lunes, julio 15, 2013

Falsos peregrinos

Ninguna mujer, ninguna hembra, accedió al Monte Athos en los últimos siglos. Sólo gallinas ponedoras de huevos interrumpen la autosuficiencia de esa tierra de hombres místicos y castigados. Es lo que escuché y la razón por la que una mañana temprano estuve en el embarcadero de Ouranópolis, después de interminables trámites burocráticos para obtener mi diamonitirion y peregrinar cuatro días al lugar que más debe parecerse a otro planeta o al infierno.
Lo cierto es que el día señalado, desde temprano, las ráfagas de viento impedían la partida de barcos y ferrys. Por esa clase de irracionalidad presente en cualquier oficina pública del mundo, el permiso de visita era válido en tanto uno cumpliera con la restricción de entrar y salir de la zona sagrada los días señalados. Por ende, si perdía la posibilidad de embarcarme hacia Dafne, el puerto más cercano al corazón del Monte, mi diamonitirion caducaba. Obtenerlo había insumido días de trámites en la Oficina del Peregrino, respondiendo a preguntas tan absurdas como las de un visado norteamericano.
Por fortuna había otras cien personas en mi situación. No me resultó difícil simpatizar con un puñado de rumanos perseverantes. Eran ocho. Cargaban todo tipo de bártulos y heladeritas con víveres y bebidas. Un cincuentón al que llamaban Radu les daba órdenes sin moverse; los formaba constantemente como si estuviera a cargo de un batallón de inútiles o de locos. Quizás aburrido de tanta disciplina, se detuvo a hablarme: “Parecés el único joven con fe en el puerto”. Todo asomo de ironía se evaporó de sus rasgos opacos cuando le dije que era sudamericano. “Amigos, entonces”, contestó. Me palmeó la espalda con un afecto infundado y me invitó a formar parte de “la excursión”. Sus subalternos podían cargar mi equipaje si teníamos que caminar algún tramo. Todos trabajaban con él en la policía de Bucarest, de la cual él mismo era jefe absoluto. Habían planeado unas vacaciones corporativas, sin excesos; cuatro días de merecido retiro espiritual durante los cuales, de paso, él buscaría a su hermano menor, confinado en uno de los monasterios desde hacía treinta años. Pero si no conseguían un vehículo para hacer el camino por tierra, iban a tener que volver con las manos vacías “al prostíbulo más grande de Europa”. A continuación me recomendó pasar unas vacaciones en Bucarest y se ofreció a convidarme las muchachitas más tiernas de los Balcanes si lo visitaba. Me pregunté el por qué de semejante oferta. Tal vez todos sus subalternos hubieran comenzado así.

Mientras yo perdía la ilusión de conocer a esa casta de hombres en cautiverio y me convencía de que el Estado Autónomo Monástico del Monte Athos podía ser, a esta altura del siglo XXI, una atracción destinada a policías corruptos, políticos culposos, artistas enamorados de lo exótico y cristianos ortodoxos que necesitaban invertir ahorros, un lugareño de Ouranópolis se acercó y le dijo a Radu que el viaje costaba ochocientos euros. El camino al Monte era de ripio y nadie quería arriesgar por menos su camioneta. Asintió y extrajo de un bolsillo un fajo de billetes. Al rato, sus subalternos subieron como ganado a la caja de una F100. Radu me clavó los ojos, desde la cabina, como si hubiera depositado en mí una esperanza secreta. “¿Subís?”. Poco después, incluso entre el polvo que levantaba la camioneta al alejarse, siguió mirándome, como si en el fondo hubiera jugado con la esperanza de modelar en mí al hermano que quería encontrar. 

-Publicado en el Suplemento Cultura Perfil, el 14/07/2013.

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