Es posible hacer una lista de libros prestados que nunca fueron
devueltos. Son libros voluntariamente sacrificados. Alguna vez intenté
sistematizar esos prestamos llevando anotaciones y al poco tiempo desistí. El
préstamo de un libro expresa un grado supremo de confianza y esta cesión
encarna una forma de beatitud momentánea. A veces los libros vuelven un año
después. Es tal vez el tiempo que demora un texto en acomodarse a la
cotidianidad de otro lector. A veces el tiempo de la lectura y la devolución no
coinciden y un libro es devuelto tres años después de ser leído, como si recién
en ese lapso, en una repisa, mezclado entre libros propios o abandonado bajo la
cama, hubiera terminado de conformarse como experiencia privada.
Un libro, antes y después de ser leído, es un objeto ambulante,
materia hedonista, como los vinilos. Uno puede leer en tablets, pero estos
dispositivos son literales: dispensan un placer que no excede la lectura del
texto. El libro, en cambio, dura mucho más que la lectura y, al borde de transformarse en un bien
suntuario -al menos en Sudamérica-, posee la nobleza de un objeto coleccionable
e infinito. Gran parte de los libros en el mundo se adquieren pero no se leen.
Posan, esperan la confluencia de tiempo
y lugar en la vida de un hombre, exactamente como los libros que uno presta y
no regresan.
Los libros que encuentran ese lugar en la vida a veces se
accidentan. O a veces aparecen por arte de magia, especialmente durante viajes.
Años atrás, en la noche profunda de Valencia, Venezuela, en un ómnibus
enclenque que cubría la ruta hacia Cumaná, comencé Boca de lobo, de Sergio
Chejfec. La ruta era una boca de lobo y Chejfec vivía entonces en Venezuela,
por lo cual el destino final de su libro no fue del todo casual. Al amanecer,
poco después de que conciliara el sueño, el ómnibus llegó a la terminal de Cumaná,
un pueblo ancestral cuyo atractivo principal residía en haber sido cuna del
poeta leproso Cruz Salmerón Acosta. Bajé somnoliento y cuando el ómnibus se
alejó noté que la novela de Chejfec había quedado en la guantera del asiento,
por la mitad. Se me cerró la garganta y pensé que había sufrido una pérdida
irreparable. Me había empecinado en hacer coincidir geografía y literatura
argentina y Chejfec era por entonces el único escritor que reunía las
condiciones para ser leído en esa aventura caribeña.
Unos años antes, recorriendo la sección de literatura hispana de
una librería parisina, identifiqué un título llamativo: Fagans: el viaje o los
viajes, de Matías Serra Bradford. Acudí al libro como si picara un anzuelo.
Miré entorno y barajé la opción de robarlo. Pregunté el precio y el librero,
después de una exhaustiva búsqueda, me dijo que ese libro no existía y que, por
ende, era mío. “No tiene precio”. “No, no sabemos cómo llegó acá, ahora es de
quien lo descubrió”. Me lo llevé sin pagar y resultó ser el libro ideal para un
joven viajero que llevaba medio año deambulando por Europa. El libro, en ese
mismo viaje, quedó en un hotel. Supuse que ese ejemplar tenía su propio linaje.
Así como alguien lo había dejado en un anaquel de Gilbert Jeune, yo lo dejé en
una habitación en Estambul. Meses después, en una librería del centro Buenos
Aires, compré el mismo libro, con la intención de recuperarlo, aunque siempre
sobrevivió la impresión de que el original –una especie de manuscrito ad hoc- era
aquel que seguía en viaje.
- Columna publicada el 11 de enero de 2015, en Perfil Cultura.
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