jueves, julio 07, 2016
martes, mayo 24, 2016
Últimas noticias de Las Vegas
Desde
la invención del Bafici, cada año, después de un début maratónico a los
veintiún años en la edición de mil novecientos noventa y ocho, cuando era capaz
de ver seis películas por día, mi rendimiento fue inversamente proporcional a
mi edad. Estimo que mi retiro de las
grandes ligas cinéfilas se aceleró cuando desde el Gobierno de la Ciudad desplazaron
el festival de ese epicentro festivo y equidistante que era el Abasto y lo
implantaron en una de las zonas menos equitativas de la ciudad. Tal es así que
este año vi una sola película, un retrato fenomenal de Las Vegas.
Nunca
estuve en esa ciudad, pero no puedo negar siempre me tentó la experiencia y
alguna vez, de visita en Nueva York, jugué con la idea de comprar una de esos
tickets baratísimos de último momento. La ciudad en el imaginario popular es el
pináculo de perdición y la ostentación de la clase media norteamericana. Las
vistas panorámicas en las veladas boxísticas televisadas por ESPM desde Hotel MGM,
sin embargo, confirman ese lujo artificial. El azar me condujo hacia una de las
salas subterráneas del Village Recoleta, que por su escenificación podía ser
parte de la misma ciudad que el director del film en cuestión diseccionaba con un
ojo etnográfico y frankfurtiano -equiparable al de Harum Faroki en sus primeros
films-.
Ninguna
película como Las Vegas en 16 partes
se adecúa mejor a los fines de ésta columna de viaje. El director, Luciano
Piazza, viajó durante más de un año a Las Vegas y en sucesivas inmersiones en
el formato 16 mm absorbió pedazos de una ciudad inventada por la industria del espectáculo
a mediados del siglo XX, en un área donde nadie en su sano juicio desearía
vivir. Improvisó, a partir de esos fragmentos, un ensayo en torno las liturgias
del consumo analógico, liturgias ajenas al mundo virtual, con el mérito de
exhibir cada trazo humano que queda atrapado en los engranajes de ese monstruo
urbano, sin imprimir una mirada cínica, ni moral ni humorística. Los
personajes, visitantes reales de Las Vegas, habitan la pantalla durante unos
pocos segundos como héroes minúsculos de la aventura que propone esa ciudad en
continuo naufragio. Son estrellas fugaces que no obstante, en el modo de declamar
su pulsión frente a la cámara –como si confesarse formara parte también del
entretenimiento-, se humanizan. La ciudad los vuelve finitos: parte de un
montaje para la posteridad.
Al ver
ese híbrido de ensayo, documental y ficción, sucumbí a la tentación de
preguntarme si Las Vegas es realmente una ciudad y si no debería definirse más
bien como parque de diversiones y de terror para adultos. Las Vegas no tiene
habitantes permanentes o ciudadanos, nadie nace, vive y muere ahí, aunque
transitoriamente, para garantizar el funcionamiento de esa gran marca norteamericana
durante las veinte cuatro horas los trescientos sesenta y cinco días del año,
residan como mano de obra o marco vivo seiscientas mil personas.
Las Vegas en dieciséis partes
constituye, en definitiva, un tipo de viaje diferente al que se suele abordar
en este tipo de columnas, pero al salir del cine tuve la sensación de haber apresado
por un instante el alma de una ciudad que se reversiona a sí misma. Luego tuve la
certeza de que esa sensación era deudora de una mente cinematográfica que
estudiaba en cada vida la promesa de un ciclo de fortuna, plenitud y vacío,
para desentrañar las relaciones más ocultas entre capitalismo y deseo.
* Columna publicada el 15 de mayo de 2016 en Perfil Cultura
Zona protegida *
Las
ciudades que siempre uno ama y odia son aquellas a las que tiene que volver en
el recuerdo. También, aquellas en las que uno tiene que volver a altas horas, o
tal vez de noche, simplemente, a solas en un tren suburbano, en estado relativo
de ebriedad o de perplejidad –diríamos que ebriedad y perplejidad son accidentes
subjetivos vinculados a la sensación de extranjeridad-.
Volviendo
de la Estación Pacífico hacia Villa del Parque, en el Tren San Martín, al
escuchar la voz de una máquina que parece dialogar con la soledad del pasajero
y anuncia el nombre de cada estación y recomienda esperar a que el tren se haya
detenido para bajar, primero en español
peninsular y luego en inglés, recupero esa misma sensación que experimenté en
Londres y Seúl: un profundo extrañamiento por un tono que no me pertenece.
Aunque
desde hace tiempo tomo ese tren y me enfrento a esa grabación globalizada, es
la primera vez que cala en mi alma de un modo tan desolador. Deduzco que la sensación tal vez sea efecto
tardío de las medidas de este gobierno: medidas que generan entre el empleador
y el empleado una asimetría permanente. De pronto, la sensación de habitante
global abatido, que vuelve a su casa flameando en un traje barato después de brindar
servicios indeseados para una supervivencia digna, me aplasta. En vez de cruzar la vía y caminar hacia mi
casa en Agronomía, me pierdo en la Paternal, e inició un viaje a pie, en sentido
opuesto a la voz maquinal que en los trenes expulsa a los circunstanciales
pasajeros recordándoles, en su tono neutro, que podrían no pertenecer ya a
ningún lugar. Las calles empedradas y la luz parece venir de una ciudad o un
barrio que está viendo nacer a Maradona y conserva en su quietud secuelas de la
dictadura.
Además
de la cancha de Argentinos Juniors, epicentro sentimental porteño, me topo
súbitamente con una placa que indica que ahí, Artigas 1917, nació y vivió
Norberto Napolitano, alias Pappo, alías Carpo.
No puedo dejar de recordar los grandes discos Pappos Blues, previos a la
etapa Riff y a un ocaso poblado de fierros y exposición mediática. Volumen I, II, III, IV, V, contienen lo mejor
de un rock nacional permeado por la guitarra demoledora de Hendrix y la
versatilidad de Ritchie Blackmore. Al igual que en Hendrix, la genialidad
autodidacta de Pappo permitió libertades impensables para cualquier otro músico.
En la Argentina no hay ni hubo, sin duda, un guitarrista con tanta capacidad de
improvisación que además podía hacer con el instrumento todo lo que se le
ocurría.
