Caer
en la trampa de las guías, sobre todo cuando uno viaja a países exóticos, es un
mal necesario. Hace más de una década, recuerdo haber pisado pueblos semifantasmales
de Tailanda por culpa de guías como la Lonely Planet. La guía en cada rincón y en
cada pueblo exacerbaba una característica o un atributo a tal punto que el
encuentro con la realidad de una región que podría tener su encanto, se volvía
decepcionante por las expectativas creadas. Llegaba tratando de identificar las
características locales y los sitios arqueológicos citados en la Biblia del
buen mochilero. En cambio, terminaba deambulando por pueblos opacos, con ruinas
budistas apenas conservadas, persuadido de que había errado las coordenadas.
Los alojamientos recomendados solían ser antros de paredes delgadas, donde
resultaba imposible dormir después de las siete de la mañana. Varios estaban
comandados por gringos que parecían prófugos o lavadores dinero en el rincón
menos pensado del planeta.
Recuerdo
que aquel viaje pesadillesco por suburbios del sudesteasiático se encarriló
cuando dejé de atender el optimismo de una guía para la cual todo puede o debe
ser vendido, y empecé a confiar en
viajeros que hacían el camino inverso y traían noticias de más allá. Al cabo de una semana entendí que estaba en
el país equivocado si no quería improvisar una de las tantas formas de turismo
y consumo que ofrece Tailandia y pretendía viajar hacia el corazón de un
pueblo. Crucé la frontera con Laos y la atmósfera cambió como si los dos países
estuvieran separados por un océano. Vestigios de Indochina y del comunismo. Trazos
de la historia en el aire y en el paisaje. Recuperé la ilusión de que por fin
era un viajero más que un turista. Difícilmente un extranjero se encontrara en
Vientiane por los mismos motivos que otro. De algún modo era un lugar
transitado por fantasmas.
Lo
que me sucedió en Tailandia, bajo el influjo de la Lonely Planet, no suele
ocurrirme en Argentina. En mi propio país siempre me resultó más simple percibir
dónde había gato encerrado. No obstante, un par de notas auspiciosas en
distintos matutinos sobre Maschwitz y sus mercados, fungieron de guías de
turismo accidentales. Con una fe fundada ingenuamente en esa publicidad
encubierta que propagan las crónicas del buen vivir, un domingo partí con mi
mujer hacia la aventura. Ya al entrar a la zona en cuestión, sentimos la
presencia de un pasado falsificado e incrustado en una especie de maqueta
balnearia, con sus zonas temáticas, sus shoppings al aire libre y sus turistas
indecisamente bronceados. Bajo la máscara de la autosustentabilidad conservaba algo
de esos paseos de compras laberínticos que pueden verse en Bariloche y Mar de
las Pampas, y que la mayoría de las veces parecen construcciones prearmadas sobre
las que, en temporada baja o en días de
semana, cae una tristeza inocultable, igual a la de un payaso. En esos momentos
clientes y habitantes parecen haber huido y detrás del maquillaje turístico corrido
asoma una maqueta de la sociedad argentina: simulacros culturales que son
centros de recreo y bienestar para habitantes de countries y para porteños
incautos, y a pocas cuadras calles empantanadas, pozos ciegos, baches, fachadas
derruidas que cada tanto la sombra de un hombre atraviesa para alimentar perros
flacos y rendidos ante su puerta.
* Columna publicada en Cultura Perfil el 14 de junio de 2015