jueves, junio 13, 2013

Loco al volante *

No podría decir que R. estuviera loco. Sin embargo, apenas abordé el taxi, el modo de conducir sin mirar el retrovisor, en plena niebla nocturna, me resultó alarmante. Creo que me habría conducido a mi hotelucho en Camden town, sin hablar y sin parpadear, si no pisábamos en el camino un bulto envuelto en una frazada.


R. se bajó y permaneció de pie con lágrimas en los ojos, sin apagar los faros y con el motor en marcha. Era más alto de lo que parecía sentado y cierta genética antillana le daba a su contextura una juventud que los músculos de la cara ya no tenían. “¿Está vivo?”, preguntó. Me bajé. El accidente había ocurrido a baja velocidad, pero a primera vista el hombre estaba muerto. Todo indicaba que era un homeless. Estaba en posición fetal, como si se hubiera dormido protegiéndose del frío. El charco de sangre coagulada manando del cráneo me devolvió la imagen de esos perros tumbados al costado de la ruta. A las claras, el estado de ese cuerpo no era obra de un solo auto. R. estaba al borde de una crisis nerviosa, de modo que intenté explicarle que el cuerpo había sido pisado, previamente, por varios autos más. Probablemente, antes de ser atropellado por primera vez, se hubiera congelado durmiendo y no hubiera sufrido los golpes, todo esto en caso de que una pandilla no lo hubiera ejecutado por pura diversión para luego abandonar el cadáver en medio de la calle.

Él meneó la cabeza: “creo que lo vi moverse debajo de la frazada”. No se me ocurrió qué responderle. El motor del taxi seguía ronroneando y digiriendo combustible en un barrio pobre al sur del Tamesis. Por fin se incorporó y me miró. “Sabía que iba a pasarme alguna vez. Estaba escrito”. Agregó que su vida estaba acabada. Traté de hacerle entender que él no era responsable de esa muerte. Lo tomé del brazo y murmuré: “nadie puede matar a un muerto”. Él retiró el brazo bruscamente y me pidió que lo dejara en paz. Le rogué entonces que por lo menos me llevara a destino y después resolviera su dilema. “Seguir camino, eso es lo que hicieron los cuatro o cinco autos que remataron este cadáver antes que usted”. “Yo no voy a hacer eso. No lo puedo dejar solo”. “Muy bien”, dije entre asombrado y molesto. “No voy a conseguir otro taxi. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse acá?”. “Lo que sea necesario, no tengo apuro”, respondió como desafiándome.

Pensé que si el auto seguía encendido, en breve alertaría a algún vecino pusilánime capaz de llamar a la policía. “Voy a apagar el coche”, dije. Él asintió. Una vez en el interior del auto, aunque no estaba acostumbrado a manejar del lado derecho, observé por el retrovisor que R. se había inclinado sobre el cadáver y había apoyado una oreja sobre su espalda, como si quisiera escuchar el goteo del alma al separarse del cuerpo. No lo dudé. Puse primera y avancé. En la calle no se escuchó ningún grito de protesta. Calculé que en línea recta hacia el norte me toparía con algún puente y luego con Charing Cross. Anduve unos diez minutos hasta que en una esquina dos chicas de unos veinte años extendieron el brazo. Sonreí. Parecían borrachas. Subieron y me dictaron una dirección. Les contesté que esa era mi primera noche manejando en Londres y que si me orientaban les hacía un buen precio. Ella se miraron extrañadas y empezaron a darme indicaciones para llegar a Shepperd´s bush. En ningún momento preguntaron por mi nombre, ni de dónde venía. Poco antes de llegar a destino, se besaron con pasión.



* Publicado en Apuntes en viaje del suplemento Cultura Perfil el 2/6.

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