Por
alguna razón, los ladrillos a la vista de la casa de Pappo y la última racha de
luz que pasa entre los plátanos enormes e imprime en el asfalto un resplandor
plomizo, diluyen el extrañamiento. Ese misterioso magnetismo me hace pensar en
los viajes de Pappo a Inglaterra y en el extrañamiento que ese guitarrista, durante
sus exilios ingleses, debe haber experimentado al atravesar Londres en tube para trabajar en una sala de ensayo
en la que conocería al baterista de Led Zeppelin, John Bonhan, y a Lemmy, el
cantante de una banda naciente, Motorhead.
De
regreso a casa, al cruzar el puente de hierro por sobre la calle artigas, me
detengo a pensar que tal vez por carecer de zonas de protección sentimental, en
el recuerdo Londres o Seúl no sean ciudades idílicas sino ciudades perdidas, que
en vez de asentarse mutan como un organismo imperfectible.
* Columna publicada el 1 mayo de 2016
domingo, abril 24, 2016
Trabajos naturales *
El FILBA tiene una sección titulada Bitácora, en la que dos
escritores relatan una misma experiencia
vinculada a la ciudad en la que tiene lugar el festival. En San Rafael me tocó hacer un trekking por
Cuatro Cascadas, una zona cercana al Cañón del Atuel, poco después de una
fuerte tormenta. Partí con la fuerte intención de escribir sobre la relación
del hombre aburguesado con la naturaleza. De la caminata accidentada por las
Siete cascadas, podría extraer una serie de conclusiones banales. La más obvia
de todas: la promesa de un trekking tranquilo, concebido para cuerpos
agarrotados por la rutina urbana, se transformó en una carrera contra la
naturaleza y los restos de la tormenta. Al menos eso sentí frente a las arenas
movedizas, los caminos sinuosos, las pendientes, las rocas escarpadas, la
vegetación. Es llamativo cómo el contratiempo y el esfuerzo sustraen
subjetividad a un cuerpo sin resto y lo sumergen en miedos absurdos: no pisar
mal, prevenir una torcedura de tobillo, por ejemplo.
Confieso que las rutinas de la ciudad me volvieron una especie de
anquilosado incapaz de gozar de la adversidad de la naturaleza. Quienes acceden
a esa adversidad haciéndola propia, entrenan, o mejor dicho, trabajan el cuerpo.
Mi experiencia más próxima al goce de la adversidad fue nadar un par de veces en
mar abierto, bajo la calma que confiere saber nadar y, sobre todo, no temerle a
esa forma de la naturaleza. De la montaña en cambio no sé nada, absolutamente
nada. No me interpela y su mítica está momificada, para mí, en las postales
color pastel de los Alpes. El guía en algún momento del trekking logró quebrar
mi apatía y contó el significado de la palabra Atuel en idioma huarpe: llanto.
Para explicarlo, introdujo una leyenda según la cual una mujer cautiva huye
hacia la montaña, el refugio de los dioses, y se sacrifica saltando al vacío
con su bebé, a cambio de lluvias. Desde entonces, dicen, el sonido del río
imita el llanto de un bebé.
Al escuchar al guía no puede evitar pensar que ese hombre amaba lo
que hacía de un modo espontáneo: un amor sin esfuerzo. Valoraba su trabajo como
si fuera un tesoro. Me vino entonces a la mente la certidumbre de que lo que
gobierno actual logró en pocos meses es restarle sentido al trabajo. Aniquilar
el lazo más preciado del hombre con su propia potencia. En definitiva, anular
simbólicamente el trabajo, excomulgar la categoría de pueblo, vaciar los
derechos de las clases trabajadoras y así desalentar la oposición humana. Por esto mismo, hoy en día la única forma de
supervivencia y resistencia va a ser una reivención del trabajo; eso que cada
vez cuesta más y que, paradójicamente, va a valer más para cada uno de nosotros
a medida que la tecnocratización nos vaya expulsando. Trabajar hoy significa ir contra una noción de
productividad que no está ligada a la fuerza del hombre, sino a la renta.
Debido a su crueldad ideológica, el gobierno actual ha transformado el trabajo
en un objeto sublime de deseo. El trabajo vuelve a ser un problema, un recurso
en extinción y no ceder ante esa sustracción –que termina siendo una compra del
alma, un pacto fáustico- es la única opción posible.
Más urgente que escribir sobre la relación del pequeño burgués con
la naturaleza, es entonces replantear la relación del hombre y el trabajo. Me
vuelve el recuerdo del guía en Cuatro Cascadas y se encarna ante mis ojos la
imagen de alguien consumando su destino, contra el positivismo financiero.
* Columna publicada en el Suplemento Cultura de Perfil, el domingo 17 de abril de 2016.
domingo, abril 03, 2016
Extraños en paraíso *
Hace
tiempo el espacio de la Patagonia se representa en el imaginario de los
extranjeros como mítico, más allá de las historias de Bruce Chatwin y de las anécdotas
ampliamente divulgadas sobre jerarcas nazis refugiados después de la segunda
guerra. Una vez ahí, uno percibe ese carácter mítico en la naturaleza, en las
edades que se apilan en la costura de lagos, bosques y montañas perdiéndose en
un horizonte que parece estrellarse contra una frontera. Al borde de un lago
como el Nahuel Huapi o el Traful, se percibe, al revés que en la pampa -donde
el tiempo no pasa -, huellas de las
edades que pasaron antes del primer hombre. Puede resultar muy conmovedor, o bajo la garra
del turismo puede terminar siendo simplemente un decorado en el que esas fuerzas
extrañas previas al humano no se manifiestan sino como decoración.
Quizás
con esa atemporalidad tengan que ver mis pocos recuerdos etnográficos de la
Patagonia. En la mayoría de los lugares a los que entraba, detectaba una mueca
de recelo. Sospechaba que todos los habitantes de alguna manera habían tenido
un pasado en otro lugar y sólo podían vivir en la Patagonia un devenir
clandestino. Como los cowboys del lejano oeste, llevaban en las facciones un
rictus impertérrito que no se correspondía con una idiosincrasia, sino con un
contagio del paisaje ancestral y quizás con la erosión espiritual del viento y
las estaciones frías. En ninguna parte de la Argentina tuve la sensación tan
patente de ser un extranjero. Y no porque los habitantes tuvieran raíces
culturales profundas en el lugar, sino porque algo en la atmósfera, como en
Twin Peaks, volvía extraño a cada
individuo que atravesaba el paisaje.
