jueves, agosto 28, 2014

Aprendizaje de un escritor *


Corría el año dos mil siete. Yo estaba en Ciudad de México, en una residencia de escritores. Había un escritor al que admiraba especialmente y al que contacté con anticipación porque lo imaginaba atareado e inaccesible. Este escritor, Daniel Sada, simplemente me dijo que cuando quisiera visitarlo lo llamara un rato antes. Esta informalidad me pareció más propia de un escritor cubano. Luego entendí que la idiosincrasia del mexicano del norte, a veces, va mancomunada con la del trópico. El desierto también concede una relación con la abundancia. Había en Daniel Sada una celebración de la amabilidad y la risa que se ve en La Habana y en otras pocas ciudades.
La casa quedaba en Colonia Condesa, en una calle despoblada. Llegué a la tardecita y me fui a media noche. En el medio, charlas con su mujer Adriana y su hija, la visita de sus talleristas y cervezas a la medianoche en una cantina donde los escritores chilangos se juntaban a beber y a traficar rumores. La cantina quedaba a cinco cuadras, pero Sada, calzado en sus botas de frontera, prefirió ir en su “carro”, un Volkswagen reluciente  que me llamó la atención porque por ese entonces yo imaginaba que los escritores, si manejaban, tenían autos cochambrosos.
Presenciar uno de los talleres de Sada fue una experiencia sobrenatural. Predicaba y aconsejaba un tipo de literatura que en apariencia no encajaba con su propia escritura. Al tiempo comprendí que Sada se consideraba más clásico que vanguardista, que su preocupación por el argumento, el conflicto interno y la psicología de los personajes existía pero quedaba eclipsada por su propio virtuosismo idiomático y su prosodia –alejandrinos, endecasílabos y octosílabos dispuestos en prosa-, y que lo que había de barroco en su escritura provenía de lecturas gongorinas de su infancia. 
Viajar con Sada en la ruta fue otra experiencia sobrenatural. Un amigo en común nos había invitado a presentar su primera novela, gestada en los talleres que Sada daba en Puebla. Salimos un día de semana a la mañana en el Volkswagen por el viaducto que atraviesa Ciudad de México. Creo que nunca vi a alguien que manejara tan distraído y confiado en la suficiencia de un auto. En cierto momento le pregunté si sabía cómo llegar y me dijo que no, que “el carro” siempre lo llevaba. Todo indicaba que en vez de ir a Puebla estábamos yendo a Zacatecas. Un trayecto que comúnmente podía demandar cuatro horas insumió ocho. Sada, en ese lapso, volvió sobre sus asuntos de frontera y sobre las miserias del mundo literario mexicano, todavía marcado por Octavio Paz y por los oropeles de alta cultura que se habían encarnado primero en Vuelta y luego en Letras Libres.
Una vez en el hotel, observé que del baúl del auto Sada extraía una valija gigante. Le pregunté por qué traía tanta ropa si planeábamos quedarnos un día. Riéndose, me contestó que adentro sólo había una camisa y un pantalón. El temperamento de Sada era festivo y ajeno al cinismo. Tenía algo tragicómico que se contagiaba al argumento de sus novelas. Un elemento festivo y despreocupado que lo volvía enternecedor y excéntrico en el panorama grave de los hombres de letras mexicanos.     
En uno de sus últimos correos hablaba de la ilusión de conocer Buenos Aires: “Todo esto hace chispear mi asombro: antes -cuando estaba más bonito- a ninguna parte me invitaban, y ahora que estoy calvo quieren moverme por doquier. En fin, ¿qué es lo que debo aprender?”

* Columna publicada el 24 de agosto, en el Suplemento Cultura de Perfil.  

