martes, mayo 16, 2006
Víctimas del pecado
El viernes pasado, en un ciclo de la Lugones, ésta película del mexicano Emilio Fernández me dejó atónito. Primero por la fotografía y por el montaje eiseinsteniano, luego por la belleza del argumento y de la música -rumbas y congas prostibularias-, por las imágenes de una ciudad de México, nueva y gastada en el celuloide y atravesada por humeantes trenes que me recodarban a la Tokio de Yasujiro Ozu. Entonces averigué quién era Gabriel Figueroa, el responsable de la fotografía y el montaje. Quizás por él las películas del Indio Fernández estén a la altura de las norteamericanas de esa época, e incluso, para cualquier espectador latinoamericano, resulten más familiares en la articulación del drama sentimental.
lunes, mayo 15, 2006
Inventario 2 de Promesas. 3 entrevistas 3 para fomentar el malentendido + 2 carambolas tardías = 6 líneas de fuga %
Por Diego Martínez Arce en El interpretador.
Por Mariano Valerio en Los inrockuptibles.
Por Silvana Friera en Página 12.
Carambolas:
por J.P. Bertazza en Página 12
por Pablo Gianera en La nación
Por Mariano Valerio en Los inrockuptibles.
Por Silvana Friera en Página 12.
Carambolas:
por J.P. Bertazza en Página 12
por Pablo Gianera en La nación
jueves, mayo 11, 2006
Sin estridencias
Cualquier reedición supone, en principio, la posibilidad de redescubrir a un autor. En algunos casos se da a la inversa, la posibilidad es un hecho, y la relectura y la revalorización de un escritor lleva a editores obsequiosos a poner en circulación de nuevo una obra. El caso de Adolfo Bioy Casares (1914-1999) podría encuadrarse en lo primero y en menor medida en lo segundo. En ocasión del 90 aniversario de su nacimiento, en setiembre del 2004, Emece anunció la reedición de su obra. Al momento, muchos de sus libros estaban agotados. Hoy en día, buena parte de sus libros más importantes fueron reeditados: El sueño de los héroes, Guirnalda con amores, La invención de Morel, Aventura de un fotógrafo en La Plata, Dormir al sol, Plan de evasión, Los que aman los que odian -en colaboración con Silvina Ocampo-, Nuevos cuentos de Bustos Domecq -a cuatro manos con Borges-, varias compilaciones temáticas de sus cuentos y la mítica Antología de la literatura fantástica que preparó junto a Borges y Silvina Ocampo. Con Plan de evasión terminó editarse la primera serie de novelas fantásticas que, junto a La invención de Morel y El sueño de los héroes, forman el núcleo de irradiación poética que soportaría, con variantes y simplificaciones, su narrativa posterior.
Vale la pena entonces indagar en el por qué del retorno de lectores hacia un escritor que evidentemente, hoy en día, no es parte de una moda, y que en el teatro de los afectos intelectuales ha perdido acciones y representa una pieza sin valor de uso especulativo. La ausencia de Bioy en debates y artículos resulta llamativa, y tienta suponer que estamos ante un caso de escritor subvalorado.
Más allá de la modernidad
La reeedición de Bioy, fuera de los esoterismos comerciales -como empezar a reeditar en una fecha redonda respecto al nacimiento del autor-, podría hablar de una literatura destinada -si no lo fuera ya- a transformarse en clásico. Pero lo más seguro es que una reedición tan abarcadora diga algo más sobre la presencia solapada del autor en la narrativa argentina contemporánea: Bioy inauguró en Argentina un modo de escribir atípico para la época, una modalidad sutil y sin estridencias, un sistema narrativo donde el juego de matices, la sátira y la ambigüedad psicológica aparecen unidos a cierta naturalidad en la escritura. A diferencia de Borges y Puig, que son islas impares y campos magnéticos casi sin continuidad, Bioy podría pensarse como un puente entre mitades del siglo XX. Su obra está situada en el ocaso de la figura moderna del escritor, y concentra, a modo de tesoro oculto, la clave para entender otro mapa de influencias en la literatura argentina.
