miércoles, febrero 18, 2015

Noches de circo

Con el paso de los años, la idea de que un circo amenizara las vacaciones fue desvaneciéndose. La imagen de circo como grupo o compañía pasó a ser menos verosímil que en mi infancia. A lo largo de los años, el circo fue apareciendo en partes pero no como unidad: clowns en veredas, aprendices de contact y malabaristas en esquinas ofreciendo números relámpago para un público tan pequeño como fugaz.

En mi cabeza, las compañías de circo, como ciertas especies de osos, se habían extinguido y respondían a un prototipo clásico disuelto por la buena conciencia de la época: payasos, domadores, fieras somnolientas, elefantes maltratados, enanos tristes y entrados en edad. Es decir, el circo, por fuera de las maravillas del internacional Cirque du Soleil, se me representaba como un anacronismo estigmatizado: una colección de freaks que no habrían podido sobrevivir en otro ámbito y se desplazaban de ciudad en ciudad en una caravana de trailers, que a su vez formaban una especie de nave de los locos. Las dos temporadas de la serie Carnival alentaron sin duda esa fijación errónea.

Recientemente, en Piriápolis y Punta Negra, Uruguay, logré entender las cualidades absolutas del circo contemporáneo: arte de artes que incorpora todas las disciplinas, desde el teatro a la danza, y enfatiza cualquier  representación sin simplificarla; personajes que ridiculizan estereotipos, como en el burlesque, y reinventan la actuación a través de la destreza. En algún punto, el circo es omnipotente en su modestia rabelaisiana. Es un arte construido sobre la verdad del pueblo –o sobre la verdad de la mirada popular-. Por eso, desde sus orígenes, genera en principio dos reacciones feroces: risa y asombro.  

Tal vez en ningún otro lado del mundo una carpa, donada por una compañía de circo francesa que se unió a una uruguaya formando el circo Tranzat, se habría transformado en una síntesis natural de la libertad creativa que ya existía en la zona. En Punta Negra, desde hace años, se formó un polo circense. La carpa que se montó en el castillo de Piria –entre suaves colinas, donde el fundador de Piriápolis decidió vivir- venía viajando desde La Pedrera después de sobrevivir a la burocracia aduanera en el puerto de Montevideo, y fue el escenario para esa suma de talento arraigado en una extraña área de la costa uruguaya en la que los cerros se acercan al mar.

Observar el bienestar que en el público producían las noches de circo, me remontó a mi pequeña prehistoria: las noches de cine que desaparecieron paulatinamente hasta transformarse en noches sedentarias de Pirate bay o Netflix. Ahora, mientras escribo, me doy cuenta de que ir al cine, salvo cuando se trata de festivales, se ha transformado en algo tan inusual como ir al circo. No puedo evitar preguntarme si se trata de una degradación natural que afecta al resto de mis contemporáneos y si, por ende, es un síntoma de mi proximidad con los cuarenta. Durante años mantuve la costumbre de ver películas en salas. Escapaba del sedentarismo cualquier día –aunque especialmente los domingos- a ver ciclos de la Lugones con una curiosidad que se fue apagando. Experimentaba el mismo éxtasis que en una noche de circo: lo fenoménico e irrepetible al alcance de la mano, rodeado de endebles desconocidos. 

- Columna publicada el 8 de febrero, en Cultura Perfil.    

mujeres clandestina

Siempre pensé que Egipto, en apariencia el más progresista de los países árabes, era una excepción en el mundo islámico en cuanto a libertades civiles, pero cuando hace unos meses estuvimos por ahí con mi mujer, nos topamos con un ecosistema cultural estricto. Las mujeres, sea cual fuera su edad, atravesaban la vida cotidiana como fantasmas. Hacían todo para pasar desapercibidas. La mayoría arrastraba su propia feminidad clandestinamente. No opinaban, y menos sobre tabúes culturales, algo que sí hizo Valentina durante nuestra estadía en Marsa Allam, un centro de buceo a orillas del Mar Rojo.
Ahí conocimos a Hosam. Para Hosam hablar con una mujer, atender a sus opiniones, resultó una experiencia inusual. Más cuando su vida consistía en una larga espera –y un duro ahorro teñido de privaciones- para poder esposar a una mujer que ni siquiera conocía. Una vez que la mujer era esposada, nos explicó, pertenecía al hombre que había pagado por ella a través de una dote. Aunque le parecía tortuoso, consideraba que su familia y Alá lo querían así.  
En esas zonas turísticas los egipcios, montados en una lascivia fraterna frente a mujeres occidentales, experimentaban cabalmente la tensión entre la mujer sumisa y la insumisa y no salían del todo ilesos, aunque para reconvenirse tenían al alcance de la mano las cinco oraciones diarias que tornan omnipresente a Alá.
Tal vez Hosam, en ese diálogo frontal, se haya dado cuenta de algo que nosotros sospechamos tarde: que un hombre, si tuviera la posibilidad de decidir y no someterse a una religión que importa preceptos culturales patriarcales, podría optar por el Islam, pero ninguna mujer, teniendo la posibilidad de decidir, lo elegiría. Convertirse al Islam, para un hombre, no depara en apariencia desventajas, y en última instancia compensa con misticismo activo libertades perdidas a manos de exigencias religiosas.
Hoy, más que nunca, es obvio que el mundo musulmán no sabe qué hacer con la mujer. Representa una bomba de tiempo. El Islam funciona con autonomía en una sociedad patriarcal y restrictiva. Pero si la mujer tiene un mínimo de libertad y los hombres, en general, libre albedrío, sus pilares tiemblan. Es el gran problema y el desafío musulmán de nuestra época en occidente: la libertad del otro. No se representa como un problema todavía en el mundo árabe porque la ley muchas veces coincide con los preceptos religiosos y existe un estado de sumisión a través del par tradición/terror que el mundo cristiano atravesó en sus épocas más oscuras. A nadie se le escapa que con la globalización lo que antes era entrega ritual o tradición, ahora es sumisión consciente e indeseado.