En
las últimas semanas, esa misma Patagonia ancestral se volvió un decorado de unas
pocas horas para la visita de Obama y la escapada en helicóptero de Macri a la
estancia de un magnate inglés en las cercanías de Lago Escondido. A orillas del
Nahuel Huapi tuvo lugar la segunda imagen emblemática y desoladora que define la
nueva de relación entre Argentina y EEUU. La primera había tenido lugar en la
EX EXMA pocas horas antes: Obama y Macri posan en la EX ESMA, camuflan diplomáticamente
en su pacto antiterrorista un desplazamiento simbólico que despolitiza la lucha
por los derechos humanos al ligarla al discurso de la lucha contra el
narcotráfico y el terrorismo global.
La
segunda imagen es muy distinta a aquella de Menem, en pantalones cortos, jugando
al tenis con Bush, que ilustra la era de las relaciones carnales. En esta se
ven dos parejas maduras, partidarias de la comedia del bienestar, vestidas de elegante
sport, al borde de un lago. En esa foto hay un premeditado cambio de parejas y
todo, desde los gestos, el maquillaje, la ropa, el teatral atardecer con
recorte de montañas detrás, cuadra con una foto de campaña publicitaria de ropa.
Macri sonríe con esfuerzo hacia Michelle mientras Awada y Obama se abrazan
sonrientes. La escenificación, simulacro de amistad y convivencia aunque los
cuatro sean extraños en el paraíso, representa muy bien lo que el PRO ha
decidido proyectar puertas afuera. Puertas adentro, Macri, en lugar de avocarse
gobernar, se obstina en demostraciones de autoridad cotidianas y agota la cuota
de poder que le dio ganar elecciones, tal vez sabiendo que en última instancia
el único tipo de poder que no se agota –y hasta ahí- en el autoritarismo, es el
feudal o el patronal.
* Columna publicada en Cultura Perfil el 03/04/16
Selección natural *
En
algún viaje a la costa patagónica, un lugareño me aconsejó no rozar ni por casualidad
la fauna marina del lugar. Aunque no
tenía en mis planes acariciar ningún pingüino o cetáceo, esa persona me dio
buenos motivos. Si uno tocaba un pingüino, por ejemplo, confiscaba su destino
social: intervenía de tal modo en su tejido que luego podían no reconocerlo y
excluirlo. Esta idea –que el hombre condena al animal al dejar una huella en su
imagen olfativa- me acompañó desde entonces y naturalizó visiones de lo más
cruel. En Puerto Pirámides, observé horcas que se dejaban arrastrar hasta la
costa con la marea y a velocidad relámpago atrapaban lobitos marinos entre sus
fauces para luego retirarse con la resaca del oleaje.
Años
más tarde, en alguna sesión de buceo en el Mar Rojo también presencié escenas
de depredación submarina típicas. Pese a que esos episodios para mí estaban desenfocados
siempre por cierta compasión hacia la especie más débil, la muerte no
representaba un absurdo y presenciar el espectáculo transparente de la cadena
de depredación y selección natural fue una experiencia única. Observar las
defensas contra la depredación que las especies más débiles desarrollaban en el
mundo submarino resultó todavía más fascinante: peces que para sobrevivir repentinamente
se transforman en fósiles en el fondo del mar o se mimetizaban con una planta. Cierta mañana, sin embargo,
aparecieron en la orilla un grupo de cazones descabezados que el centro de
buceo se ocupaba de criar y alimentar. Tras indagar, me enteré que se trataba
de una venganza de pescadores beduinos. Una muestra gratuita de poder ante una
población ajena a sus costumbres. Decapitaciones que no entraban en la cadena
de la depredación sino en el negocio de la exhibición y el chantaje.
Ya
no es novedad a esta altura, pero la muerte de un delfín bebé a manos de groupies
espontáneos de la fauna marina en Santa Teresita conmocionó a la opinión pública
y podría también encasillarse en el negocio de la exhibición. Entre los apenados
estuve yo. Las fotos que circularon en las redes mostraban a una multitud
disputándose el cuerpo de ese lustroso cetáceo indefenso, como si se tratara de
un nuevo Mesías, sólo para obtener una selfie. En algún blog leí que el sacrificio de esta cría
simbolizaba un cambio de época. Era un tipo de víctima diferente y podía
considerarse, en el inconsciente colectivo, una manifestación de la torpeza que
acompaña a este gobierno. En la línea de los despidos seriales ejecutados incluso
sin respetar esa selección natural de corte empresarial tan ponderada por el
Pro –talento, capacidad, liderazgo -, con el modus operandi de un patrón de
estancia que supone tautológicamente que sus peones son vagos por ser peones o
por afiliarse a un sindicato, sacrificar a un delfín por negligencia y/o
cholulismo está en sintonía. Los despidos ejecutados de este modo son demostraciones
de poder que no forman parte de una estricta selección laboral sino de un
ajuste de cuentas.
Aunque
la asociación de maltrato animal y macrismo me pareció forzada, es innegable que
se respira en la calle una mezcla de estupor y desánimo, no frente a una
orientación económica liberal –que incluso algunos estupefactos pueden haber
elegido con todo derecho- sino, sobre todo, frente a los atropellos cotidianos.
No es necesario ser o haber sido kirchnerista para percibir hoy esa fuerza
oscura, parecida a la que emanan en Star Wars los guerreros Siths cuando reivindican en el resentimiento la
identidad de una casta.
* Columna publicada en Cultura Perfil, el 20/ 03/16
Polizón *
Durante
varios días, en el año dos mil once, por culpa de las célebres cenizas
volcánicas, quedé varado en el pequeño departamento de un amigo en Crown
heights, Brooklyn, después de ir al aeropuerto y de que me anunciaran la
suspensión por tiempo indeterminado de vuelos a Buenos Aires. La mayoría de los
pasajeros exigía compensaciones por la suspensión –equivalentes a las retribuciones
que recibe un escritor cuando va a una feria, viáticos y alojamiento-, pero las
aerolíneas, alegando una cláusula de “catástrofe natural”, se protegían de cubrir
la manutención irrestricta en la Gran Manzana de familias enteras que acampaban
en el aeropuerto JFK.
Ante
la mala nueva, y enterado ya por noticias previas de que la lucha contra la
burocracia de las compañías de aviación estaba perdida, tomé la decisión de
volver a lo del amigo que me había alojado el último día, antes de la vuelta. Emprendí
el camino inverso, arrastrando una maleta gigante con ruedas que no giraban, y
tomé el metro bajo un sol que a las diez de la mañana era abrasivo.