Para releerlo, parece entonces inevitable separarse de la figura del autor, de Sur, de su fama de mujeriego empedernido, de su extraño final, de detractores y de apologistas. En resumidas cuentas, apartarse de su biografía -que a esta altura más que allanar complica la lectura- para remitir la obra hacia el futuro. El contexto histórico cambió, y a pesar de eso, Bioy, como Silvina Ocampo -de quien editorial Sudamericana pronto editará Las repeticiones y otros relatos inéditos, y una autobiografía en verso titulada Invenciones del recuerdo-, funcionan como traspaso de la modernidad literaria en Argentina. Desde ese umbral pueden leerse fuera de época, desenfocados y ampliados en el presente. Son un punto de transición que a nuevas generaciones de lectores les habría facilitado el paso de Borges a algunos narradores contemporáneos cuya inventiva quizás no encontraría interlocutores tan atentos. Bioy vuelve a las librerías como un precursor, y a diferencia de otros escritores celebrados en su época y dados al ejercicio de estilos preciosistas -Mallea, Mujica Lainez-, su prosa, como la de todo buen escritor de ideas, se lee modificada por el tiempo pero no envejecida.
Boutades
Aunque el título Historias de amor corresponde a una antología temática, toda la obra cuentística de Bioy podría pensarse como una indagación de los afectos unida al recurso fantástico. Quizás ningún escritor haya ofrecido percepciones del amor tan diversas y contradictorias. Desde La obra y Cavar un foso, donde el amor es el origen de la catástrofe, hasta el amor como condena en el satírico Una puerta se abre, en el cual los amantes suicidas, tras ser congelados a lo Walt Disney, se encuentran por error en el futuro. De la posibilidad de perder la ocasión de amar o no hallarla nunca, provienen en general los climas levemente opresivos de sus relatos. Su prosa estilizada no rehúsa distorsionar atmósferas y anécdotas a través de muescas irónicas, en apariencia insignificantes, pero claves para apreciar las fluctuaciones internas del estilo.
La literatura de Bioy tiene un inventario propio de boutades. No debe sorprender que en más de un momento algunos pasajes paródicos parezcan coincidir con tramos luminosos de César Aira. Es que un providencial humor interviene en las frases, siempre se gradúan matices para definir o esfumar a personajes aquejados por destinos o misiones ingratas en cuyo cumplimiento, en general, sus relatos dan un giro fantástico. Sin esta artesanía minimalista, sin la apertura lúdica y sin esa ironía que el narrador declina sobre sus personajes, sería sólo un escritor de rigurosas tramas fantásticas que cruza, como en el típico relato policial, dos historias: hechos inexplicables y una pesquisa. Analizando con cuidado la ondulación de su prosa, se percibe que una dispersión de recursos mínimos en el tablero de la apuesta literaria, por acumulación le confiere a su obra la originalidad necesaria para que resulte hoy en día, al menos para las nuevas generaciones de lectores, precursora no sólo de la literatura fantástica argentina, sino de corrientes más zumbonas y delirantes.
Máquinas y mujeres
En sus primeras tres novelas y en su obra intermedia las percepciones del narrador funcionan en el texto como una elegante máquina de innovación estilística que, no puede negarse, le debe tanto a la amistad con Borges como a clásicos anglosajones: H.G.Wells, Stevenson, Kipling... Sin embargo las máquinas paradójicas, esas invenciones reales que perseguían al autor como cálidas pesadillas, en su primera novela ya aparecen formuladas en una variante fantástica: la máquina de reproducción amorosa-alucinatoria de La invención de Morel, cuyo fenómeno omnipresente es Faustine. Frente al drama de una imagen reproducida al infinito, en el narrador protagonista la memoria deviene, primero, medida de un paradójico amor, y luego pasión. El imposible olvido conlleva un grado de fatalidad extremo. Premonitoriamente, en La invención... la técnica serializa el deseo, alterando el destino del amante. Podría escribirse un tratado sobre la figura de la mujer o sobre la predestinación fatal de lo femenino en los hombres memoriosos de Bioy. Es que al igual que pequeñas divinidades, las mujeres quedan fuera del tiempo al ser representadas -o reproducidas- como amadas, y transforman a hombres comunes en héroes desdichados -El otro laberinto-. Son hados que llevan a cualquier héroe -como sucede en otro extraordinario cuento, El lado de la sombra- a la concreción de un destino trágico, el del aislamiento. Cumplen, en este sentido, una función antagónica. El héroe de Bioy entra en la ficción, en la isla desierta, cuando ama, y cabe arriesgar que la historia de amor es un nudo que prepara, sobre todo en los cuentos, la irrupción de lo fantástico.
