Menos que la ambigüedad de los nombres propios, lo que conecta el argumento de Juan Florido con la anécdota huidiza de Marta Riquelme, es la superposición de sistemas espaciales para organizar la narración. Existe una misteriosa continuidad entre la teleología expuesta en Radiografía de la Pampa y la apuesta moral –la representación de sujetos omitidos o fantasmales– que aumenta, de manera distinta, en estos dos relatos originalmente publicados por separado en 1956 y 1957.
La acción de Juan Florido transcurre en el Palacio Bisiesto, un conventillo laberíntico con características de hospicio, de oficina pública y de cárcel, en el que cualquier tipo de exceso es permisible y se vuelve motor de hostilidad entre seres amotinados en el parentesco. La familia Florido –Juan Florido hijo y esposa– emerge a la realidad del Palacio, tras años de devoto trabajo en una imprenta, durante el velorio de Florido padre en la pieza que alquilan. El velorio deviene una accidentada performance en donde precariedad, grotesco y picardía se filtran y alteran el sentido del drama. Más que velar a Florido padre, acceden, a través de la chusma, a un verdadero bautismo de fuego en el Palacio. Es inevitable decir que este palacio tomado, a la luz de la relación de Martínez Estrada con el peronismo, parece una metáfora alucinada del país en aquellos tiempos.
Por su parte, Marta Riquelme es un relato que, a la manera de las “novelas” de Macedonio, nunca termina de empezar y deriva en luminosos razonamientos acerca de las fronteras inestables de la ficción. Marta Riquelme es la autora de un solo libro único y perdido, un volumen de memorias que el privilegiado narrador del relato ordena una y otra vez. El discurso de Marta resulta en el narrador tan laberíntico como la estructura del Palacio Bisiesto. Si esa zona de endogamia de la que, una vez adentro, nunca se sale, en Juan Florido está conformada por la vecindad, en Marta Riquelme está dispersa en los engranajes de una memoria capaz de retener literalmente más de mil páginas. En este volumen contradictorio y excepcional, según el narrador, Marta describe el lugar de su juventud, La Magnolia, un nido de promiscuidad en el que la familia –con ocho ramas y ciento veinticinco miembros– escenifica todo tipo de rivalidades y abusos que, según como se dispongan los capítulos o se interpreten ciertas palabras confusas, cambian el sentido de la obra. La relación entre el corazón múltiple de un texto casi imaginario –un edificio que, como la familia Riquelme, posee ramificaciones enfrentadas– y el acto de escribir –hacer blanco en la memoria–, queda en el centro, en ese punto ínfimo que puede representar una imprecisión caligráfica o una tachadura.
Los dos relatos, en definitiva, publicados hace más de cincuenta años, no han perdido actualidad, y por el contrario vienen a confirmar que Martínez Estrada, en el campo de la ficción, podría ser considerado un eslabón perdido entre Roberto Arlt y Jorge Luis Borges.
La acción de Juan Florido transcurre en el Palacio Bisiesto, un conventillo laberíntico con características de hospicio, de oficina pública y de cárcel, en el que cualquier tipo de exceso es permisible y se vuelve motor de hostilidad entre seres amotinados en el parentesco. La familia Florido –Juan Florido hijo y esposa– emerge a la realidad del Palacio, tras años de devoto trabajo en una imprenta, durante el velorio de Florido padre en la pieza que alquilan. El velorio deviene una accidentada performance en donde precariedad, grotesco y picardía se filtran y alteran el sentido del drama. Más que velar a Florido padre, acceden, a través de la chusma, a un verdadero bautismo de fuego en el Palacio. Es inevitable decir que este palacio tomado, a la luz de la relación de Martínez Estrada con el peronismo, parece una metáfora alucinada del país en aquellos tiempos.
Por su parte, Marta Riquelme es un relato que, a la manera de las “novelas” de Macedonio, nunca termina de empezar y deriva en luminosos razonamientos acerca de las fronteras inestables de la ficción. Marta Riquelme es la autora de un solo libro único y perdido, un volumen de memorias que el privilegiado narrador del relato ordena una y otra vez. El discurso de Marta resulta en el narrador tan laberíntico como la estructura del Palacio Bisiesto. Si esa zona de endogamia de la que, una vez adentro, nunca se sale, en Juan Florido está conformada por la vecindad, en Marta Riquelme está dispersa en los engranajes de una memoria capaz de retener literalmente más de mil páginas. En este volumen contradictorio y excepcional, según el narrador, Marta describe el lugar de su juventud, La Magnolia, un nido de promiscuidad en el que la familia –con ocho ramas y ciento veinticinco miembros– escenifica todo tipo de rivalidades y abusos que, según como se dispongan los capítulos o se interpreten ciertas palabras confusas, cambian el sentido de la obra. La relación entre el corazón múltiple de un texto casi imaginario –un edificio que, como la familia Riquelme, posee ramificaciones enfrentadas– y el acto de escribir –hacer blanco en la memoria–, queda en el centro, en ese punto ínfimo que puede representar una imprecisión caligráfica o una tachadura.
Los dos relatos, en definitiva, publicados hace más de cincuenta años, no han perdido actualidad, y por el contrario vienen a confirmar que Martínez Estrada, en el campo de la ficción, podría ser considerado un eslabón perdido entre Roberto Arlt y Jorge Luis Borges.
Publicado en la revista Los inrockuptibles de agosto.