Mi
amigo me recibió con sorpresa y decepción. En su expresión parecía cifrado lo
que vendría, una historia de abusos. En los días posteriores, enterado de mis
dificultades para dormir en un sillón, me cedió su cama. Siguió con su rutina
diaria, yendo al trabajo, pero yo permanecí en un limbo, ni como turista ni
como habitante. Cada tanto llamaba a la aerolínea para saber si había novedades
y me respondían que las listas de espera eran interminables. Me imaginé semanas
varado en Nueva York, con ahorros eximios y una tarjeta sin fondos. De
permanecer debería disponerme usurpar, además de la cama, el sueldo de mi
amigo.
Para
consolarme, casi persuadido de que Manhattan con sus museos y bares era parte
de mi anterior estadía y no entraba en mi vida de polizón, empecé a deambular
por el barrio con cierta pesadumbre: mi poco capital impedía exhibirle a mi
anfitrión mi gratitud por el hospedaje, la cama y los víveres que incluían
single malts y packs de cervezas Sierra Nevada. Aunque a diario se lo transmitía,
mis fórmulas caían en saco roto, como las palabras de un borracho.
Después
de dos semanas me di cuenta de que algunos vecinos mostraban una sonrisa al verme
en la calle al mediodía, dispuesto hacer compras en el súper más cercano. Parecían
complacidos de cruzarme, contrario a lo que sucedía semanas atrás. Tuve la
impresión de que mi rutina escuálida los satisfacía. Comprobaban que no era un
turista, ni uno de los tantos estudiantes falsos que a través de aportes de
parientes ricos disfrutan de la vida americana sin trabajar. No, yo no
disfrutaba de la vida, ni trabajaba. Que no hubiera incorporado una bermuda a mi
vestuario y saliera siempre con un pantalón a rayas made in india con aspecto
de pijama, corría a mi favor.
Cuando
empezaba ya a hacer migas con vecinos, recibí un llamado. Si lo hubiera
recibido una semana después, quizás nunca habría regresado a Buenos Aires y
nunca habría vuelto a escribir. Habría perseverado en mi aspecto de Bartleby en
pijama. En el llamado en cuestión, una voz con acento latino me anunciaba que
habían abierto un vuelo para los damnificados por las cenizas y podía
reservarme un lugar. Yo dude, como si me ofrecieran publicidad engañosa. Mi
amigo, que sin escuchar había leído el contenido de la comunicación en mi cara,
me susurró: tomalo, ya. Fue una orden irreprochable que años después agradezco.
* Columna publicada el 06/03/16 en Cultura de Perfil.
Ruido blanco *
Conocí
la historia de Denise cuando, de paso por Los Ángeles, recaí en la casa de un viejo
amigo argentino. Alquilaba una monoambiente en el primer piso de una casa en Silver
Lake, antiguo barrio yonki que se había vuelto un barrio cada vez más de moda y
hábitat fértil para hipsters del nuevo milenio. En la planta baja vivía una
mujer de setenta años, que ya no encajaba mucho con el barrio, pero que se
vestía exactamente como en los sesentas. Quizás por eso mismo, la señora no
saludaba, se quejaba por ruidos molestos, llamaba a la policía cuando algún
extraño merodeaba la zona. Lo que no había hecho nunca, supuse que por miedo,
era denunciar a los distribuidores de metanfetamina que vivían en la casa de enfrente.
Una
noche mi amigo puso un disco que yo le había regalado para agradecer su
hospitalidad. Le pedí que subiera el volumen y pasó a explicarme la
susceptibilidad de su vecina de abajo. Tuvimos que escuchar The psychedelic sounds of 13th floor
elevators a un volumen bajísimo. Apenas se fue al trabajo, al día
siguiente, aproveché para poner el disco a todo volumen. Supuse que la vecina
se habría ido al trabajo. Pero al rato escuché el timbre. Bajé el volumen. A
través de la mirilla me asomé y vi unos ojos celestes incrustados en un rostro
huesudo, piel arrugada y curtida por el sol.
Me preparé
para lo peor: queja por ruidos molestos, amenaza de llamar a la policía. Abrí
dispuesto a pedir disculpas, explicar que era un huésped y desconocía los usos
y costumbres del edificio. Pero antes de que pudiera decir nada, ella, como en
trance, se tomó la libertad de entrar al departamento y buscar con la mirada
algo, quizás el origen de la música. Recién cuando vio el disco girando,
pareció buscar mis ojos y pedir disculpas. Me dijo que hacía cuarenta años que
no escuchaba la voz de Roky Ericson. Tal vez, si yo no lo hubiera puesto, nunca
se habría reencontrado con su voz. Me dijo que ahora, escuchándolo, se sentía
tan joven y desgraciada como la noche en que habían internado a Roky. “Los
salvajes del servicio de salud”. Me llamó la atención escuchar en boca de una
anciana afirmaciones tan tajantes. Pensé que desvariaba. Ella, como si me
leyera el pensamiento, me dijo que en los sesentas, antes de mudarse a California,
había conocido a Jannis Joplin cuando no era Janis Joplin. A través de ella se
relacionó con el amor de su vida, Roky Ericson. Fue su amante hasta que la
policía lisérgica de ese entonces lo confinó a un psiquiátrico y lo arruinó
para siempre. Después de eso, ella se mudó a Los Ángeles y no supo nada más del
cantante de 13 th floor elavators. Pasó
años de aislamiento, dándole la espalda ya a cualquier tipo de experiencia
lisérgica, junto a hombres torpes que parecían cortados a imagen y semejanza de
Ronald Reagan. Finalmente terminó
trabajando en la alcaldía como asistente social y obtuvo su jubilación durante
el mandato del actor y fisicoculturista Arnold Schwarzenegger. La psicodelia, The 13 th floor elevators, para entonces
ya habían quedado lejos, en la historia de otro mundo.
Terminó
su relato y esperó mis palabras, ansiosa. Le dije que envidiaba su vida. Enseguida
me sentí torpe y me apuré a explicarle que en general envidiaba a todos los que
habían tenido oportunidad de atravesar la juventud en los sesenta. Como si yo acabara
de decir una gran estupidez, se dio vuelta y salió sin cerrar la puerta. El
lado A del disco hacía rato se había acabado y la púa amplificaba un ruido
blanco.
