Hace
poco, leyendo un libro de crónicas de Andrés Felipe Solano sobre Corea, me
encontré con un pasaje, entre tantos otros destacables en este libro -que pese
a todo es un diario visceral que hace honor a su título: “Corea, apuntes desde
la cuerda floja”-, que refería la importancia de los bares en la vida de un
extranjero. Encontrar un bar cercano en el cual atravesar el verano –o un lapso
de tiempo más subjetivo, por ejemplo un duelo- es una cuestión de sobrevida.
Agreguemos
que también ese tipo de bares son esenciales para atravesar el invierno, el
otoño y la primavera. Felipe Solano refiere el hallazgo de un bar singular en
Seúl, repleto de una colección de vinilos, como una anomalía en la que además,
o por sobretodo, existe la bendición del aire acondicionado en épocas de economía
energética. Los veranos en Seúl son pesados y húmedos, como los de Buenos
Aires. De manera que el bar de Felipe Solano, llamado Golmok, en las
inmediaciones del barrio cosmopolita por excelencia de Seúl –Itaewon-, es un
refugio, un lugar de doble vida donde lo que se gana no es la aventura sino la
soledad. Ninguna residencia más oportuna para ejercitarse como forastero que la
barra de un bar.
Me
pregunto, ahora, si en realidad la barra de un bar no induce la extranjeridad.
Es decir, si la barra no es un nodo en el que uno y su propio extranjero se
encuentran pacíficamente a saldar cuentas y negociar el futuro. Acodarse en la
barra de un bar en Buenos Aires puede ser un modo nostálgico de sentirse
forastero, sobre todo cuando los bares con barras serias y contundentes escasean.
En
Seúl, aunque no llegué a frecuentar el Golmok, cierta tarde invierno descubrí
un bar de jazz. Tenía una variedad sorprendente de whiskys y en general los
clientes, después de comer en otro lado, venían a beber y ordenaban una botella.
Como muchos bares en Asia, el bar no daba a la calle, estaba en un edificio. El
dueño, del otro lado de la barra, trabajaba solo, y tenía una pecera con un
microhabitat y una criatura de piel transparente, aspecto de nonato, brazos
cortos, manitos atrofiadas y cola larga, a la que mimaba y apodaba “mi bebé”
pese a que raramente se movía.
La
mayoría de las veces, como si fuera necesario exacerbar mi sentimiento de
extranjeridad, apenas abría el bar a la noche yo estaba en la barra hablando de
Sonny Rollins, Ornette Coleman, Gary Peacock. Siempre sonaba buena música y
siempre podía encontrar luz para leer el libro que llevaba encima.
Sin
embargo, a partir de un episodio, mi estadía comenzó a ser non grata. Con cada
visita la curiosidad por la criatura había ido aumentando y me quedaba minutos
observándola. Cierto día, a solas, vulneré la resistencia del dueño a hablar de
esa criatura prehistórica, e insistí en saber qué era. “Un axolotl”, me dijo. Le
pregunté cómo lo había conseguido y si no era un anfibio en extinción.
Malhumorado, me contestó que había llegado de Japón, que el animal requería tantos
cuidados como un enfermo y que tener uno no era ilegal. Cometí la torpeza de comentarle que en Ciudad
de México algunos restaurantes lo servían como manjar. Empalideció. Nunca me
quedó claro si debido a nuestro inglés tomó el comentario como una propuesta
culinaria, pero en mi siguiente visita, al verme entrar, me recibió como un
bárbaro que llegaba a apropiarse de su bebé.
* Columna publicada en Cultura del diario Perfil el 31 de mayo de 2015.
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