jueves, julio 04, 2013

La Habana no era una fiesta *

Casi nunca salía de noche. Sentía que cuando caía el día, La Habana moría y las capillas de placer se cerraban para los extranjeros hasta el día siguiente. Se abrían, a su vez, santuarios que sólo frecuentaban ciudadanos acuciados por cierta sed de clandestinidad. Los revendedores de puros y ron dejaban de circular hasta el día siguiente. Todo el mercado negro distribuido en miles de cuerpos ambulantes, organizados como hormigas para sobrevivir al periodo especial, desaparecía. Las jineteras volvían con sus familias si no estaban en la cama firme de algún turista. Por el asfalto tibio, corrían algunos Lada desvencijados que hacían las veces de taxi compartido.


Sin embargo ese día se me ocurrió caminar por el malecón. Hacía demasiado calor y la ciudad estaba desolada. Era lunes. Tal vez por eso salí. Lo lógico era despabilarse con la brisa que traía el mar. Fantaseé con la idea de que a media noche podría ver restos de la ciudad que había condenado a Cabrera Infante: una suerte de Pompeya cristalizada bajo la lava de la revolución.

Pensé en lo poco que los viajeros atienden a las ciudades subterráneas, a las ciudades literarias, a las ciudades malditas. Casi siempre admiran ciudades inclinadas hacia el futuro o ciudades museo, como París. No había en el mar ningún rastro de La Habana mítica. Tampoco un signo de futuro. En eso me debatía, como si intentara apurar mi vuelta a Buenos Aires, cuando alguien me gritó desde el agua. Visualicé una macha cerca de las rocas. “Sí, usted”, dijo en inglés, “¿podría ayudarme a salir?”. Lo dijo de un modo tan amable que no se me ocurrió que tuviera motivos urgentes para salir. El agua le llegaba hasta la cintura, de manera que respondí: “Si no tiene idea de cómo salir, no se hubiera metido.” “Es que me quedé sin piernas, ¿le molestaría ayudarme?”. Por el modo en qué entonó la suplica, entendí que era un anglosajón borracho. “Si me ahogo, no podrá olvidarlo en toda su vida”, y empinó la botella que llevaba en una mano. “Pero hace pie, no diga pavadas”, le respondí. “Claro, si no estaría acabado. Pero mis piernas están muertas. Este calor…”, dio un nuevo trago, apoyó la mano libre en el agua, como si intentara hacer equilibrio, y luego se rascó el torso desnudo.

Un borracho que había transformado el mar en su propio bar: esto era lo más extraño que había visto en los últimos días. Le pregunté a qué se dedicaba. Esta vez, en un castellano con acento caribeño, respondió que su presente no tenía importancia; su oficio, además, era vil, como todos los oficios heredados. Tomó otro trago. Quiso avanzar. Parecía, en efecto, plantado en el suelo. Me dijo que era un Lord y que si lo ayudaba me iba a tener en cuenta en su testamento. Le pregunté si tenía hijos. Él se quedó pasmado ante la pregunta. Parecía haberle traído al presente algo que tenía del todo olvidado. Se agitó. De pronto estaba urgido por salvarse. La botella se deslizó entre sus dedos y se fue con la marea. Puteó y me miró con odio. Retrocedí. Recién entonces noté que a mis espaldas se habían reunido dos personas con aspecto de espías. Deliberaban en voz baja. Me recomendaron no preocuparme, todas las semanas el viejo improvisaba la misma escena. Su padre nunca le había contestado una carta, no le había heredado ni siquiera el apellido, aunque sí la terquedad para beber. Ese hijo bastardo de Hemingway ya era un elemento folclórico de La Habana y sin darse cuenta sobrevivía en una ciudad sin fiestas.

* Publicado en Apuntes en viaje de Perfil Cultura, el 30/06.

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