* Columna publicada en Perfil, el 21/02/16
jueves, febrero 18, 2016
Taller
Laboratorio de lectura y escritura, a cargo de Oliverio Coelho
En
la primera hora del taller se analizará y comentará un texto
–novela o cuento- de un escritor elegido (Kurt Vonnegut, Ángela Carter,
M. John Harrison, Kobo Abe, Leonardo Sciascia, Rubem Fonseca, Mario
Levrero, Clarice Lispector, Antonio Di Benedetto, Silvina Ocampo, etc.)-
que los participantes leerán con
antelación. El análisis del texto elegido para cada encuentro funcionará
como disparador a la hora de pensar el propio proyecto literario y desarrollarlo.
En la segunda hora se discutirán los textos de los
asistentes, previamente reenviados por email. Intercalar lectura crítica y
laboratorio de escritura, permitirá extraer y aplicar conceptos
provenientes del análisis literario. A su vez el debate en torno a los
textos de los participantes será una instancia fundamental de
intercambio del laboratorio.
Cupos limitados.
Día y horario: primer y tercer lunes de cada mes, de 18:30 a 20:30
Zona: Agronomía
Inicio: 7 de marzo
miércoles, febrero 10, 2016
Nada de folclore *
Dicen
que a partir de cierto momento, a contrapelo de lo que opina la mayoría, la
Meca del viajero no es la India sino Sicilia. En algo estoy de acuerdo: es la
Meca del viajero en su madurez, cuando el trotamundos no busca extremo
exotismo, incomodidad, obstáculos, sino condiciones para echar sus huesos y
observar lo mejor del mar en medio de ruinas y pueblos ancestrales poco
poblados. Lo que en la India aparece como sobrepoblación, novedad y estímulo,
en Sicilia es memoria hedonista. El tiempo transcurre de otra manera. O mejor
dicho, casi no transcurre, al revés que en cualquier lugar de la India, donde
cada minuto contiene una infinitud de sensaciones que no caben en el presente,
porque son partículas del futuro.
Digo
esto no porque haya experimentado la temporalidad estacionada de Sicilia, sino
porque hace muchos años, en un momento inadecuado, con menos de veinte, no pude
aprehenderla. Perdí una oportunidad y desde hace años lamento no poder volver y
reivindicar esa experiencia. Estuve en Palermo y el Hotel
des palmes en el que Raymond Roussel murió en circunstancias misteriosas,
me resultó un palacio sitiado por el sol, un maravilla inaccesible e inexplicable,
como todo ese lujo pasado que en Italia parece tan natural como una colina o
una nube. En Sicilia, como en la India, están superpuestas todas las
civilizaciones y todas las eras. Pero si en la primera uno no distingue esas
capas geológicas, debido a una falsa familiaridad facilitada por tanta cultura
siciliana infiltrada en Argentina, corre
el riesgo de quedar excluido del tiempo propio de la isla, de su clima
estacionado.
Mucho
después mi modo de reparar ese viaje trunco –llegué a Sicilia como podría haber
llegado a cualquier otro lugar, por inercia- y recuperar el tiempo perdido, fue
investigar la literatura de la isla. Lampedusa, Vincenzo Consolo, Gesualdo Bufalino,
Giovanni Verga. Hasta que me topé con Sciascia. Es probable que ninguna crónica
de viaje, ni ninguna columna relacionada con el asunto, encarne tanto la
cotidianidad de un lugar como una ficción. No cualquier ficción, sino cierta
ficción anémica que, apropiándose de recursos de la crónica y de hechos verídicos
que le suman al paisaje una textura natural,
termina ilustrando el clima y el paisaje de un lugar. Esa clase de
relatos, en general, desatan un viaje en el tiempo. Si uno va en busca de esos
textos, nunca llegan. Son escasos y aparecen camuflados, como un obstáculo
inesperado en una obra mayor.
“Autos
relativos a la muerte de Raymond Roussel”, de Leonardo Sciascia, es un ejemplo.
En ese texto de corte casi documental, repleto de citas castrenses y/o
periodísticas, sin que medie una sola descripción de Palermo, uno se siente en
el lugar de hechos. Precisamente porque hay hechos y no descripciones que
preparan algo por venir. Un narrador que especula y no un cronista comprometido
con la realidad. Tal vez la clave de ese
estilo tan característico de Sciascia –“El caso Moro” está en esa misma
línea- resida en la posibilidad de estar en el lugar donde sucedió algo y
saber, durante la lectura, que nada más, salvo un diagnóstico o un testimonio
–es decir, una digresión-, va a ocupar el corazón del texto. No recuerdo otro
texto tan etéreo que, sin ningún detalle de color, retrate un lugar. Podría
decirse que en ese tono de informe forense, se filtra el espesor lento de la
vida siciliana. Nada de folclore.
* Columna publicada en Cultura Perfil el 07/02/16
Estado de gracia
A
veces un recuerdo pasa a ser una pequeña anécdota, y una pequeña anécdota una o
dos palabras desatadas por una noticia masticada y reproducida al infinito por
los diarios: tres prófugos que huyen torpemente por pueblos del interior en vez
de esconderse en un suburbio y desaparecer para siempre en el lento anonimato
de la siesta.
La
fijación del recuerdo en una o dos palabras fuertes como un rasgo, no está
determinado por la edad o el tiempo, sino por la forma que va tomando la nostalgia.
No
es raro pasar por Londres y no visitar Muswell Hill, un suburbio septentrional en
el que prevalece todavía algo de la recatada arquitectura victoriana. Desde el
punto más alto es posible obtener, como desde Montmartre en París, una vista
del infinito urbano y sus plagas arquitectónicas.
Muswell
Hill no figura en guías y es un lugar más en el que la inmigración y la clase
media baja inglesa se mezclan y asientan a la espera de un lugar mejor en el
mundo. No es ya una zona obrera prototípica y conflictiva. Su belleza taciturna no es diferente a la de
otros barrios más céntricos de la ciudad. Sin embargo, dos palabras transforman
ese suburbio en un lugar encantado e inevitable: The Kinks. Allí nacieron y se criaron los hermanos Ray y
Dave Davies. Uno de sus mejores discos, Muswell Hillbillies, rinde homenaje a
esa área. Ningún grupo, salvo los Beatles, logró en un lapso de tiempo
tan acotado -cinco años, del sesenta y seis al setenta y uno- encadenar tantos
discos de estudio extraordinarios. Si bien tienen tres discos anteriores al
sesenta y seis que no son tan irregulares como los posteriores al setenta y
uno, lo que sucedió en esos cinco años es inusual en la historia del rock, o
algo que podríamos naturalizar si habláramos de hechizo o estado gracia, algo
que en literatura suele ser común: un autor que escribe dos o tres libros
excepcionales y nunca vuelve a acercarse al mismo grado de inspiración.
