El viaje de Kanchipuram a Pondicherry, pese a los escasos cincuenta
kilómetros que separaban a ambas ciudades, podía durar medio día. En la
estación improvisada junto a la recova de una edificación inglesa en ruinas, decenas
de descastados envueltos en telas de colores intensos, observaron atónitos a un
occidental cargando una mochila. Desde la puerta delantera de pequeños autobuses
destartalados, los boleteros anunciaban las ciudades de destino. En el medio,
motos, rickshaws y animales que compartían con los humanos el alivio de la sombra.
Me senté en el fondo del ómnibus que partía más temprano hacia Pondicherry.
Afuera, tres perros rodeados de moscas se incorporaron para ladrarme. Una hora
después el ómnibus estuvo repleto y arrancó. En el lapso de cinco horas, paró
treinta cinco veces, junto a distintos asentamientos y pueblos que celebraban algo.
Bajaron y subieron mujeres cargadas de verduras, gallinas y niños. Algunos
hombres con sus lungis plegados escupieron por la ventanilla y gritaron aunque
no parecían en realidad disgustados. Una tropa de brahmanes robustos que en la frente
llevaba pintada la insignia de la deidad a la que cada uno adoraba, usufructuó despóticamente
todos los asientos delanteros, a costa de mujeres y ancianos flaquísimos. Cada
nuevo pasajero que quedaba cerca de la parte trasera me formulaba las mismas preguntas:
nombre, nacionalidad, estado civil, profesión. Contestado esto, meneaban la
cabeza de manera alegre y hacían comentarios en Tamil.
Recién al final del trayecto noté que otro extranjero había pasado por
el mismo asedio. Era blanco como la leche, tenía los ojos desorbitados y sudaba.
Bajó por la puerta delantera. Yo me abrí pasó hacia la puerta trasera. Un par
de manos amistosas me eyectaron hacia la calle. Un niño montado en el techo del
ómnibus arrojó mi mochila.
Gawain y yo nos miramos. Estábamos en medio de una calle donde se
comerciaban especias y se ofrecían servicios de peluquería en carritos
ambulantes. Me dijo que era galés y necesitaba tomar mucha agua. Era la tercera
vez que viajaba a India, pero era la primera vez que cometía la locura de viajar
en verano a una ciudad que no estaba comunicada por trenes. Antes de que
pudiera presentarme, me propuso compartir alojamiento y aprovechar el único encanto
de Pondicherry: había sido colonia francesa y era uno de los pocos lugares en
los que se podía beber en la calle.
Nos instalamos en un hotel más o menos decadente y salimos. Anochecía.
Familias sin casta se acomodaban al borde de la calle para dormir. Los mendigos
seguían activos y fueron formando una corte a medida que avanzábamos por la
calle principal. Gawain, indiferente, aseguraba que, como en todo puerto, las
cantinas estaban cerca del mar y teníamos que apurarnos. El panorama calamitoso
cambió después de diez cuadras: algunas residencias europeas con aire
mediterráneo; luego una quietud de pueblo. Entramos en la primera cantina que
se nos cruzó. En la India
no hay hombres que beban por placer. Los bebedores son súbditos de la perdición
y cargan con la costumbre de emborracharse como si fuera una herejía que sólo viciosos
de la misma casta pueden presenciar. Los parroquianos nos observaron como a dos
intrusos que llegaban para espiar la desgracia ajena. Al rato empezaron a irse aplastados
por la tiranía del pudor. El mozo se durmió sobre el mostrador repleto de
vasos. Gawain, mientras espantaba moscas sedientas, dijo que quería ser escritor, pese a no haber
nacido en Irlanda y no saber de memoria ni un párrafo del monólogo de Molly
Bloom. Luego, apoyando el porrón helado contra su frente, murmuró “extrañaba la
cerveza más que a mi mamá, aprovechemos que no hay nadie” y destapó otra.
* Publicado en Apuntes en viaje, de Cultura Perfil.