Es en Plan de evasión donde la isla como espacio ficcional aparece explorada hasta el límite del absurdo. Si no fuera por la larga explicación final, esta novela y Dormir al sol podrían considerarse exponentes del absurdo y del realismo delirante. Por otra parte, junto a La invención... y a cuentos como De la forma del mundo, Plan de evasión funda una vertiente narrativa ambientada en escenarios remotos: la isla como espacio en el que se purgan penas -que en su obra casi siempre son amorosas-, la isla como proyección de la memoria o espejismo político del fugitivo. En esa vertiente virtual podrían ubicarse algunos inevitables relatos contemporáneos: La ilusión de monarca de Marcelo Cohen o Los pichiciegos de Rodolfo Fogwill.
Nevers, el protagonista de Plan de evasión, es de alguna manera un fugitivo que, en un paraíso geográfico -las Islas de la Salvación, entre las cuales está la celebre Isla del Diablo que alojó al capitán Dreyfus- vive una pesadilla. Enviado forzosamente como administrador de la cárcel, entra en una vorágine paranoica, y entabla una batalla mental con un personaje grotesco, el gobernador de estas islas habitadas por hombres ineptos, locos e inválidos, que nada tienen de presidiarios. El gobernador Castel es un hombre taciturno. Como buen orate, cría animales anómalos y planea una revolución extravagante para salvar a los presos políticos inocentes. Los detalles de éste plan subversivo aparecerán aclarados en un final que incorpora, una vez más, una explicación técnica que, podría decirse, es lo menos original del libro.
La novela inmediatamente posterior, El sueño de los héroes, marcó una modalidad definitiva en la narrativa de Bioy. El lenguaje es más coloquial, Buenos Aires aparece como escenario, y un juego entre elegante y malicioso con los prototipos porteños, los mitos de la plebe, las pequeñas soberbias del argentino medio, atraviesan el libro. Las marcas barriales y las costumbres son identificables: el cabaret, la amistad y los cafés, el tango, los billares, el tranvía, Villa Urquiza, Saavedra, Palermo, Villa Luro, los almacenes, salones de juego, etc. Al revés que en La invención, el destino se presenta bajo la forma del olvido. Gauna, el protagonista, después de ganar a las carreras, se propone salir con amigos y dilapidar su pequeña fortuna. Es carnaval, y pasa varios días de excesos etílicos. En los bosques de Palermo presencia un episodio sobrenatural que queda obturado en su memoria, y que retorna cíclicamente. Mucho tiempo después, Gauna, a pesar de amar, decide repetir aquel ritual de carnaval para cumplir con el destino avizorado. Como en El sur de Borges, la predestinación del héroe está en el coraje y el cuchillo. Quizás por el bello argumento, y por un pudor incierto, Bioy, entre sus novelas, haya preferido ésta a Plan de evasión. En el prólogo a la reciente edición de El sueño... una frase suya parece ilustrar perfectamente la sensación que sobreviene tras la lectura de cualquiera de sus libros: "Muchas veces uno despierta con la sensación de haberse encontrado con algo maravilloso en un sueño, lo recuerda con bastante nitidez, luego se distrae, lo pierde, y entonces uno está ansioso por volver a encontrar ese sueño."
* Publicado el 7/05/06 en Cultura del diario Perfil.
Vale la pena entonces indagar en el por qué del retorno de lectores hacia un escritor que evidentemente, hoy en día, no es parte de una moda, y que en el teatro de los afectos intelectuales ha perdido acciones y representa una pieza sin valor de uso especulativo. La ausencia de Bioy en debates y artículos resulta llamativa, y tienta suponer que estamos ante un caso de escritor subvalorado.