La
mutación de los Kinks resulta enigmática. Podríamos especular con la hipótesis
de que los vaivenes del grupo en el mercado norteamericano afectaron la
creatividad de los hermanos Davies, que comenzaron a probar en los setentas
todo tipo de fórmulas contestatarias y conceptuales, un poco como Frank Zappa
and the mothers of invention, pero quedándose a mitad de camino. En los
ochenta, sin el brío de la juventud, permeados por el pop naciente, no
volvieron a recuperar la creatividad desarrollada en Face to face, Lola versus
powerman and the moneygoround, Something else, The village green preservation
society, Arthur, y Muswell hillbillies:
cayeron en la tentación heroica de no repetirse, ser contemporáneos a los
nuevos jóvenes y ser Kinks sin ser viejos Kinks. Sin la suerte que los acompañó
en los primeros diez años de carrera, se volvieron cortesanos de la industria y
sacaron diecisiete discos que no tuvieron el aura de los primeros nueve.
En
una de las calles más despobladas de Muswell Hill, está el pub que frecuentaban
los hermanos Davies en los tardíos cincuentas, The clissold arms. Ahí tocaron por primera vez. Hay una sala dedicada
a la banda, con una placa y fotos de los hermanos. No hay moho, ni restos
bohemios, ni luz tenue, sino formalidad y un clima de museo no apto para
prófugos ni nostálgicos.
* Columna publicada el 24/01/16
martes, febrero 09, 2016
La vuelta completa *
Ciertas
noticias raras que diarios de cualquier tipo –tanto amarillistas como serios
tienen una debilidad por la hipérbole-, reproducen hasta volverlas fenomenales,
exhuman anécdotas de viaje olvidadas y hábitos involuntarios, como llegar a
destiempo a los escenarios más indicados. En una foto, en la página web de un matutino,
se ve al director de una cadena de Sushi, un tal Kiyoshi Kimura, empuñando una
espada sobre un atún rojo de doscientos kilos que obtuvo en una subasta en el
mercado de pescado de Tokio por la módica suma de ciento diecisiete mil
dólares. Recuerdo haber visitado ese mercado y, como sucede en sueños o
simplemente en viajes donde la conducta turística queda anulada por las manías
personales, haberlo encontrado vacío. Desierto no como si hubiera cerrado, sino
como si hubiera sido abandonado mucho tiempo atrás. Sólo el olor impregnado al
suelo y los rastros de humedad, denotaban que ahí seguía funcionando un mercado
y unas horas antes había corrido sangre y vida por pasillos humeantes. Era
mediodía y los pocos japoneses que había en el barrio de Tsukiji, agrisado por
un automatismo laboral que imprimía en la atmósfera un aire lúgubre, trataban
de explicarme algo obvio, asombrados de mi presencia. Las exposiciones que descifré
no me convencieron: me pareció inverosímil que un mercado cerrara a la mañana y
estuviera abierto sólo a la madrugada, pudiendo estar abierto hasta las catorce
horas.
Años
después, en Seúl un amigo me refirió una escena parecida, diciéndome que por la
madrugada el mercado de pescado de Noryangjin era
el lugar más concurrido de la ciudad y que esa era la hora en que los encargados
y dueños de los restaurantes de todo Seúl iban a abastecerse. Mientras más
temprano, más posibilidades había de llevarse pescados grandes y participar en
subastas. El espectáculo era realmente fascinante y el mercado, más que un
cementerio marino, se asemejaba a un acuario apocalíptico. Ciertas piezas que
exigían la cocción del animal vivo, como langostas y cangrejos, se exhibían hacinadas
en piletas que eran campos de concentración en miniatura. También se ofrecían
vivos pescados de criadero que adornarían sopas de desayuno. Dudo que un atún
rojo de doscientos kilos llegara vivo al mercado, aunque como cualquier otra pieza excéntrica se
subastaba en medio de un griterío que a veces terminaba en insultos y golpes.
La
costumbre de llegar a destiempo a los escenarios diurnos de la vida me
persiguió siempre. Templos y museos que cerraban temprano a la tarde. Bancos
inactivos. Restaurantes que ya no servían comida. Esta inadaptación, producida
por la incapacidad de seguir horarios razonables de la civilización, se vio
compensada por la costumbre de llegar a tiempo a los escenarios nocturnos y
reconocer su atmósfera antes de que esté atestada. Recuerdo la decepción de
haber tenido que salir de un museo en Kioto a una hora de haber entrado y
experimentar un momento de mítica y plácida soledad: transformarme en el primer
parroquiano de un bar que cuando caía la tarde y no había consumo ni adrenalina
dejaba fluir el piano espectral de Paul Bley. También la desesperación de salir
de una pileta en Seúl sin almorzar y ser el primero en sentarme en una mesa
para cenar a las seis de la tarde. Esta misma inadaptación en el futuro debería
permitirme, dando la vuelta completa, llegar en hora a los mercados de pescado.
* Columna publicada en Perfil Cultura el 10/01/16
Amor no correspondido *
Cada
tanto llegan por correo electrónico historias perturbadoras. Es el caso de H,
un amigo que se mudó a Londres para estudiar teatro, mantuvo por un año una
compostura y una disciplina ejemplar que lo volvieron un ciudadano indeportable,
hasta que una noche experimentó en unas pocas horas todo lo que un hombre puede
padecer cuando el destino está frente al azar o fuera de cauce.
