, deambulé por el gimnasio, pero no volví a ver a mi único amigo coreano antes de partir.

* Publicado en Cultura Perfil el 5/5/2013