viernes, mayo 10, 2013

Ping Pong *


En el subsuelo de mi alojamiento en Seúl había un gimnasio simple, pero con cancha de ping pong. Por las tardes bajaba a buscar a algún contrincante. En general me topaba con oficinistas coreanos esclavos del rigor que después del trabajo corrían sobre una cinta frente a un espejo. Los días de suerte, Mo, un poeta que tenía aspecto de niño gigante, andaba por ahí. Aunque no lo confesaba, me estaba esperando. Por alguna razón, jugar contra un occidental le producía un morbo especial. A pesar de su sobrepeso, corría lo suficiente como para batirme en cinco sets cuando yo estaba superando una de mis resacas.
Entre partido y partido, Mo necesitaba sentarse y aprovechábamos para conversar. Dialogar con un coreano era una situación excepcional. Mo, al revés que sus compatriotas, parecía ansioso por revelarme códigos locales y tabúes que consideraba repelentes. Solía describirme cómo funcionaba la hipocresía del coreano típico con una ironía tal que yo llegué a preguntarme si la razón por la cual me había aceptado como interlocutor no residía en que yo era la única persona capaz de escucharlo sin indignarme. Ningún coreano sería capaz de soportar su sarcasmo antinacionalista y antiburgués.
Pese a su predisposición al diálogo, nunca incurrió en infidencias, hasta que un día, después de un largo partido de ping pong, le anuncié que me volvía a Buenos Aires en una semana. Se quedó atónito, como si le hubiera dicho que me alistaba en el ejército. Parecía decepcionado de que no se lo hubiera comunicado antes. “No puede ser”, dijo de golpe, “hay muchas cosas que no conoces de Corea”. Le contesté que había cosas que un occidental en Corea no podía conocer sin ser yanki. “¿Qué, por ejemplo?”, me desafió. “El cuerpo de una mujer oriental”. Otra vez se quedó mudo. Yo sabía que Mo nunca había tenido novia y que la calidad de su sarcasmo provenía de una mezcla de frustración y autocompasión. “No sabía que te interesaban las mujeres coreanas”, dijo como si la mujer coreana fuera una subespecie. “Me gustan las mujeres de cualquier nacionalidad y edad”, exageré. “Deberías habérmelo dicho antes, conozco algunos lugares para tocar mujeres coreanas”. Hice silencio esperando detalles, e imaginé de inmediato la tarifada vida sexual de Mo.
Después de una pausa pudorosa, me explicó que existían lugares un poco clandestinos denominados kissing rooms. Además de oficinistas ebrios y de ejecutivos ávidos de ternura y juventud, me aseguró que iban algunos extranjeros, razón por la que no tendrían problema en admitirme. Un recepcionista robusto, al entrar, le asignaba a cada visitante una cabina de dos metros por uno, en la cual durante un turno de quince minutos el cliente podía besar a una joven en ropa interior y obtener, con una propina o previo arreglo con el recepcionista, algún favor suculento, aunque nunca sexo, aclaró Mo con un gesto aséptico. En general las besadoras eran jóvenes del interior que financiaban así sus estudios. No le parecía inmoral ayudarlas y al mismo tiempo ayudarse en la difícil misión de almacenar su virilidad. Agregó que algún día llegaría el amor de su  vida y quería estar preparado. Sonreí, aunque en realidad sentí asombro por las previsiones de ese joven poeta. Me figuré que esperando de ese modo nunca se enfrentaría a la oportunidad de amar. “La experiencia sensual no es acumulativa”, dictaminé. Él me miró desilusionado y bajó la cabeza. La amistad cultivada durante semanas alrededor de una mesa de ping pong, se había quebrado en una sola frase. Jugamos un partido más y nos separamos. Durante los días siguientes, deambulé por el gimnasio, pero no volví a ver a mi único amigo coreano antes de partir.

* Publicado en Cultura Perfil el 5/5/2013

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