Más allá de la modernidad
La reeedición de Bioy, fuera de los esoterismos comerciales -como empezar a reeditar en una fecha redonda respecto al nacimiento del autor-, podría hablar de una literatura destinada -si no lo fuera ya- a transformarse en clásico. Pero lo más seguro es que una reedición tan abarcadora diga algo más sobre la presencia solapada del autor en la narrativa argentina contemporánea: Bioy inauguró en Argentina un modo de escribir atípico para la época, una modalidad sutil y sin estridencias, un sistema narrativo donde el juego de matices, la sátira y la ambigüedad psicológica aparecen unidos a cierta naturalidad en la escritura. A diferencia de Borges y Puig, que son islas impares y campos magnéticos casi sin continuidad, Bioy podría pensarse como un puente entre mitades del siglo XX. Su obra está situada en el ocaso de la figura moderna del escritor, y concentra, a modo de tesoro oculto, la clave para entender otro mapa de influencias en la literatura argentina.
Para releerlo, parece entonces inevitable separarse de la figura del autor, de Sur, de su fama de mujeriego empedernido, de su extraño final, de detractores y de apologistas. En resumidas cuentas, apartarse de su biografía -que a esta altura más que allanar complica la lectura- para remitir la obra hacia el futuro. El contexto histórico cambió, y a pesar de eso, Bioy, como Silvina Ocampo -de quien editorial Sudamericana pronto editará Las repeticiones y otros relatos inéditos, y una autobiografía en verso titulada Invenciones del recuerdo-, funcionan como traspaso de la modernidad literaria en Argentina. Desde ese umbral pueden leerse fuera de época, desenfocados y ampliados en el presente. Son un punto de transición que a nuevas generaciones de lectores les habría facilitado el paso de Borges a algunos narradores contemporáneos cuya inventiva quizás no encontraría interlocutores tan atentos. Bioy vuelve a las librerías como un precursor, y a diferencia de otros escritores celebrados en su época y dados al ejercicio de estilos preciosistas -Mallea, Mujica Lainez-, su prosa, como la de todo buen escritor de ideas, se lee modificada por el tiempo pero no envejecida.
Boutades
Aunque el título Historias de amor corresponde a una antología temática, toda la obra cuentística de Bioy podría pensarse como una indagación de los afectos unida al recurso fantástico. Quizás ningún escritor haya ofrecido percepciones del amor tan diversas y contradictorias. Desde La obra y Cavar un foso, donde el amor es el origen de la catástrofe, hasta el amor como condena en el satírico Una puerta se abre, en el cual los amantes suicidas, tras ser congelados a lo Walt Disney, se encuentran por error en el futuro. De la posibilidad de perder la ocasión de amar o no hallarla nunca, provienen en general los climas levemente opresivos de sus relatos. Su prosa estilizada no rehúsa distorsionar atmósferas y anécdotas a través de muescas irónicas, en apariencia insignificantes, pero claves para apreciar las fluctuaciones internas del estilo.
La literatura de Bioy tiene un inventario propio de boutades. No debe sorprender que en más de un momento algunos pasajes paródicos parezcan coincidir con tramos luminosos de César Aira. Es que un providencial humor interviene en las frases, siempre se gradúan matices para definir o esfumar a personajes aquejados por destinos o misiones ingratas en cuyo cumplimiento, en general, sus relatos dan un giro fantástico. Sin esta artesanía minimalista, sin la apertura lúdica y sin esa ironía que el narrador declina sobre sus personajes, sería sólo un escritor de rigurosas tramas fantásticas que cruza, como en el típico relato policial, dos historias: hechos inexplicables y una pesquisa. Analizando con cuidado la ondulación de su prosa, se percibe que una dispersión de recursos mínimos en el tablero de la apuesta literaria, por acumulación le confiere a su obra la originalidad necesaria para que resulte hoy en día, al menos para las nuevas generaciones de lectores, precursora no sólo de la literatura fantástica argentina, sino de corrientes más zumbonas y delirantes.
