lunes, septiembre 23, 2013

El genio de la quebrada *

Gracias a las indicaciones de un policía, di enseguida con la casa. “Hace tres días que no vuelve”, me contestó una mujer en la que todo denotaba amargura cuando le pregunté si él estaba. “Pero es común”, aclaró ante mi sorpresa, “y ya no me importa que no vuelva. Viene a dormir dos días por semana y por suerte vuelve a salir. ¿A quién le importa la rutina de un borracho? Cada vez que viene, trae a rastras una sarta de vagos”. Luego de una pausa, me estudió, dedujo que no era de la zona y que por alguna razón merecía otro trato. Como si reculara en su tono infidente, me preguntó si lo buscaba por algún motivo especial. “Nada especial, vine por lo mismo que lo buscan los otros, para escucharlo y tomar un vino”. La puerta del músico más genial de la Quebrada de Humahuca se cerró despacio en cuanto pronuncié la palabra vino. Probablemente su esposa no lo creyera un músico genial y la fama tardía de ese hombre le pesara, con una pena infinita, como una farsa que debía alimentar. Tal vez en la música y en las letras no reconociera al hombre que alguna vez había amado. Imaginé que se habían conocido de muy jóvenes, y que por una mezcla de inercia y de comodidad se habían mantenido juntos en un camino rutinario para el cual Vilca había ido encontrando desvíos y más desvíos, hasta transformarse en una especie de cónsul honorario y bohemio que recorría la Quebrada de noche con una guitarra a cuestas. Me senté en la plaza convencido de que las oportunidades de encontrarse con un genio eran escasas. Oportunidades de buscar a un genio sobran; dar con uno, sin quererlo, ocurre una o dos veces en la vida. Tres días antes, en Tilcara, en una peña, había presenciado cómo un hombre apartado en una mesa cortejaba su guitarra para los presentes a cambio de vino. No se podía mantener en pie, pero empuñaba y cantaba con una honestidad conmovedora. El interior de ese hombre estaba expuesto ahí. Se quedó hasta que el último parroquiano se fue y la peña cerró. Ese último parroquiano era yo. Quizás sucediera todas las noches, pero cuando Vilca me pidió que lo llevara hasta la parada de ómnibus para volver a Humahuca, sentí que me demandaba algo personal, un favor que a ninguna otra persona en el mundo le había pedido nunca. Me confería un rol de lazarillo que por supuesto acepté. Lo trasladé casi en andas tres cuadras interminables bajo un cielo sin estrellas. La sensación de estar cargando a un genio secreto compensó ese esfuerzo ejecutado a las tres de la mañana. Una vez en la parada, él se desplomó sobre un banco y me dijo que ya podía irme, que si seguía de viaje por la quebrada lo visitara en su casa de Humahuca. Podía preguntarle a cualquiera: todos conocían su casa. Si no tenía dónde dormir, él me alojaba. Y como si la palabra dormir lo hubiera abducido, de repente empezó a roncar sentado, con la cabeza colgando hacia un lado y la guitarra acostada sobre un muslo. Observé en un papel escrito a mano y pegado sobre un poste los horarios del ómnibus. Acababa de perder el último y tenía que esperar el siguiente, al amanecer. Pensé que la deriva de Vilca hacia Humahuca iba a ser tan complicada como la de Ulises hacia Itaca. Me dije que de cualquier manera ese genio convertido en héroe ante la adversidad de la madrugada y el frío, debía haber penado muchas veces en esa misma parada. Volví caminando a mi hotel, seguro de que en tres días, a cambio de un vino, iba a encontrar al mismo genio antes de que dejara de existir.





* Publicado en Perfil Cultura el 08/09

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