martes, agosto 25, 2015

No molestar*

 
Alguna vez escribí sobre estadías en hoteles de los que resulta difícil salir. Hoteles contemporáneos y sin historia, que simbolizan la estadía en un país distinto y a la vez sintetizan características culturales, incluso cuando ofrecen un confort adaptado al  habitante global. Recuerdo uno en Seúl. Otro en Tokio. Ofrecían un tipo de confort que ningún oriental sentiría del todo afín y que ningún occidental, a su vez, reconocería como prototípico de oriente. Esos hoteles híbridos están en un limbo y son los más peligrosos. Implican en sí un viaje y si la finalidad es conocer una ciudad, pueden funcionar como trampas, madrigueras donde se reproduce el ocio, los tiempos muertos, el estatismo y la laxitud mental. Para algunos escritores, detrás de toda invitación a participar en un festival o feria, está latente la posibilidad de transformarse en un habitante global pese al recelo rumiado durante años, recaer en uno de estos hoteles y abandonarse, de una vez por todas, en un hábitat pasajeramente embrionario.

Personalmente, esa cuota de exotismo en formol que mantienen ciertos hoteles vistosos -especialmente esos en los que los organizadores de ferias o festivales insisten en alojar a sus invitados para impactarlos-, es tentadora al principio. Produce hábitos inesperados que tienden a crear una comodidad nueva, o mejor dicho, desconocida, ya que los hogares en general, sobre todo en una ciudad como Buenos Aires, son nidos imprácticos repletos de parches que se superponen a remiendos dejados durante décadas por el paso de sucesivos conspiradores de la plomería, la albañilería o la electricidad, sin que males endémicos –la presión deficiente de agua en la ducha, la baja tensión o la humedad bajo la mesada, por ejemplo- encuentren una solución definitiva.

Alguna vez sentí que en uno de esos cuartos luminosos, impregnados de minimalismo y funcionalidad, adquiría conductas insensatas, a saber: bañarme varias veces al día para aprovechar la presión del agua, cobijarme en tiernos toallones y pasearme en la gruesa bata del hotel, escribir con la televisión prendida de fondo y dibujar en un anotador con membrete del lugar.  

Pese a todo lo dicho, la condición excepcional y sanadora de esa capsula sin fallas que puede ser la habitación de un hotel, se vuelve nociva después de un tiempo. Un periodo de dos semanas, creo, alcanza para que se de una metamorfosis anímica, el habitante global pierda su entusiasmo y se derrita e extrañando las imperfecciones del hogar, grietas por las que en realidad respira gozosamente el habitante sedentario.

Vivir en un hotel más tiempo corroe el alma. Las costumbres inesperadas se evaporan y dejan lugar al tedio pequeño burgués y la precaución. La televisión de fondo aturde. El contacto del agua pierde nitidez. La bata se revela como un añadido fraudulento en la vida cotidiana. El orden y la limpieza dejan de ser basales y uno empieza a colgar del picaporte el cartel “NO MOLESTAR” para que la marea de homogeneización alguna vez aliviante no llegue a las cosas dispersas, a los objetos que en el suelo o en la mesita de luz luchan por su propiedad. Las comidas empiezan a saber igual. En los desayunos uno ya no estudia las nuevas camadas de familias que han llegado al hotel. Más bien evita todo contacto para templar una mínima película de intimidad y volver a salvo.

* Columna publicada el 26 de julio en Cultura Perfil.

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