Máquinas y mujeres
En sus primeras tres novelas y en su obra intermedia las percepciones del narrador funcionan en el texto como una elegante máquina de innovación estilística que, no puede negarse, le debe tanto a la amistad con Borges como a clásicos anglosajones: H.G.Wells, Stevenson, Kipling... Sin embargo las máquinas paradójicas, esas invenciones reales que perseguían al autor como cálidas pesadillas, en su primera novela ya aparecen formuladas en una variante fantástica: la máquina de reproducción amorosa-alucinatoria de La invención de Morel, cuyo fenómeno omnipresente es Faustine. Frente al drama de una imagen reproducida al infinito, en el narrador protagonista la memoria deviene, primero, medida de un paradójico amor, y luego pasión. El imposible olvido conlleva un grado de fatalidad extremo. Premonitoriamente, en La invención... la técnica serializa el deseo, alterando el destino del amante. Podría escribirse un tratado sobre la figura de la mujer o sobre la predestinación fatal de lo femenino en los hombres memoriosos de Bioy. Es que al igual que pequeñas divinidades, las mujeres quedan fuera del tiempo al ser representadas -o reproducidas- como amadas, y transforman a hombres comunes en héroes desdichados -El otro laberinto-. Son hados que llevan a cualquier héroe -como sucede en otro extraordinario cuento, El lado de la sombra- a la concreción de un destino trágico, el del aislamiento. Cumplen, en este sentido, una función antagónica. El héroe de Bioy entra en la ficción, en la isla desierta, cuando ama, y cabe arriesgar que la historia de amor es un nudo que prepara, sobre todo en los cuentos, la irrupción de lo fantástico.
Es en Plan de evasión donde la isla como espacio ficcional aparece explorada hasta el límite del absurdo. Si no fuera por la larga explicación final, esta novela y Dormir al sol podrían considerarse exponentes del absurdo y del realismo delirante. Por otra parte, junto a La invención... y a cuentos como De la forma del mundo, Plan de evasión funda una vertiente narrativa ambientada en escenarios remotos: la isla como espacio en el que se purgan penas -que en su obra casi siempre son amorosas-, la isla como proyección de la memoria o espejismo político del fugitivo. En esa vertiente virtual podrían ubicarse algunos inevitables relatos contemporáneos: La ilusión de monarca de Marcelo Cohen o Los pichiciegos de Rodolfo Fogwill.
Nevers, el protagonista de Plan de evasión, es de alguna manera un fugitivo que, en un paraíso geográfico -las Islas de la Salvación, entre las cuales está la celebre Isla del Diablo que alojó al capitán Dreyfus- vive una pesadilla. Enviado forzosamente como administrador de la cárcel, entra en una vorágine paranoica, y entabla una batalla mental con un personaje grotesco, el gobernador de estas islas habitadas por hombres ineptos, locos e inválidos, que nada tienen de presidiarios. El gobernador Castel es un hombre taciturno. Como buen orate, cría animales anómalos y planea una revolución extravagante para salvar a los presos políticos inocentes. Los detalles de éste plan subversivo aparecerán aclarados en un final que incorpora, una vez más, una explicación técnica que, podría decirse, es lo menos original del libro.
La novela inmediatamente posterior, El sueño de los héroes, marcó una modalidad definitiva en la narrativa de Bioy. El lenguaje es más coloquial, Buenos Aires aparece como escenario, y un juego entre elegante y malicioso con los prototipos porteños, los mitos de la plebe, las pequeñas soberbias del argentino medio, atraviesan el libro. Las marcas barriales y las costumbres son identificables: el cabaret, la amistad y los cafés, el tango, los billares, el tranvía, Villa Urquiza, Saavedra, Palermo, Villa Luro, los almacenes, salones de juego, etc. Al revés que en La invención, el destino se presenta bajo la forma del olvido. Gauna, el protagonista, después de ganar a las carreras, se propone salir con amigos y dilapidar su pequeña fortuna. Es carnaval, y pasa varios días de excesos etílicos. En los bosques de Palermo presencia un episodio sobrenatural que queda obturado en su memoria, y que retorna cíclicamente. Mucho tiempo después, Gauna, a pesar de amar, decide repetir aquel ritual de carnaval para cumplir con el destino avizorado. Como en El sur de Borges, la predestinación del héroe está en el coraje y el cuchillo. Quizás por el bello argumento, y por un pudor incierto, Bioy, entre sus novelas, haya preferido ésta a Plan de evasión. En el prólogo a la reciente edición de El sueño... una frase suya parece ilustrar perfectamente la sensación que sobreviene tras la lectura de cualquiera de sus libros: "Muchas veces uno despierta con la sensación de haberse encontrado con algo maravilloso en un sueño, lo recuerda con bastante nitidez, luego se distrae, lo pierde, y entonces uno está ansioso por volver a encontrar ese sueño."
