Un día
de noviembre del año dos mil, en Nueva York, por primera vez asistí en viaje a
una contienda electoral aguerrida. No volvió a ocurrirme y, salvo en Argentina,
no presencié dos elites políticas tan confrontadas. Desde diversos bares, por
la noche, después de las elecciones, ante el cruce de información, me
transformé en una especie de fanático demócrata, sólo por mi antibushismo. Los
presentes miraban los televisores suspendidos en la altura como si observaran
un partido de básquet. Algunos se tomaban la cabeza, como si no pudieran
comprender que vivían en un país donde casi la mitad de la población había
elegido a un belicista de coeficiente intelectual incierto. La mayoría estaba expectante
con los resultados que empezaban a llegar desde el Estado de Florida, donde a
último momento, al parecer, ante los resultados sorpresivos favorables a Bush
en Tennessee, el estado natal de Gore, se dirimiría la elección. Era el voto
latino el que decidía el futuro de la nación más poderosa de la tierra, pero
nadie imaginaba el infierno que se desataría después.
Yo había
llegado al país un mes antes y había recorrido los estados del sur, donde algunas
familias conservadoras, descendientes de confederados, clavaban en sus jardines
banderines favorables al candidato republicano. En menor cantidad había
estandartes que tomaban partido por Al Gore. La mayoría de las encuestas daba
favorito al candidato demócrata por poco, aunque debido al particular sistema federal
de representación que todavía se mantiene, no se sumaban los votos totales del
país, sino que cada candidato al ganar en un estado sumaba electores, cuyo
número estaba en relación a la cantidad de habitantes –un poco como los
diputados en Argentina-. (Bajo este particular sistema, el presidente argentino
se consagraría con sólo ganar en la provincia de Buenos Aires y Capital Federal
por un voto). También, bajo este particular sistema, era posible obtener la
presidencia con menos votos pero con más electores, como le sucedió a Bush.
Aunque en la sumatoria de votos a nivel nacional Al Gore obtuvo más de medio
millón de votos que su contrincante, lo que determinó la presidencia –y puso en
duda la eficiencia del sistema de elección indirecta- fueron los trescientos votos
de Florida que a Bush le dieron electores suficientes en el Congreso.
Trescientos
votos en un estado de dieciséis millones como Florida no son nada. Pensar que una elección nacional
se definió por trescientos votos que probablemente, como sugerían los analistas
políticos, provenían de una balanza inclinada por latinos afincados en la
península, es completamente absurdo para la principal economía mundial, pero no
es ajeno a nuestra actual realidad. Sin esos trescientos votos de ventaja –que
todavía se presumen fraudulentos- tal vez no hubiera existido el 11S, la
invasión a Afganistán, la guerra en Irak comandada por un lobby petrolero que
dejó miles de muertos y familias desplazadas.
Es
probable que la próxima elección nacional, pese al pronóstico de las mismas
encuestas que vaticinaron un posible triunfo de Scioli en primera vuelta, se
dirima de ese modo, por lo cual cada voto tendrá un peso especial: un voto
arrojado contra una estadística. Hay fatalidades anunciadas más allá de la
propaganda y los discursos de campaña. Aunque si el próximo 22 de noviembre un
viajero entra en pánico en un bar de Palermo, no se deberá al triunfo de Macri
en sí, sino a su bailecito y a la escenografía tinellizada de la política
local.
* Columna publicada en Cultura Perfil el 15/11/15
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