lunes, mayo 25, 2015

Corte inglés


Cruzarse a un inglés en viaje es algo excepcional. No porque falten, sino porque orbitan en el extranjero como aristócratas irracionales. Una vez mi padre, en los setenta, en las calles de Río de Janeiro, se cruzó con un inglés que iba cuesta arriba hablando con un local. Todo en este inglés que llevaba un sombrero panamá parecía enrojecido por la luz. A los veinte metros mi padre se detuvo, incrédulo, y se dijo que ese hombre, mucho más pálido y pelirrojo que en las fotos de los discos, no podía ser sino George Harrison. Compró un diario y terminó de comprobar que no había alucinado y Harrison estaba en Río de Janeiro. 
No hay acento ni aspecto que delate más a un viajero que el de un inglés. Cierto modo mortecino de caminar es característico incluso en las complexiones más atléticas. Cierta vez, en un bar de Luang Prabang, un joven bronceado me pidió permiso para sentarse en mi mesa. Por el acento no sólo noté que era inglés, sino que hablaba un idioma de otra época. La entonación era engolada y estaba repleta de apócopes.  Al rato de conversar comprendí el linaje de ese acento: hijo de un Lord, físico laureado en la Universidad de Cambridge. Hastiado de las exigencias académicas y de los protocolos, tras la muerte de su madre se había echado a viajar por el mundo y vivir amores con jóvenes que no hablaran su lengua.
Días atrás, mirando una película, me vino a la memoria este físico que probablemente, después de un año de rebeldía, haya regresado, reclamado su linaje y recuperado su altar en la sociedad.  El film en cuestión, The imitation game, está ambientado en la segunda guerra y narra de forma espectacular el desarrollo de una máquina –o una proto computadora- para desencriptar el código Enigma que volvía indescifrable las transmisiones secretas de los submarinos nazis. Hay un hecho sorprendente que no tiene que ver con la película ni con la máquina milagrosa, sino con la biografía de Alan Turing, el prodigio inglés de las matemáticas egresado de Cambridge que comandó el exitoso experimento y luego cayó en desgracia.  En el año cincuenta y dos Turing fue procesado, condenado por prácticas homosexuales y castrado químicamente. Dos años después se suicidó. Las reglas de una sociedad todavía bajo el influjo de la moral victoriana, parecen explicar la injusticia que se abatió sobre Turing. En las colas finales de la película se aclara que en el ¡“dos mil trece”!, sesenta años después, sólo después de una intensa campaña y a pedido del Ministro de justicia británico, la reina Isabel le concedió el “indulto póstumo”. Entonces, de golpe, me sumergí en la duda. ¿Desde hace cuánto la reina de Isabel es reina? En mi memoria, la reina siempre fue la misma, una anciana cerúlea, de pocos gestos y rigurosa etiqueta. Tras cortas averiguaciones, me enfrenté a un dato que de tan obvio es invisible: ascendió al trono a principios de mil novecientos cincuenta y dos, antes de la persecución a Turing, lleva sesenta y tres años reinando, cifra ni siquiera superada por Fidel Castro en Cuba. Algunos otros parámetros sirven para magnificar fechas: no existían todavía los Beatles. Resulta sorprende que antes y después del Rock, la reina sea la misma; también que en algunos países como Cuba o Corea del Norte, el poder haya adoptado disimuladamente la genética de la monarquía y padres, hijos, hermanos, trafiquen el privilegio de gobernar o vivir como lords del subdesarrollo.   

* Columna publicada el 19 de abril de 2015.



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