* Publicado el 7/05/06 en Cultura del diario Perfil.
sábado, mayo 06, 2006
Levrero
El discurso vacío, de Mario Levrero, Interzona editora, 2006.
Algún rasgo en común, aunque sus universos difieran, comparte el genio de Mario Levrero con el de Felisberto Hernández: ambos montan en la digresión autobiográfica las pausas y los secretos de un estilo llano. Levrero nació en Montevideo, en 1940, y murió en la misma ciudad, en el 2004. Sus oficios a lo largo del tiempo variaron: guionista, fotógrafo, librero, humorista y jefe de redacción de revistas de ingenio. Entre otros volúmenes de cuentos, publicó La máquina de pensar en Gladys, Aguas salobres, Todo el tiempo, Espacios libres, Los carros de fuego. Además editó las novelas La ciudad, París, El lugar, Dejen todo en mis manos, El alma de Gardel y La novela luminosa. A partir de la publicación de La ciudad, sus libros fueron erróneamente encasillados en la ciencia ficción. Erróneamente porque, como Felisberto, Levrero es, ante todo, un escritor de lo fantasmal, un "alquimista" que trabaja con espectros íntimos y detritus de la experiencia.
No por casualidad, El discurso vacío, como casi toda la narrativa de Levrero, está en primera persona. La novela, concebida a la manera de un diario, parece modular las intermitencias de una conciencia cansada de la ansiedad, de las interrupciones, del cigarrillo, del mal sueño... El laberinto espiritual -una especie de "psicosis voluntaria"- que transita el narrador es parte del procedimiento creativo que caracteriza a Levrero: la brillante bifurcación de una subjetividad que, sobre los huecos de la realidad inmediata, juega a componer y descomponer una realidad íntima.
Al igual que en la póstuma La novela luminosa, que tiene edición uruguaya pero no argentina, la ficción está concebida en la lengua culposa, aunque para nada confesional, de una subespecie: la del solitario sin ocio. Para el narrador -y de alguna manera también para el autor- en los pequeños incidentes cotidianos y en los sueños se esconde la posibilidad de reconciliarse con el espíritu, redimirse, volverse por fin protagonista de las acciones, o en su defecto "aprender a vivir otra vez, de otra manera". Pero para eso debe mediar la escritura, primero como ejercicio caligráfico de meditación; luego como un discurso cuya forma es la espera biográfica, o más precisamente la espera de "los contenidos ocultos tras el aparente vacío del discurso".
El extrañamiento kafkiano de los primeros libros de Levrero se deslizó entonces hacia un vacío levemente beckettiano: no es mucho lo que se espera, pero la espera es todo. Esa espera despliega un inventario de la vida, y El discurso vacío, en este sentido, puede leerse como un ars poetica. Según este ars poetica, lo que se distorsiona no es la realidad sino el individuo, esa primera persona que desmigaja a solas un tiempo mental. En esa operación se filtra un drama irónicamente plegado en la intimidad autobiográfica: el narrador, refugiado en la caligrafía, hace equilibrio en el límite de la literatura.
En más de un momento, la vida del protagonista parece coincidir con la de Levrero. Es escritor, redacta crucigramas para revistas de ingenio, fuma desaprensivamente, queda hipnotizado frente a la computadora. El mecanismo autobiográfico, como recurso narrativo extremo, deja entrar la ficción en la vida -y no al revés-, y en última instancia configura, más que un diario, un cuaderno de bitácora en el que cristalizan intuiciones metafísicas. Quizás por eso El discurso vacío sea uno de los libros más cabales del autor, y a la vez una puerta ideal de entrada a su universo.
La novela está armada a partir de dos grupos de textos. Ambos grupos se intercalan sugiriendo una cronología y se distinguen por sus contenidos. El primero lleva el título "Ejercicios" y el segundo "El discurso". Progresivamente, en cada una de las tres partes del libro, el límite entre un grupo y otro va confundiéndose en el cuerpo ambiguo de un diario íntimo. El ejercicio contamina al discurso, y viceversa, hasta que en la última parte el ejercicio concebido como adiestramiento deviene literatura, pero hacia atrás, retrospectivamente.