El corazón del imperio *


Hace no mucho me enteré, a través de un amigo, que la cepa Zinfandel es bastante subestimada en Estados Unidos, un poco como el Torrontés lo fue en Argentina hasta que enólogos franceses y norteamericanos hallaron en esta cepa algo irrepetible –una mezcla de acidez equilibrada, bouquet frutal y frondosidad delimitada como en un arbusto recién podado-. En la época en que las cenizas volcánicas de pronto tornaron imposible el regreso a Argentina y se cerraron aeropuertos, quedé varado en lo de un amigo en Brooklyn. Venía de una residencia de escritores en Upstate New York, en la campiña. Como en residencias previas, no había hecho más que aplazar la posibilidad de escribir una novela y me había obligado a esbozar cuentos para no sentirme un absoluto polizón –de tres relatos, sólo uno sobrevivió a la posterior corrección-. Llegué al aeropuerto y ahí me enteré de que los pasajeros con destino a Buenos Aires estaban en una especie de cuarentena. Algunos, en bancarrota, circulaban como zombies y pernoctaban en JFK con todos sus bártulos. Periódicamente mendigaban un alojamiento que ninguna compañía, amparada en una cláusula de exención ante contratiempos climáticos, cubría.
El imponderable rindió sus frutos. Mi amigo no sólo me prestó su sofá, sino que cada noche, mientras esperaba que el fenómeno de las cenizas terminara o en su defecto que la dirección del viento cambiara, me convidaba una botella de Zinfandel californiano. Cada botella era mejor que la otra. Pensé que de extenderse mi estadía, el hechizo del Zinfandel –y la posibilidad de volver con el recuerdo sagrado de una cepa exótica-, podía perderse. El dueño de la pequeña enoteca a la peregrinábamos tenía el mismo aire de párvulo pertinaz y maligno que el juez Griesa, y nos agradecía que elegiéramos productos norteamericanos viniendo de un país que producía tan buenos vinos. Se lamentaba de que pocos ciudadanos de su país compraran vinos nacionales o, más precisamente, californianos; a la mayoría de los clientes les atraían los vinos importados, como si acceder a un Malbec argentino o a un Shiraz australiano equivaliera a viajar a esas tierras lejanas.
A la semana, en la Patagonia la dirección del viento cambió y empujó la nube de cenizas hacia la cordillera. Conseguí asiento en un vuelo repleto de gente que de un modo u otro se las había arreglado para sobrevivir en la gran manzana. La noche previa a mi partida abrimos un último Zinfandel, comprado de apuro en un supermercado. La bodega pertenecía  a Francis Ford Coppola y el vino llevaba su nombre en la etiqueta. Era barato para un vino que se presumía de gama intermedia. La botella monótona, de etiqueta bordó, incluía un código para descargar Apocalipsis now, algo que a posteriori se volvió indicio de lo que en realidad escondía ese Zinfandel. Era un vino sin bouquet, insípido, que no pudimos terminar y nos conectó, directamente, con una sensación de estafa y con un temido desenlace: el hechizo se había roto. Ahora pienso que tal vez ese fuera el tipo de Zinfandel –una cepa rasa, sin retorno y de nariz corta- que subestiman los enólogos y sommeliers norteamericanos. Nunca más volví a frecuentar esa cepa. El limbo de días en la casa de mi amigo sin embargo quedó asociado en la memoria, no a un directors cut fallido, sino a un engranaje de vinos y espera que selló la experiencia de haber subsistido, como polizón forzado, en el corazón del imperio. 

* Columna publicada en el Suplemento Cultura Perfil, el 10 de agosto. 

domingo, agosto 03, 2014

Habla, memoria *

Tengo comprobado, después de una treintena de columnas, que los recuerdos que más se asientan y parecen por alguna razón tener relevancia, son los que acontecen en la juventud o en la adolescencia. Cada vida tiene un periodo de gracia que se cristaliza en memoria. Ese periodo cobra un espesor que el resto de las vivencias nunca llegan a empatar, por más intensas que sean.
Cuando comencé estas columnas, supuse que iba a recuperar viajes por Asia. Pero cada vez que me siento frente a la página en blanco, habla la memoria. Los viajes por Asia datan de mis últimos diez años, más o menos. Parecen no contener ninguna anécdota especial, ni aventura, ni excentricidad. Se presentan como experiencias superficiales de un occidental. Lo exótico en realidad no se conjuga fácilmente en el recuerdo. Pasarlo a un ámbito propio implica un artificio. Debería hacer un inventario para empujar ciertas anécdotas hacia ese automatismo que sobrevive en el habla de la memoria.
Entre los lugares revisitados en estas columnas, por ejemplo, no aparece Japón, en donde tuvieron lugar algunas anécdotas de viaje descabelladas. En Kyoto, en una casa de baños pública –son muy populares, hombres y mujeres acuden a estos lugares a bañarse después de trabajar-, conocí a un inclasificable. De más está decir que si planeaba hacer un amigo japonés, el último lugar que habría concebido para tal fin era una Casa de baños.
Los japoneses suelen ser discretos, amables y a la vez distantes. Para mi sorpresa, estos baños públicos, compuestos por varios piletones de agua a distintas temperaturas, sauna, duchas, eran lugares de sociabilidad desenfrenada, como si en realidad fueran el único ámbito realmente privado en lo público. Hombres desnudos, olvidados de sí, hablaban y gritaban como si estuvieran en la barra de un bar. Sólo hacían silencio cuando al final del baño se frotaban frenéticamente la espalda con una toalla, sentados bajo una ducha en bancos diminutos.
Yo estaba en un piletón, cuando con una deliberación asombrosa un hombre rengo y más pequeño que el común de los japoneses, me abordó. Bajé la cabeza y evité mirarlo para no reírme. Me dijo que me había estado observando. Todo eso me sonó bizarro pero lo atribuí a su inglés. Luego me preguntó a qué me dedicaba y de dónde era. “Escritor argentino”, balbuceé. “Lo sabía”, y tras una pausa, tragando saliva, agregó: “yo también quise ser escritor argentino”, rió para sí. Me resultó enigmática esa respuesta.
A continuación se preocupó por darme a entender que sabía mucho del Río de la Plata. Luego, en tono confesional, dijo que me iba a revelar algo que seguramente podía inspirarme para un cuento: a los treinta años se había quedado pelado. Hacía unos meses había empezado a sentir un cosquilleo en el cuero cabelludo, como si un insecto se posara ahí a cada rato. Lo atribuyó al calor, pero al poco tiempo descubrió que había comenzado a brotarle una pelusilla. Enseguida entendió que le estaba creciendo un nuevo cabello, primero en hebras finas, luego en motas desordenadas que no se correspondían con el tipo de pelo que había tenido en su juventud.

