Alguna
vez escuché a algún amigo decir que si Macri llegaba a presidente, se exiliaba
en Uruguay. A lo largo de años, la frase con variaciones la escuché en boca de
varias personas y no puedo evitar pensar
que por la cabeza de muchos debe estar flotando esta
alternativa, aunque ya no gobierne Pepe Mujica. Lo decían con un tono bromista:
no creían factible que un cambio de paradigma político tuviera lugar en nuestra
historia después de las costumbres instaladas durante doce años de
kirchnerismo. Pese a encuestas anticipatorias, hay algo inverosímil en el
triunfo de Macri: algo de pesadilla vuelta realidad para una mitad de la
población, algo de sueño realizado para la otra mitad.
En
una crónica de corte distópico, la victoria de Macri estaría en estas semanas
generando una venta anticipada de pasajes y colmando la capacidad de ferries
con masas aterradas que han decidido refugiarse en Uruguay por alergia a posibles
políticas neoliberales, a las quitas de subsidios, a los estallidos sociales
generados por el recorte de asignaciones. En las bodegas de los barcos, además
de bártulos de todo tipo, habría animales domésticos –al menos uno por
pasajero-, muebles, camas, incluso algún piano de cola. Prueba irrefutable de que
los embarcados se irían para no volver por mucho tiempo.
Entre
los autoevacuados que a duras penas, en una reventa de pasajes, conseguirían
una plaza a Colonia, reverberarían frases que podrían estar en boca de un
personaje de Haneke en La hora del lobo o Funny games: “No sabemos lo que
viene, pero sabemos que es lo peor.” En esta hipotética situación de fuga
colectiva, un hombre, ante la estampida de autoevacuados que agotó incluso los asientos
en ómnibus que cruzan por Gualeguaychú y Colón, evaluaría modos inmediatos de
huir. Decidiría hacerlo a pie, aprovechando una bajante extrema del río
provocada por las ráfagas furiosas del viento norte. La idea proviene de El
error, un cuento alucinado de Martín Kohan recientemente publicado en su libro
Cuerpo a tierra. En este relato un hombre, cierto día en que las aguas del Río
de la Plata bajan extraordinariamente hasta dejar a la vista el lecho del río,
se echa andar en busca de la mujer que lo abandonó y cruzó a Uruguay. La
boutade es genial por dos razones: cruzar a pie, sin documentos, aniquila la realidad
de esa frontera que los argentinos consideran contingente pero los uruguayos
necesaria. Luego, termina de fundir nuestro paisaje depredado con esa tierra magnífica
–como el amor no correspondido que persigue el protagonista de El error- que
para los argentinos es Uruguay.
Y aunque
parezca inverosímil, cruzar a pie una frontera es posible sin el milagro de una
bajante. Hace unos años, en la frontera de Villazón-La Quiaca, me sorprendí de
la facilidad con que la gente, cargada de bolsos, cruzaba por el costado de las
garitas, sin presentar documentos. En cada ida y vuelta entraban y sacaban
mercadería de cualquier tipo –desde celulares, computadoras y cámaras a piezas
de autos-. Esto sucedió mucho antes de que se restringieran las importaciones, lo
cual vendría a demostrar que el contrabando no es una cuestión de coyuntura
sino de cultura, y que desde el principio de los tiempos cruzar una frontera
clandestinamente podía implicar la posibilidad de una nueva vida, pero también
la de un buen negocio a espaldas del rey.
* Columna publica en cultura Perfil el 29/11/15
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