En principio, sin embargo, el ejercicio caligráfico esconde un ejercicio biográfico, es el marco de una paradójica escritura sin contenido, y de ahí la ambigüedad genial del diario. "Es preciso poner mucha paciencia y gran atención; tratar en lo posible de dibujar letra por letra, desentendiéndose de las significaciones de las palabras que se van formando -lo cual es una operación casi opuesta a la literatura (...)" Y más adelante: "el ejercicio caligráfico diario estuvo a punto de volverse un ejercicio literario. Tuve la fuerte tentación de transformar mi prosa caligráfica en prosa narrativa (...)." El narrador más de una vez se debate entre la buena letra y algunas tentaciones literarias que pueden arruinar su hábito terapéutico. Para no distraerse en las incoherencias del discurso, concibe nuevas digresiones. Sin embargo estas evasiones son incoherencias de otro tipo; representan lo ficcional de la vida, obsesiones delimitadas por el pudor del biógrafo: una esposa con la que nunca termina de encontrarse, un hijo hostil, una mudanza inminente, una sirvienta que renuncia, un zumbido que avanza, una computadora que absorbe.
Los textos de "El discurso" complementan de alguna manera a los "Ejercicios". Acá la práctica literaria se sostiene en la instancia de lo vivido. El protagonista narra su via crucis doméstico: una cadena absurda de restricciones generadas por el único fenómeno real en la novela, la presencia animal. Buena parte de estos pasajes abordan la historia del perro Pongo, y la de un gato intruso que, con sus manías ladinas, altera el orden familiar de la casa. Ahí hay una historia en perspectiva que "puede ser símbolo de los contenidos reales del discurso, imposibles, por algún motivo, de percibir directamente". Levrero no deja de advertir que la práctica literaria implica dosis de desasosiego. En el vacío de las circunstancias vividas detecta las consecuencias de un discurso que irradia en la escritura una enigmática perfección. Esa misma perfección, repujada sobre almas enrarecidas en un espacio cerrado, sitúa a Levrero en el santuario de los visionarios.
Los inrockuptibles, mayo de 2006.
Algún rasgo en común, aunque sus universos difieran, comparte el genio de Mario Levrero con el de Felisberto Hernández: ambos montan en la digresión autobiográfica las pausas y los secretos de un estilo llano. Levrero nació en Montevideo, en 1940, y murió en la misma ciudad, en el 2004. Sus oficios a lo largo del tiempo variaron: guionista, fotógrafo, librero, humorista y jefe de redacción de revistas de ingenio. Entre otros volúmenes de cuentos, publicó La máquina de pensar en Gladys, Aguas salobres, Todo el tiempo, Espacios libres, Los carros de fuego. Además editó las novelas La ciudad, París, El lugar, Dejen todo en mis manos, El alma de Gardel y La novela luminosa. A partir de la publicación de La ciudad, sus libros fueron erróneamente encasillados en la ciencia ficción. Erróneamente porque, como Felisberto, Levrero es, ante todo, un escritor de lo fantasmal, un "alquimista" que trabaja con espectros íntimos y detritus de la experiencia.
No por casualidad, El discurso vacío, como casi toda la narrativa de Levrero, está en primera persona. La novela, concebida a la manera de un diario, parece modular las intermitencias de una conciencia cansada de la ansiedad, de las interrupciones, del cigarrillo, del mal sueño... El laberinto espiritual -una especie de "psicosis voluntaria"- que transita el narrador es parte del procedimiento creativo que caracteriza a Levrero: la brillante bifurcación de una subjetividad que, sobre los huecos de la realidad inmediata, juega a componer y descomponer una realidad íntima.
