En el subsuelo de mi alojamiento
en Seúl había un gimnasio simple, pero con cancha de ping pong. Por las tardes
bajaba a buscar a algún contrincante. En general me topaba con oficinistas coreanos
esclavos del rigor que después del trabajo corrían sobre una cinta frente a un
espejo. Los días de suerte, Mo, un poeta que tenía aspecto de niño gigante,
andaba por ahí. Aunque no lo confesaba, me estaba esperando. Por alguna razón,
jugar contra un occidental le producía un morbo especial. A pesar de su
sobrepeso, corría lo suficiente como para batirme en cinco sets cuando yo
estaba superando una de mis resacas.
Entre partido y partido, Mo
necesitaba sentarse y aprovechábamos para conversar. Dialogar con un coreano era
una situación excepcional. Mo, al revés que sus compatriotas, parecía ansioso
por revelarme códigos locales y tabúes que consideraba repelentes. Solía describirme
cómo funcionaba la hipocresía del coreano típico con una ironía tal que yo
llegué a preguntarme si la razón por la cual me había aceptado como
interlocutor no residía en que yo era la única persona capaz de escucharlo sin
indignarme. Ningún coreano sería capaz de soportar su sarcasmo antinacionalista
y antiburgués.
Pese a su predisposición al
diálogo, nunca incurrió en infidencias, hasta que un día, después de un largo
partido de ping pong, le anuncié que me volvía a Buenos Aires en una semana. Se
quedó atónito, como si le hubiera dicho que me alistaba en el ejército. Parecía
decepcionado de que no se lo hubiera comunicado antes. “No puede ser”, dijo de golpe,
“hay muchas cosas que no conoces de Corea”. Le contesté que había cosas que un
occidental en Corea no podía conocer sin ser yanki. “¿Qué, por ejemplo?”, me
desafió. “El cuerpo de una mujer oriental”. Otra vez se quedó mudo. Yo sabía
que Mo nunca había tenido novia y que la calidad de su sarcasmo provenía de una
mezcla de frustración y autocompasión. “No sabía que te interesaban las mujeres
coreanas”, dijo como si la mujer coreana fuera una subespecie. “Me gustan las
mujeres de cualquier nacionalidad y edad”, exageré. “Deberías habérmelo dicho
antes, conozco algunos lugares para tocar mujeres coreanas”. Hice silencio
esperando detalles, e imaginé de inmediato la tarifada vida sexual de Mo.
Después de una pausa
pudorosa, me explicó que existían lugares un poco clandestinos denominados kissing rooms. Además de oficinistas
ebrios y de ejecutivos ávidos de ternura y juventud, me aseguró que iban
algunos extranjeros, razón por la que no tendrían problema en admitirme. Un recepcionista
robusto, al entrar, le asignaba a cada visitante una cabina de dos metros por
uno, en la cual durante un turno de quince minutos el cliente podía besar a una
joven en ropa interior y obtener, con una propina o previo arreglo con el
recepcionista, algún favor suculento, aunque nunca sexo, aclaró Mo con un gesto
aséptico. En general las besadoras eran jóvenes del interior que financiaban
así sus estudios. No le parecía inmoral ayudarlas y al mismo tiempo ayudarse en
la difícil misión de almacenar su virilidad. Agregó que algún día llegaría el amor
de su vida y quería estar preparado. Sonreí,
aunque en realidad sentí asombro por las previsiones de ese joven poeta. Me
figuré que esperando de ese modo nunca se enfrentaría a la oportunidad de amar.
“La experiencia sensual no es acumulativa”, dictaminé. Él me miró desilusionado
y bajó la cabeza. La amistad cultivada durante semanas alrededor de una mesa de
ping pong, se había quebrado en una sola frase. Jugamos un partido más y nos
separamos. Durante los días siguientes, deambulé por el gimnasio, pero no volví
a ver a mi único amigo coreano antes de partir.
* Publicado en Cultura Perfil el 5/5/2013
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