Berta,
una estudiante alemana de la que secretamente se había enamorado y era su room mate, cierta tarde le preguntó si
podía dejarle la casa por una noche. Mi amigo en principio se negó, dijo que
era imposible porque no tenía novia, ni amante ni amigos que lo cobijaran, y además
tenía que terminar un trabajo. Berta, ante una respuesta que escapaba a su
entendimiento, le ofreció entonces pagarle un hotel, ante lo cual H volvió a
negarse: no podía trabajar en hoteles; los únicos que eran aptos para la
lectura y la escritura costaban demasiado. Ella ofreció entonces pagarle un
cuarto en un cinco estrellas. Él, estupefacto, intentó razonar: una noche valía
lo que cada uno pagaba por el alquiler de una habitación en un barrio
periférico de Londres. Se negó. Ella insistió y redobló la apuesta con
desprecio: además del hotel, le pagaría quinientas libras para que hiciera
alrededor de la ciudad eso que siempre había deseado y había aplazado por
penurias económicas de estudiante. H vaciló, trató de digerir la alusión
maliciosa y sintió que, o bien indagaba
hasta averiguar qué había detrás de todo eso, o bien aceptaba la derrota. Dedujo
que si aceptaba la derrota, tal vez tendría una segunda chance.
Ella
hizo un llamado y reservó un hotel en Kensington. Aunque él se sintió un
canalla, aceptó de Berta, sin mirarla a los ojos, las quinientas libras antes
de dejar la casa a las seis de la tarde. Se encaminó hacia el subte. Pensó que
la mejor redención podía consistir en dilapidar esos quinientas libras de amor
no correspondido en una scort, aunque fuera Berta en realidad “eso que siempre había
deseado”. Indagó en su celular e hizo un llamado. La voz y el trato de la joven
que lo atendió lo convencieron de que el servicio era el de una prostituta cara
que no le iba a ofrecer el calor de una mujer. Volvió sobre sus pasos. ¿Si
pudiera descubrir la razón de esa oferta desesperada? Se parapetó en el jardín de
la casa contigua y vigiló a través de una verja la entrada de su propia
casa. Intentó consolarse pensando que
tal vez Berta había organizado una fiesta para sus compañeros de la escuela de arte.
Pasaron
dos horas sin movimientos. De pronto H se durmió. El llanto de un bebé proveniente
del interior de su propia casa lo despertó.
Espió a través de la venta del comedor y vio a una mujer idéntica a
Berta, pero con peluca y ropa típica de los setenta. Imaginó que se trataba de
un disfraz, pero al rato la vio salir vestida así. Con una mano abrazaba a un
bebé contra el pecho y con la otra sostenía una valija de cuero. La siguió con
la vista unos metros. Ella subió a un choche de vidrios polarizados que la esperaba.
A la
semana la policía visitó a H y lo invitó amablemente a declarar como sospechoso
en el homicidio de María Kantor, joven alemana domiciliada ahí, hallada sin
vida a orillas del río Támesis.
* Columna publicada en Perfil Cultura el 27/12/15
Milagros liberales
Con
los años empiezo a entender que la vida del free lancer es sacrificada. El free
lancer, contra lo que supone la mayoría, nunca descansa realmente, siempre está
por empezar algo nuevo y terminar algo viejo. Es decir, siempre tiene algo
pendiente en la cadena de producción. La mitad del día la invierte gestionando
cobros, emparchando errores en formularios o facturas. La otra mitad del día la
invierte avanzando en decenas de trabajos dispersos que exigen una concentración
imposible de alcanzar. Esta dedicación
es desgastante. Cuando llega el momento anhelado de zambullirse en labores más
personales y caprichosas, el free lancer está extenuado mentalmente y piensa en
escapar. El beneficio no reconocido del free lancer es, entre otros, viajar sin
fecha de retorno, en cualquier temporada, a contrapelo, sin pedir vacaciones. Un
free lancer puede desaparecer del mapa sin aviso y nada lo inculpa. Casi como
un adolescente que emprende un viaje de mochilero.
Un
poco de ese modo, a los diecinueve años, empecé a viajar por Europa. Terminaba
el ciclo menemista y ese viaje era la última bonanza ficticia de la
convertibilidad. Me quedan varios recuerdos, como encontrarme con un continente
con aduanas, monedas nacionales, que no era suntuario como ahora, bajo la Unión
europea, y que tenía todavía, en las postrimerías del siglo XX, una relación
conflictiva con su propia historia. Se percibía en España, en Portugal, en
Polonia, Hungría y República Checa, una especie de transición incierta hacia
otro sistema –no económico, sino de tradiciones-.
Berlín
estaba siendo reconstruida y las grúas que poblaban las calles transformaban la
ciudad en un territorio salvaje y ambiguo, casi una prolongación del Berlín de
Wim Wenders en Las alas del deseo. De
ese Berlín en vías de unificación pero dividido anímicamente no ha quedado
mucho. Sobre ese fantasma creció una ciudad cosmopolita e igual de deslumbrante
que la anterior, pero con un alma distinta. El cambio de alma en una ciudad
podría ser un tópico literario, aunque se explore pocas veces. Supongo que en
unos años La Habana va a experimentar ese cambio de alma.
Aquel
viaje culminó por accidente en Estambul y una anécdota resume la manera en que
en aquel entonces Argentina, como es posible que suceda de nuevo, se divulgó
como milagro neoliberal. Todos los días a la noche, después de comer, pasaba
por un carrito de bananas que se instalaba cerca de la Mezquita Azul. Cierta
vez el vendedor, un anciano iraní licenciado en economía que había estudiado en
Nueva York en los sesenta y había tenido que exiliarse de Irán tras la
revolución islámica, me preguntó en un inglés impecable si tenía en Argentina
alguna oportunidad laboral: había leído que la economía del país era pujante,
que los sueldos superaban el promedio y que encima no pedían visa. Recuerdo
haber dudado y pensado que por efecto de la especulación financiera, esa fantasía se había vuelto
incluso veraz para los argentinos y había llegado a oídos de un refugiado
iraní. Para no decepcionarlo, le prometí averiguar el asunto. No le aclaré que
el costo de esa buena prensa global había sido desempleo y endeudamiento. Un
año después recibí en Buenos Aires una carta suya, pidiéndome novedades. Evité
responder, porque la letra manuscrita parecía la de un hombre decidido y
dispuesto a partir a un país en ruinas.
* Columna publicada en Perfil Cultura el 13/12/15
Modos de cruzar una frontera *
Alguna
vez escuché a algún amigo decir que si Macri llegaba a presidente, se exiliaba
en Uruguay. A lo largo de años, la frase con variaciones la escuché en boca de
varias personas y no puedo evitar pensar evitar pensar que por la cabeza de muchos debe estar flotando esta
alternativa, aunque ya no gobierne Pepe Mujica. Lo decían con un tono bromista:
no creían factible que un cambio de paradigma político tuviera lugar en nuestra
historia después de las costumbres instaladas durante doce años de
kirchnerismo. Pese a encuestas anticipatorias, hay algo inverosímil en el
triunfo de Macri: algo de pesadilla vuelta realidad para una mitad de la
población, algo de sueño realizado para la otra mitad.