En otro viajes, en distintos puntos de Europa, me topé con mujeres árabes que tenían conciencia de sus derechos, pero en su tierra no los podían ejercer, no por falta de voluntad, sino porque la ley no era igualitaria ante la mujer. Lo siguiente va a sonar reduccionista -pero los límites espaciales del periodismo llevan a esto-: la mujer es el eslabón más bajo en una sociedad con dos castas, la masculina y la femenina. Así como en la India, aún hoy, la casta en la que uno nace predetermina un tipo de vida, un karma y un oficio, el género en los países del mundo árabe también predetermina un destino, o la anulación de un destino personal para entrar en una especie de servidumbre institucional. 


- Columna publicada el 24 de enero, en Cultura Perfil.

Páginas perdidas

Es posible hacer una lista de libros prestados que nunca fueron devueltos. Son libros voluntariamente sacrificados. Alguna vez intenté sistematizar esos prestamos llevando anotaciones y al poco tiempo desistí. El préstamo de un libro expresa un grado supremo de confianza y esta cesión encarna una forma de beatitud momentánea. A veces los libros vuelven un año después. Es tal vez el tiempo que demora un texto en acomodarse a la cotidianidad de otro lector. A veces el tiempo de la lectura y la devolución no coinciden y un libro es devuelto tres años después de ser leído, como si recién en ese lapso, en una repisa, mezclado entre libros propios o abandonado bajo la cama, hubiera terminado de conformarse como experiencia privada.
Un libro, antes y después de ser leído, es un objeto ambulante, materia hedonista, como los vinilos. Uno puede leer en tablets, pero estos dispositivos son literales: dispensan un placer que no excede la lectura del texto. El libro, en cambio, dura mucho más que la lectura  y, al borde de transformarse en un bien suntuario -al menos en Sudamérica-, posee la nobleza de un objeto coleccionable e infinito. Gran parte de los libros en el mundo se adquieren pero no se leen. Posan, esperan la  confluencia de tiempo y lugar en la vida de un hombre, exactamente como los libros que uno presta y no regresan.
Los libros que encuentran ese lugar en la vida a veces se accidentan. O a veces aparecen por arte de magia, especialmente durante viajes. Años atrás, en la noche profunda de Valencia, Venezuela, en un ómnibus enclenque que cubría la ruta hacia Cumaná, comencé Boca de lobo, de Sergio Chejfec. La ruta era una boca de lobo y Chejfec vivía entonces en Venezuela, por lo cual el destino final de su libro no fue del todo casual. Al amanecer, poco después de que conciliara el sueño, el ómnibus llegó a la terminal de Cumaná, un pueblo ancestral cuyo atractivo principal residía en haber sido cuna del poeta leproso Cruz Salmerón Acosta. Bajé somnoliento y cuando el ómnibus se alejó noté que la novela de Chejfec había quedado en la guantera del asiento, por la mitad. Se me cerró la garganta y pensé que había sufrido una pérdida irreparable. Me había empecinado en hacer coincidir geografía y literatura argentina y Chejfec era por entonces el único escritor que reunía las condiciones para ser leído en esa aventura caribeña.
Unos años antes, recorriendo la sección de literatura hispana de una librería parisina, identifiqué un título llamativo: Fagans: el viaje o los viajes, de Matías Serra Bradford. Acudí al libro como si picara un anzuelo. Miré entorno y barajé la opción de robarlo. Pregunté el precio y el librero, después de una exhaustiva búsqueda, me dijo que ese libro no existía y que, por ende, era mío. “No tiene precio”. “No, no sabemos cómo llegó acá, ahora es de quien lo descubrió”. Me lo llevé sin pagar y resultó ser el libro ideal para un joven viajero que llevaba medio año deambulando por Europa. El libro, en ese mismo viaje, quedó en un hotel. Supuse que ese ejemplar tenía su propio linaje. Así como alguien lo había dejado en un anaquel de Gilbert Jeune, yo lo dejé en una habitación en Estambul. Meses después, en una librería del centro Buenos Aires, compré el mismo libro, con la intención de recuperarlo, aunque siempre sobrevivió la impresión de que el original –una especie de manuscrito ad hoc- era aquel que seguía en viaje. 


- Columna publicada el  11 de enero de 2015, en Perfil Cultura.