Hay una estación de subte en Paris que, más allá de su nombre
–Pasteur-, evoca un tipo de estación de subte porteña que fue extinguiéndose o
deformándose. El tipo de mayólicas pintadas a mano, el olor pastoso que llega
de las escaleras mecánicas, la pintura descascarada por las filtraciones de
agua con sarro, la tipografía del nombre de la estación, todo eso hoy en día
sólo se conserva intacto en la línea E y en la A. El resto de las líneas porteñas, como todos
sabemos, fue reciclada, me atrevería que a decir en vano y sin imaginación por
un burócrata del urbanismo: no están protegidas por una patina de atemporalidad
que las vuelve, paradójicamente, actuales, o para ser más exactos, parte del
presente. Los vagones del subte en Paris rechinan, lucen maltratados por
décadas de uso, y sin embargo no son anacrónicos para la ciudad. En Buenos
Aires las estaciones renovadas de la línea B o D lucen viejas y feas: son la
encarnación de lo que fallidamente, en esta ciudad, desde hace diez años, intenta
ser moderno y envejece al instante. Un poco como los edificios minimalistas y
austeros que se multiplicaron durante la bonanza inmobiliaria de la pasada
década, y que ahora son moles sobrevaluadas, desteñidos habitáculos de
promiscuidad, con balcones, paredes huecas y aberturas oxidadas que resulta
difícil adivinar que fueron estrenadas cinco años atrás. La línea H, en cambio,
al no haber crecido sobre la estructura de otras estaciones, tiene su propia
temporalidad, como un templo. Un arqueólogo urbano, en un par de siglos, podría
encontrar en sus estaciones una manifestación estética propia de una época. Lo
mismo podría decirse de la línea E y de varias estaciones de la línea A. Siguen
siendo icónicas.
Lo cierto es que cada vez que iba hacia Salón del libro y el
subte parisino se detenía en la estación Pasteur, yo sentía que pasaba por
Buenos Aires. El instante transcurría en el pretérito imperfecto de los sueños.
Parecía completamente real este juego de cajas chinas. Sólo una estética que se
ha vuelto atemporal desencadena ese efecto de déjà vu y arracima en un
epicentro todo el espíritu de una ciudad.
Una vez en el Salón del libro, donde Argentina era invitada de
honor, deambulaba apurado para llegar a alguna mesa. Costaba abrirse paso entre
la multitud. En el stand argentino solían formarse aglomeraciones inesperadas,
como si regalaran libros. Lo mismo podría decirse de las mesas: un público
atento colmaba los asientos disponibles y se distribuía de pie por todos los
costados. Aunque más que mesas de debate, parecían mesas de consenso, reposo y
divulgación. Las posiciones estéticas o políticas raramente derivaban en
discusión. Pasaban más bien como tibias declaraciones de principios. Existía,
sí, un clima alegre, de suficiencia y bienestar: no había a la vista
inoperancia, ni rastros de burocracia mal enmendada en micrófonos que acoplan o
en superposiciones horarias.
A
la salida del Salón del libro, Paris contenía un momento de Buenos Aires, otra
vez. Una ancha avenida presentaba la típica arquitectura francesa de principios
del siglo veinte. Intercalada aparecía la arquitectura de los años sesenta y
setenta, edificios desvaídos con fachadas cubiertas de ventanas grises que me
recordaron construcciones que en Buenos Aires avanzaron sobre avenidas emblemáticas
y son, hoy, al igual que algunas estaciones de subte, lo muerto del pasado.
* Columna publicada en Perfil Cultura el 06/04/14