Entre jóvenes escritores, a principio del milenio, recuerdo que la figura de Saer poseía un magnetismo generado en parte por la distancia y en parte por la tenacidad de sus posiciones literarias y la autonomía de sus libros. Era un espectro venerado y a la vez una figura canonizada. Que hubiera cultivado como pocos un territorio propio lo volvía extremadamente argentino, pero también un modelo de escritor latinoamericano alternativo a los figurones del Boom. En torno de él circulaban anécdotas vinculadas con su vida bohemia en Santa Fe y los casinos. En el 2002 recuerdo que pude componer mi propia versión de esa figura. Saer accedió enseguida a que con unos amigos lo entrevistáramos en el bar de un hotel que quedaba frente a su casa, en la Gare Montparnasse. Contra lo que imaginamos, el encuentro se extendió varias horas.
Me quedé con la impresión de haber tratado a un escritor a salvo del cinismo, que miraba a sus interlocutores con una simpatía voraz, disfrutaba del diálogo y abordaba cuestiones literarias a partir de problemas de la filosofía. En principio, esto mismo me conmovió –y esta conmoción no está exenta de una pizca de melancolía ante su muerte, inesperada, en el 2005– a lo largo de Papeles de trabajo y II. En un pasaje se revela “más discípulo de Heidegger que de Robbe Grillet” y creo que en esto hay más una declaración de principios que un deseo delator. (sigue en Radar libros)
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