miércoles, febrero 18, 2015

Páginas perdidas

Es posible hacer una lista de libros prestados que nunca fueron devueltos. Son libros voluntariamente sacrificados. Alguna vez intenté sistematizar esos prestamos llevando anotaciones y al poco tiempo desistí. El préstamo de un libro expresa un grado supremo de confianza y esta cesión encarna una forma de beatitud momentánea. A veces los libros vuelven un año después. Es tal vez el tiempo que demora un texto en acomodarse a la cotidianidad de otro lector. A veces el tiempo de la lectura y la devolución no coinciden y un libro es devuelto tres años después de ser leído, como si recién en ese lapso, en una repisa, mezclado entre libros propios o abandonado bajo la cama, hubiera terminado de conformarse como experiencia privada.
Un libro, antes y después de ser leído, es un objeto ambulante, materia hedonista, como los vinilos. Uno puede leer en tablets, pero estos dispositivos son literales: dispensan un placer que no excede la lectura del texto. El libro, en cambio, dura mucho más que la lectura  y, al borde de transformarse en un bien suntuario -al menos en Sudamérica-, posee la nobleza de un objeto coleccionable e infinito. Gran parte de los libros en el mundo se adquieren pero no se leen. Posan, esperan la  confluencia de tiempo y lugar en la vida de un hombre, exactamente como los libros que uno presta y no regresan.
Los libros que encuentran ese lugar en la vida a veces se accidentan. O a veces aparecen por arte de magia, especialmente durante viajes. Años atrás, en la noche profunda de Valencia, Venezuela, en un ómnibus enclenque que cubría la ruta hacia Cumaná, comencé Boca de lobo, de Sergio Chejfec. La ruta era una boca de lobo y Chejfec vivía entonces en Venezuela, por lo cual el destino final de su libro no fue del todo casual. Al amanecer, poco después de que conciliara el sueño, el ómnibus llegó a la terminal de Cumaná, un pueblo ancestral cuyo atractivo principal residía en haber sido cuna del poeta leproso Cruz Salmerón Acosta. Bajé somnoliento y cuando el ómnibus se alejó noté que la novela de Chejfec había quedado en la guantera del asiento, por la mitad. Se me cerró la garganta y pensé que había sufrido una pérdida irreparable. Me había empecinado en hacer coincidir geografía y literatura argentina y Chejfec era por entonces el único escritor que reunía las condiciones para ser leído en esa aventura caribeña.
Unos años antes, recorriendo la sección de literatura hispana de una librería parisina, identifiqué un título llamativo: Fagans: el viaje o los viajes, de Matías Serra Bradford. Acudí al libro como si picara un anzuelo. Miré entorno y barajé la opción de robarlo. Pregunté el precio y el librero, después de una exhaustiva búsqueda, me dijo que ese libro no existía y que, por ende, era mío. “No tiene precio”. “No, no sabemos cómo llegó acá, ahora es de quien lo descubrió”. Me lo llevé sin pagar y resultó ser el libro ideal para un joven viajero que llevaba medio año deambulando por Europa. El libro, en ese mismo viaje, quedó en un hotel. Supuse que ese ejemplar tenía su propio linaje. Así como alguien lo había dejado en un anaquel de Gilbert Jeune, yo lo dejé en una habitación en Estambul. Meses después, en una librería del centro Buenos Aires, compré el mismo libro, con la intención de recuperarlo, aunque siempre sobrevivió la impresión de que el original –una especie de manuscrito ad hoc- era aquel que seguía en viaje. 


- Columna publicada el  11 de enero de 2015, en Perfil Cultura. 

No hay comentarios.: