miércoles, noviembre 14, 2007

El futuro llegó

Aquello que no ha sido homogeneizado y forzado por el orden de la memoria en un futuro condicional, parece presentarse en Impureza como terreno propicio para el accidente, la peripecia o, en su defecto, la venganza. La anécdota central del libro podría a primera vista encajar como historia lateral de Dónde yo no estaba. Ciertas características de este nuevo universo coheniano, sobre todo la topografía urbana y la profusión tecnológica –farfonitos, flaycoches–, prologan la lengua diseñada al extremo en su anterior novela. Sin embargo, en este caso, reformulando el espacio –o empobreciendo su naturaleza lujosa en un futuro pareado– Marcelo Cohen concibe un suburbio de suburbios, una verdadera villa de cuasicasas, que “los lugareños llaman Lafiera”. El punto de vista, la estrategia y la pulsión de los personajes difiere mucho respecto de Donde yo no estaba. Hay una tercera persona objetiva, y los protagonistas, a diferencia de aquel Aliano cómodamente perseguido por su propia mortalidad, se disputan la posibilidad de un nombre, padres sustitutos y fe ciega en el ritual de la memoria.

En este sentido, Impureza puede ser más bien un complemento de Donde yo no estaba. El escritor acá ya no modela la conciencia de un comerciante de lencería erótica, sino la trascendencia de personajes sin pasado, pequeños inmortales para los cuales el drama consiste en sobrevivir sin ningún tipo de herencia. El don inventivo se repliega hacia lo popular para que llegue el futuro a la narración, y no a la inversa. El mismo tipo de variación aparece en pasajes de Un hombre amable –segunda nouvelle de Hombres amables–, aunque ahora, con ciertos matices apocalípticos, la narración parece parodiar el presente. Más bien lo que con el futuro ha entrado al relato es el hoy: una mezcla de tecnología, culto religioso casero –San La Muerte– y música que en letras y ritmos pegajosos testimonian, como el siguiente “gunanquillo”, una realidad violenta: “Un policeto me pescó afanándome unos panes. / Me partió la nariz, el guacho estaba en pedo. / Te vas a arrepentir, me dije yo esa tarde. / Secuestré a la hija y le rebané dos o tres dedos. / Ea ea, lo sangra sangra, / ea ea se acalá- se acalambra. / Soy jodido, estoy perdido. / Tengo hervido el corazón / de tanto ver pobreza y frustración.”

En esta especie de estilo pulp del futuro que propone Impureza, palabras inventadas no dejan de empujar al lector hacia palabras familiares, como si el universo verbal de Cohen –un bazar donde reliquias y baratijas se encuentran en un carraspeo único–, todo pudiera ser huella de un eufemismo perdido o de una infrarealidad que, en este caso, aparece musicalizada. A través de palabras redireccionadas el mundo popular presenta texturas ásperas. Hasta cierto punto, estas impurezas funcionan como un argot mitificado. Los excluidos de la Lafiera salen del tiempo fumando freghe, o consumiendo “frascos de anememorizantes” como el “Sinculpán, Todolvive, Mingase, Reidol, Liberone: hilarantes que facilitan el pasaje de la unción del recuerdo al goce hipado de las canciones que lo fustigan.” Aunque en realidad, como advierte el narrador, “de esa satisfacción de la servidumbre no hay salida”.

Los capítulos breves, el diseño caleidoscópico de la narración, le convienen a esta historia. En pocas páginas queda definido un asunto literario recurrente en la novela: el deseo de venganza ante la nostalgia amorosa, y en el medio el recuerdo de una mujer transformada en mito popular. El resto es espera, memoria y merodeo: derivaciones de un gran amor interrumpido, improvisaciones sobre el culto a la amistad y preparativos para una venganza que, como en un western, pasa a ser el conflicto místico de un solitario.

Ese solitario es Neuco. Ha vivido un amor como pocos con Verdey, una líder social que organizaba protestas –¿o piquetes?– aprovechando una pasajera fama mediática y el hermoso don de una danza semiaérea. Pero Verdey murió en un accidente por culpa de las grotescas persecuciones amorosas de Abrán “Chita” Baienas, quien en la infancia fue par de Neuco en la pobreza y ahora ha saltado a la fama cantando merigüeles y gunaquillos. Al menos esto es lo que intuye Neuco durante sus largas horas de trabajo en una “Gasomel”. La representación de la historia a veces cobre visos folletinescos. Como en casi toda su obra, Cohen extrae tonos puros de los géneros pero afina tentando el azar o poniendo la improvisación al servicio de la lengua.
La anécdota central a la vez se liga con el imaginario del tango, y de hecho el único amigo de Neuco, un inolvidable taxista de flaycoche, lo preserva como género: “Nígolo ponía en una disquera paleolítica los tangos que abonaban lo más denso de su ética: Frente a frente, dando muestras de coraje/los dos guapos se encontraron en el Bajo/y el piruja, que era listo para el tajo,/al cafiolo le cobró caro su amor”. El tango ha sobrevivido a la llegada del futuro en la ética de un hombre y a lo largo de la narración las letras parecen cumplir la función que en las películas mudas tenía el subtitulado entre escenas. El drama de Neuco por momentos se funde a esa mitología tanguera. Y el tango entonces se vuelve un epitafio social que Nígolo administra como a fósiles de lo real y en los que Neuco refina su dolor.

Los merigüeles y gunaquilllos, a su vez, son excedentes que retratan inclinaciones de una clase baja –brachos y frigatonas– en un mundo opacado por la llegada del futuro. A través de esos mapas sonoros, cruzando géneros –tanto literarios como musicales–, Cohen consigue camuflar en la narración problemáticas del presente. Algo, un hecho trágico, puede devolver a un hombre a su propia intimidad. La reparación de esa instancia de intimidad, a través del recuerdo o la venganza, quizás sea el origen y el final de Impureza. “La persecución es de las cosas que más destruyen la intimidad”, dice en algún momento el narrador con inocultable lucidez. Y quizás en esta frase pueda hallarse no sólo una entrada a la novela en cuestión, sino a una de las problemáticas de un nuevo siglo que, a través de la asepsia globalizada, ha instaurado un mecanismo para homogenizar o ausentar al hombre en la encrucijada de su intimidad.


* Reseña publicada en Los inrockuptibles de noviembre.