Pensé que me alcanzaba con levantar la mirada para saber si estaba ante un loco o un mitómano. Tal vez él y los presentes esperaran a que yo levantara los ojos para desternillarse de la risa. Opté por retirarme con una ligera reverencia, como si la mentira en un lugar tan anómalo pudiera transformar a mi interlocutor en un amo. 

* Columna publicada en Perfil Cultura, el 27 de julio de 2014. 

Minuto final *

Algunos lugares terminan siendo en el recuerdo ciudades en las que sucedieron partidos de fútbol que a la vez ocurrieron en otro lugar. Zonas de extranjeridad excepcionales. El actual mundial me remonta al mundial del noventa y ocho. Por entonces yo deambulaba sin demasiados planes. El mundial que estaba por empezar en Francia abrió un viaje dentro del viaje. A la vez, el único país que evitaba pisar era Francia. Imaginaba precios exorbitantes y hordas de fanáticos.
Recuerdo que la selección dirigida por Passarella debutó uno a cero contra Japón en un partido mezquino. Una semana después del debut, la misma selección sobrevalorada goleó a Jamaica. Miré el partido solo, en la recepción de un hostel en Lisboa, y por un momento fui optimista. Poco después conocí a un canadiense y a un brasileño de origen taiwanés que no compartían mi optimismo. En verdad el canadiense no apreciaba el fútbol, pero parecía deleitarse observando las pasiones que desataba.
Nos vimos envueltos en una celebración callejera. Los portugueses se preparaban para ver un partido de Brasil. Debían ser portugueses decepcionados de su propia selección, que no había superado las eliminatorias. El brasileño tenía también la sensación de que un accidente –el espectáculo mundialista- había alterado su viaje iniciático y cada día estaba signado por la inminencia de un acontecimiento –el fútbol-. Esa noche, como si nos conociéramos desde mucho antes, decidimos unificar rumbos, ir hacia el Algarbe, cruzar a Andalucía y tomar en Algeciras un ferry hacia Marruecos.
El tercer partido de Argentina arrancó apenas pisamos Tánger. Cruzando el puerto había un bar viejo donde a nadie parecía interesarle el fútbol. Pasaban el partido en un televisor minúsculo y con interferencias. Se me volvió difícil apreciar si la selección, contra Croacia, jugaba bien o no. Pero en ese lapso, mientras permanecía hipnotizado frente al televisor, el canadiense experimentó todo tipo de visiones sobre esa ciudad borroughsiana que Paul Bowles, como un satélite fuera de órbita, todavía habitaba: nos seguían mendigos y contrabandistas nos ofrecían todo tipo de baratijas y servicios. Decidió que debíamos irnos. Tánger estaba abarrotada como una ciudad de la India. No era el puerto exquisito que había empalmado lo mejor de dos mundos bajo el signo de la bohemia y el exotismo. Ahora, pasada de moda, parecía reunir los restos de ambos mundos.
Esa misma noche tomamos un tren nocturno hacia Fez. En esa ciudad noble, repleta de mercados, vimos en un bar Argentina contra Inglaterra. El lugar estaba repleto de hombres que no bebían pero fumaban sin parar y alentaban a la selección inglesa. Cuando supieron que había un argentino, en una demostración de volatilidad colectiva sorprendente, cambiaron de equipo, y en la definición por penales gritaron cada uno de los goles argentinos.
En Marraquesh, unos días más tarde, terminó el viaje dentro del viaje. La cercanía del desierto segregaba en la ciudad más bella del Magreb un calor inhumano. A las diez de la mañana uno ya estaba al borde de la deshidratación. A la tarde empezó el fatídico partido de Argentina contra Holanda. Después de la expulsión de Ortega y de apostar a un golpe de suerte, la selección cayó a un minuto final por un gol de Bergkamp. Yo decidí que el único modo de superar la decepción era estar solo y dejé atrás esa tierra de sol intratable y de amigos que de pronto se volvieron parte del pasado instantáneo que nace con toda derrota.


* Columna publicada en Perfil Cultura, el 13 de julio de 2014.