En
una crónica de corte distópico, la victoria de Macri estaría en estas semanas
generando una venta anticipada de pasajes y colmando la capacidad de ferries
con masas aterradas que han decidido refugiarse en Uruguay por alergia a posibles
políticas neoliberales, a las quitas de subsidios, a los estallidos sociales
generados por el recorte de asignaciones. En las bodegas de los barcos, además
de bártulos de todo tipo, habría animales domésticos –al menos uno por
pasajero-, muebles, camas, incluso algún piano de cola. Prueba irrefutable de que
los embarcados se irían para no volver por mucho tiempo.
Entre
los autoevacuados que a duras penas, en una reventa de pasajes, conseguirían
una plaza a Colonia, reverberarían frases que podrían estar en boca de un
personaje de Haneke en La hora del lobo o Funny games: “No sabemos lo que
viene, pero sabemos que es lo peor.” En esta hipotética situación de fuga
colectiva, un hombre, ante la estampida de autoevacuados que agotó incluso los asientos
en ómnibus que cruzan por Gualeguaychú y Colón, evaluaría modos inmediatos de
huir. Decidiría hacerlo a pie, aprovechando una bajante extrema del río
provocada por las ráfagas furiosas del viento norte. La idea proviene de El
error, un cuento alucinado de Martín Kohan recientemente publicado en su libro
Cuerpo a tierra. En este relato un hombre, cierto día en que las aguas del Río
de la Plata bajan extraordinariamente hasta dejar a la vista el lecho del río,
se echa andar en busca de la mujer que lo abandonó y cruzó a Uruguay. La
boutade es genial por dos razones: cruzar a pie, sin documentos, aniquila la realidad
de esa frontera que los argentinos consideran contingente pero los uruguayos
necesaria. Luego, termina de fundir nuestro paisaje depredado con esa tierra magnífica
–como el amor no correspondido que persigue el protagonista de El error- que
para los argentinos es Uruguay.
Y aunque
parezca inverosímil, cruzar a pie una frontera es posible sin el milagro de una
bajante. Hace unos años, en la frontera de Villazón-La Quiaca, me sorprendí de
la facilidad con que la gente, cargada de bolsos, cruzaba por el costado de las
garitas, sin presentar documentos. En cada ida y vuelta entraban y sacaban
mercadería de cualquier tipo –desde celulares, computadoras y cámaras a piezas
de autos-. Esto sucedió mucho antes de que se restringieran las importaciones, lo
cual vendría a demostrar que el contrabando no es una cuestión de coyuntura
sino de cultura, y que desde el principio de los tiempos cruzar una frontera
clandestinamente podía implicar la posibilidad de una nueva vida, pero también
la de un buen negocio a espaldas del rey.
* Columna publica en cultura Perfil el 29/11/15
Margen de error *
Un día
de noviembre del año dos mil, en Nueva York, por primera vez asistí en viaje a
una contienda electoral aguerrida. No volvió a ocurrirme y, salvo en Argentina,
no presencié dos elites políticas tan confrontadas. Desde diversos bares, por
la noche, después de las elecciones, ante el cruce de información, me
transformé en una especie de fanático demócrata, sólo por mi antibushismo. Los
presentes miraban los televisores suspendidos en la altura como si observaran
un partido de básquet. Algunos se tomaban la cabeza, como si no pudieran
comprender que vivían en un país donde casi la mitad de la población había
elegido a un belicista de coeficiente intelectual incierto. La mayoría estaba expectante
con los resultados que empezaban a llegar desde el Estado de Florida, donde a
último momento, al parecer, ante los resultados sorpresivos favorables a Bush
en Tennessee, el estado natal de Gore, se dirimiría la elección. Era el voto
latino el que decidía el futuro de la nación más poderosa de la tierra, pero
nadie imaginaba el infierno que se desataría después.
Yo había
llegado al país un mes antes y había recorrido los estados del sur, donde algunas
familias conservadoras, descendientes de confederados, clavaban en sus jardines
banderines favorables al candidato republicano. En menor cantidad había
estandartes que tomaban partido por Al Gore. La mayoría de las encuestas daba
favorito al candidato demócrata por poco, aunque debido al particular sistema federal
de representación que todavía se mantiene, no se sumaban los votos totales del
país, sino que cada candidato al ganar en un estado sumaba electores, cuyo
número estaba en relación a la cantidad de habitantes –un poco como los
diputados en Argentina-. (Bajo este particular sistema, el presidente argentino
se consagraría con sólo ganar en la provincia de Buenos Aires y Capital Federal
por un voto). También, bajo este particular sistema, era posible obtener la
presidencia con menos votos pero con más electores, como le sucedió a Bush.
Aunque en la sumatoria de votos a nivel nacional Al Gore obtuvo más de medio
millón de votos que su contrincante, lo que determinó la presidencia –y puso en
duda la eficiencia del sistema de elección indirecta- fueron los trescientos votos
de Florida que a Bush le dieron electores suficientes en el Congreso.
Trescientos
votos en un estado de dieciséis millones como Florida no son nada. Pensar que una elección nacional
se definió por trescientos votos que probablemente, como sugerían los analistas
políticos, provenían de una balanza inclinada por latinos afincados en la
península, es completamente absurdo para la principal economía mundial, pero no
es ajeno a nuestra actual realidad. Sin esos trescientos votos de ventaja –que
todavía se presumen fraudulentos- tal vez no hubiera existido el 11S, la
invasión a Afganistán, la guerra en Irak comandada por un lobby petrolero que
dejó miles de muertos y familias desplazadas.
Es
probable que la próxima elección nacional, pese al pronóstico de las mismas
encuestas que vaticinaron un posible triunfo de Scioli en primera vuelta, se
dirima de ese modo, por lo cual cada voto tendrá un peso especial: un voto
arrojado contra una estadística. Hay fatalidades anunciadas más allá de la
propaganda y los discursos de campaña. Aunque si el próximo 22 de noviembre un
viajero entra en pánico en un bar de Palermo, no se deberá al triunfo de Macri
en sí, sino a su bailecito y a la escenografía tinellizada de la política
local.
* Columna publicada en Cultura Perfil el 15/11/15
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