domingo, abril 21, 2013

Súbditos de la perdición *


El viaje de Kanchipuram a Pondicherry, pese a los escasos cincuenta kilómetros que separaban a ambas ciudades, podía durar medio día. En la estación improvisada junto a la recova de una edificación inglesa en ruinas, decenas de descastados envueltos en telas de colores intensos, observaron atónitos a un occidental cargando una mochila. Desde la puerta delantera de pequeños autobuses destartalados, los boleteros anunciaban las ciudades de destino. En el medio, motos, rickshaws y animales que compartían con los humanos el alivio de la sombra.
Me senté en el fondo del ómnibus que partía más temprano hacia Pondicherry. Afuera, tres perros rodeados de moscas se incorporaron para ladrarme. Una hora después el ómnibus estuvo repleto y arrancó. En el lapso de cinco horas, paró treinta cinco veces, junto a distintos asentamientos y pueblos que celebraban algo. Bajaron y subieron mujeres cargadas de verduras, gallinas y niños. Algunos hombres con sus lungis plegados escupieron por la ventanilla y gritaron aunque no parecían en realidad disgustados. Una tropa de brahmanes robustos que en la frente llevaba pintada la insignia de la deidad a la que cada uno adoraba, usufructuó despóticamente todos los asientos delanteros, a costa de mujeres y ancianos flaquísimos. Cada nuevo pasajero que quedaba cerca de la parte trasera me formulaba las mismas preguntas: nombre, nacionalidad, estado civil, profesión. Contestado esto, meneaban la cabeza de manera alegre y hacían comentarios en Tamil.
Recién al final del trayecto noté que otro extranjero había pasado por el mismo asedio. Era blanco como la leche, tenía los ojos desorbitados y sudaba. Bajó por la puerta delantera. Yo me abrí pasó hacia la puerta trasera. Un par de manos amistosas me eyectaron hacia la calle. Un niño montado en el techo del ómnibus arrojó mi mochila.
Gawain y yo nos miramos. Estábamos en medio de una calle donde se comerciaban especias y se ofrecían servicios de peluquería en carritos ambulantes. Me dijo que era galés y necesitaba tomar mucha agua. Era la tercera vez que viajaba a India, pero era la primera vez que cometía la locura de viajar en verano a una ciudad que no estaba comunicada por trenes. Antes de que pudiera presentarme, me propuso compartir alojamiento y aprovechar el único encanto de Pondicherry: había sido colonia francesa y era uno de los pocos lugares en los que se podía beber en la calle.
Nos instalamos en un hotel más o menos decadente y salimos. Anochecía. Familias sin casta se acomodaban al borde de la calle para dormir. Los mendigos seguían activos y fueron formando una corte a medida que avanzábamos por la calle principal. Gawain, indiferente, aseguraba que, como en todo puerto, las cantinas estaban cerca del mar y teníamos que apurarnos. El panorama calamitoso cambió después de diez cuadras: algunas residencias europeas con aire mediterráneo; luego una quietud de pueblo. Entramos en la primera cantina que se nos cruzó. En la India no hay hombres que beban por placer. Los bebedores son súbditos de la perdición y cargan con la costumbre de emborracharse como si fuera una herejía que sólo viciosos de la misma casta pueden presenciar. Los parroquianos nos observaron como a dos intrusos que llegaban para espiar la desgracia ajena. Al rato empezaron a irse aplastados por la tiranía del pudor. El mozo se durmió sobre el mostrador repleto de vasos. Gawain, mientras espantaba moscas sedientas, dijo  que quería ser escritor, pese a no haber nacido en Irlanda y no saber de memoria ni un párrafo del monólogo de Molly Bloom. Luego, apoyando el porrón helado contra su frente, murmuró “extrañaba la cerveza más que a mi mamá, aprovechemos que no hay nadie” y destapó otra. 

* Publicado en Apuntes en viaje, de Cultura Perfil. 

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