lunes, mayo 25, 2015

Rápido pasaje *

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Suelo soñar con urbes cuyas arterias sean ríos, arroyos, universos metonímicos como los de Italo Calvino en las Ciudades Invisibles. Con una vida que extrañe la comodidad, una vida de rituales físicos y cansancio prematuro, donde los estímulos lleguen tan ralentizados y adelgazados por los obstáculos topográficos que la sensación inminente de escasez perfore la conciencia. Esa zona de destiempo podría ser el Tigre. En otro tiempo, el Tigre fue un lugar lejano y inhóspito con sus crecidas, hecho para la clandestinidad. Ya en el fin de la primera sección, las ocasiones de recreo son mínimas y las horas pasan formando bloques que sólo contienen manifestaciones subjetivas relacionadas con el sonido de una lancha que se anuncia a lo lejos y a veces nunca llega, la altura del agua y su rumor, el canto de un pájaro, una avioneta. La lancha panadera, la lancha almacén, son ocasionales atajos para la supervivencia y con los días he terminado por creer que son un mito popular.
En una isla inevitablemente uno tiene la fantasía de vivir en un antes. En un “antes” sin otro, previo a cualquier tipo de socialización. El único modo de proteger una isla del otro, pienso, es ser el primero en habitarla. En el Tigre nada de todo esto es posible, desde luego. En cada isla, decenas de lotes que en los mejores momentos del día parecen abandonados, en la noche se vuelven territorios de un futuro deshielo bajo la niebla que sube del agua. Un día sin embargo una canoa llega y se detiene en un muelle a cien metros. Bajan dos hombres de piel oscura y pelo canoso sin decir palabra alguna. La canoa comandada por un chico que no supera los quince años, se retira en silencio, camuflada en el paisaje. Los recién llegados hablan. Tienen voces parecidas, por momentos parecen ser una misma persona que cambia de tono. Pese al  evidente desacuerdo respecto a una cuestión, no discuten. El tiempo vuelve a correr. El túnel de árboles inclinados sobre el río funciona como cámara de resonancias y transporta, intactos, ciertos diálogos. Los recién llegados, que para mi gusto pasan a ser intrusos, dirimen una cuestión crucial. No hay preguntas ni respuestas. Sólo un contrapunto de afirmaciones en la funda de dos voces siamesas. “Quince días”. “Diez”. “Pasado mañana se olvidan de nosotros”. “Poné música”. “Sos boludo, poner música, mirate este paisaje, disfruta el sonido de los pajaritos”. “Disfrutar… No puedo”. “Vamos a llamar la atención con música”. “No aguanto diez días sin cumbia, Mono”. “Tenemos que guardarnos, Leto. Escuchate ese grillo”. “Paraaaaá” dice Leto y desaparece entre los árboles, hacia el interior de la isla. Mono permanece quieto unos segundos, y va detrás caminando como un pato. Es chueco y por el ademán reiterado de levantarse el pantalón al andar, se me hace evidente que viste ropa prestada. El gesto no desentonaba demasiado con su apodo, pienso. “No corrás”, dice  Mono, y luego vocifera, como si correr fuera lo peor que pudieran hacerle a un chueco entrado en años: “hijo de la remil puta, no corras, te dije”.
Imagino a Leto perdido en el corazón de la isla. A las pocas horas veo a Mono asomarse a río solo y cauteloso, como si espiara. Incluso en ese momento no me descubre. A las pocas horas, la misma canoa que lo trajo para en el muelle. Mono sube, consternado, sin que medien palabras, y la embarcación se aleja en dirección opuesta a mi mirada.

* Publicado en Cultura Perfil el 5 de abril de 2015

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