Departamento I
El hombre tiene el cuerpo enrulado y negro como la tinta; se diría como un perro de lanas erecto sobre sus patas traseras, y su rostro, a pesar de ser humano, se parece a la cara de un perro. Los brazos son largos, casi de hombre, y no cortos como las patas del perro de lanas. No consigue mantenerse perfectamente derecho y esto vuelve su apariencia todavía más voluptuosa; el pene negro, si bien sobresale en medio de la ingle salvaje, no está todavía obscenamente erecto. La mujer, casi desnuda bajo el vestido de encaje rosa, no puede hacer otra cosa que acercarse con cierta admiración, tratando de formar con él una figura más bien viciosa. Bailan; la cabeza del perro de lanas sobrepasa su cabeza rubia, que la lenta melodía sincopada dobla como si fuera una lechuga marchita sobre el pecho ornado de manchitas de vello blanco.
Es una habitación sin pretensiones, moderna: un tocadiscos, un carrito con vasos de whisky, en el sillón una muñeca de trapo vestida de española, por la ventana se ve un paisaje de bajos rascacielos grises. Bailan: la mujer se ha levantado el vestido pero, como en las películas para familias solas, el pudor no le permite todavía quitarse el corpiño y la bombacha. Él está totalmente absorbido por el baile; la lengua le cuelga de la boca, pero en cuanto al resto es imposible atribuir la expresión definida a la cara de un perro.
J.R Wilcock
(de El estetoscopio de los solitarios, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1999, Trad.: Guillermo Piro)
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