Dicen
que a partir de cierto momento, a contrapelo de lo que opina la mayoría, la
Meca del viajero no es la India sino Sicilia. En algo estoy de acuerdo: es la
Meca del viajero en su madurez, cuando el trotamundos no busca extremo
exotismo, incomodidad, obstáculos, sino condiciones para echar sus huesos y
observar lo mejor del mar en medio de ruinas y pueblos ancestrales poco
poblados. Lo que en la India aparece como sobrepoblación, novedad y estímulo,
en Sicilia es memoria hedonista. El tiempo transcurre de otra manera. O mejor
dicho, casi no transcurre, al revés que en cualquier lugar de la India, donde
cada minuto contiene una infinitud de sensaciones que no caben en el presente,
porque son partículas del futuro.
Digo
esto no porque haya experimentado la temporalidad estacionada de Sicilia, sino
porque hace muchos años, en un momento inadecuado, con menos de veinte, no pude
aprehenderla. Perdí una oportunidad y desde hace años lamento no poder volver y
reivindicar esa experiencia. Estuve en Palermo y el Hotel
des palmes en el que Raymond Roussel murió en circunstancias misteriosas,
me resultó un palacio sitiado por el sol, un maravilla inaccesible e inexplicable,
como todo ese lujo pasado que en Italia parece tan natural como una colina o
una nube. En Sicilia, como en la India, están superpuestas todas las
civilizaciones y todas las eras. Pero si en la primera uno no distingue esas
capas geológicas, debido a una falsa familiaridad facilitada por tanta cultura
siciliana infiltrada en Argentina, corre
el riesgo de quedar excluido del tiempo propio de la isla, de su clima
estacionado.
Mucho
después mi modo de reparar ese viaje trunco –llegué a Sicilia como podría haber
llegado a cualquier otro lugar, por inercia- y recuperar el tiempo perdido, fue
investigar la literatura de la isla. Lampedusa, Vincenzo Consolo, Gesualdo Bufalino,
Giovanni Verga. Hasta que me topé con Sciascia. Es probable que ninguna crónica
de viaje, ni ninguna columna relacionada con el asunto, encarne tanto la
cotidianidad de un lugar como una ficción. No cualquier ficción, sino cierta
ficción anémica que, apropiándose de recursos de la crónica y de hechos verídicos
que le suman al paisaje una textura natural,
termina ilustrando el clima y el paisaje de un lugar. Esa clase de
relatos, en general, desatan un viaje en el tiempo. Si uno va en busca de esos
textos, nunca llegan. Son escasos y aparecen camuflados, como un obstáculo
inesperado en una obra mayor.
“Autos
relativos a la muerte de Raymond Roussel”, de Leonardo Sciascia, es un ejemplo.
En ese texto de corte casi documental, repleto de citas castrenses y/o
periodísticas, sin que medie una sola descripción de Palermo, uno se siente en
el lugar de hechos. Precisamente porque hay hechos y no descripciones que
preparan algo por venir. Un narrador que especula y no un cronista comprometido
con la realidad. Tal vez la clave de ese
estilo tan característico de Sciascia –“El caso Moro” está en esa misma
línea- resida en la posibilidad de estar en el lugar donde sucedió algo y
saber, durante la lectura, que nada más, salvo un diagnóstico o un testimonio
–es decir, una digresión-, va a ocupar el corazón del texto. No recuerdo otro
texto tan etéreo que, sin ningún detalle de color, retrate un lugar. Podría
decirse que en ese tono de informe forense, se filtra el espesor lento de la
vida siciliana. Nada de folclore.
* Columna publicada en Cultura Perfil el 07/02/16