Con
los años empiezo a entender que la vida del free lancer es sacrificada. El free
lancer, contra lo que supone la mayoría, nunca descansa realmente, siempre está
por empezar algo nuevo y terminar algo viejo. Es decir, siempre tiene algo
pendiente en la cadena de producción. La mitad del día la invierte gestionando
cobros, emparchando errores en formularios o facturas. La otra mitad del día la
invierte avanzando en decenas de trabajos dispersos que exigen una concentración
imposible de alcanzar. Esta dedicación
es desgastante. Cuando llega el momento anhelado de zambullirse en labores más
personales y caprichosas, el free lancer está extenuado mentalmente y piensa en
escapar. El beneficio no reconocido del free lancer es, entre otros, viajar sin
fecha de retorno, en cualquier temporada, a contrapelo, sin pedir vacaciones. Un
free lancer puede desaparecer del mapa sin aviso y nada lo inculpa. Casi como
un adolescente que emprende un viaje de mochilero.
Un
poco de ese modo, a los diecinueve años, empecé a viajar por Europa. Terminaba
el ciclo menemista y ese viaje era la última bonanza ficticia de la
convertibilidad. Me quedan varios recuerdos, como encontrarme con un continente
con aduanas, monedas nacionales, que no era suntuario como ahora, bajo la Unión
europea, y que tenía todavía, en las postrimerías del siglo XX, una relación
conflictiva con su propia historia. Se percibía en España, en Portugal, en
Polonia, Hungría y República Checa, una especie de transición incierta hacia
otro sistema –no económico, sino de tradiciones-.
Berlín
estaba siendo reconstruida y las grúas que poblaban las calles transformaban la
ciudad en un territorio salvaje y ambiguo, casi una prolongación del Berlín de
Wim Wenders en Las alas del deseo. De
ese Berlín en vías de unificación pero dividido anímicamente no ha quedado
mucho. Sobre ese fantasma creció una ciudad cosmopolita e igual de deslumbrante
que la anterior, pero con un alma distinta. El cambio de alma en una ciudad
podría ser un tópico literario, aunque se explore pocas veces. Supongo que en
unos años La Habana va a experimentar ese cambio de alma.
Aquel
viaje culminó por accidente en Estambul y una anécdota resume la manera en que
en aquel entonces Argentina, como es posible que suceda de nuevo, se divulgó
como milagro neoliberal. Todos los días a la noche, después de comer, pasaba
por un carrito de bananas que se instalaba cerca de la Mezquita Azul. Cierta
vez el vendedor, un anciano iraní licenciado en economía que había estudiado en
Nueva York en los sesenta y había tenido que exiliarse de Irán tras la
revolución islámica, me preguntó en un inglés impecable si tenía en Argentina
alguna oportunidad laboral: había leído que la economía del país era pujante,
que los sueldos superaban el promedio y que encima no pedían visa. Recuerdo
haber dudado y pensado que por efecto de la especulación financiera, esa fantasía se había vuelto
incluso veraz para los argentinos y había llegado a oídos de un refugiado
iraní. Para no decepcionarlo, le prometí averiguar el asunto. No le aclaré que
el costo de esa buena prensa global había sido desempleo y endeudamiento. Un
año después recibí en Buenos Aires una carta suya, pidiéndome novedades. Evité
responder, porque la letra manuscrita parecía la de un hombre decidido y
dispuesto a partir a un país en ruinas.
* Columna publicada en Perfil Cultura el 13/12/15
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