Al igual que en la póstuma La novela luminosa, que tiene edición uruguaya pero no argentina, la ficción está concebida en la lengua culposa, aunque para nada confesional, de una subespecie: la del solitario sin ocio. Para el narrador -y de alguna manera también para el autor- en los pequeños incidentes cotidianos y en los sueños se esconde la posibilidad de reconciliarse con el espíritu, redimirse, volverse por fin protagonista de las acciones, o en su defecto "aprender a vivir otra vez, de otra manera". Pero para eso debe mediar la escritura, primero como ejercicio caligráfico de meditación; luego como un discurso cuya forma es la espera biográfica, o más precisamente la espera de "los contenidos ocultos tras el aparente vacío del discurso".
El extrañamiento kafkiano de los primeros libros de Levrero se deslizó entonces hacia un vacío levemente beckettiano: no es mucho lo que se espera, pero la espera es todo. Esa espera despliega un inventario de la vida, y El discurso vacío, en este sentido, puede leerse como un ars poetica. Según este ars poetica, lo que se distorsiona no es la realidad sino el individuo, esa primera persona que desmigaja a solas un tiempo mental. En esa operación se filtra un drama irónicamente plegado en la intimidad autobiográfica: el narrador, refugiado en la caligrafía, hace equilibrio en el límite de la literatura.
En más de un momento, la vida del protagonista parece coincidir con la de Levrero. Es escritor, redacta crucigramas para revistas de ingenio, fuma desaprensivamente, queda hipnotizado frente a la computadora. El mecanismo autobiográfico, como recurso narrativo extremo, deja entrar la ficción en la vida -y no al revés-, y en última instancia configura, más que un diario, un cuaderno de bitácora en el que cristalizan intuiciones metafísicas. Quizás por eso El discurso vacío sea uno de los libros más cabales del autor, y a la vez una puerta ideal de entrada a su universo.
La novela está armada a partir de dos grupos de textos. Ambos grupos se intercalan sugiriendo una cronología y se distinguen por sus contenidos. El primero lleva el título "Ejercicios" y el segundo "El discurso". Progresivamente, en cada una de las tres partes del libro, el límite entre un grupo y otro va confundiéndose en el cuerpo ambiguo de un diario íntimo. El ejercicio contamina al discurso, y viceversa, hasta que en la última parte el ejercicio concebido como adiestramiento deviene literatura, pero hacia atrás, retrospectivamente.
En principio, sin embargo, el ejercicio caligráfico esconde un ejercicio biográfico, es el marco de una paradójica escritura sin contenido, y de ahí la ambigüedad genial del diario. "Es preciso poner mucha paciencia y gran atención; tratar en lo posible de dibujar letra por letra, desentendiéndose de las significaciones de las palabras que se van formando -lo cual es una operación casi opuesta a la literatura (...)" Y más adelante: "el ejercicio caligráfico diario estuvo a punto de volverse un ejercicio literario. Tuve la fuerte tentación de transformar mi prosa caligráfica en prosa narrativa (...)." El narrador más de una vez se debate entre la buena letra y algunas tentaciones literarias que pueden arruinar su hábito terapéutico. Para no distraerse en las incoherencias del discurso, concibe nuevas digresiones. Sin embargo estas evasiones son incoherencias de otro tipo; representan lo ficcional de la vida, obsesiones delimitadas por el pudor del biógrafo: una esposa con la que nunca termina de encontrarse, un hijo hostil, una mudanza inminente, una sirvienta que renuncia, un zumbido que avanza, una computadora que absorbe.
Los textos de "El discurso" complementan de alguna manera a los "Ejercicios". Acá la práctica literaria se sostiene en la instancia de lo vivido. El protagonista narra su via crucis doméstico: una cadena absurda de restricciones generadas por el único fenómeno real en la novela, la presencia animal. Buena parte de estos pasajes abordan la historia del perro Pongo, y la de un gato intruso que, con sus manías ladinas, altera el orden familiar de la casa. Ahí hay una historia en perspectiva que "puede ser símbolo de los contenidos reales del discurso, imposibles, por algún motivo, de percibir directamente". Levrero no deja de advertir que la práctica literaria implica dosis de desasosiego. En el vacío de las circunstancias vividas detecta las consecuencias de un discurso que irradia en la escritura una enigmática perfección. Esa misma perfección, repujada sobre almas enrarecidas en un espacio cerrado, sitúa a Levrero en el santuario de los visionarios.
Los inrockuptibles, mayo de 2006.
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