Cuando encendieron las luces, una mujer rubia, de ojos verdes, acaparó toda mi atención. Estaba sola, de pie, como casi todo el público que había llegado a esa pequeña sala del Lower East Side para escuchar a John Zorn improvisando con sus discípulos. Aplaudía hipnotizada. Al rato, en la sala, sólo quedamos nosotros dos. Los músicos dejaron en el escenario un tendal de instrumentos dispuestos para la segunda entrada. Me acerqué. Alguien de seguridad nos dijo que para quedarnos teníamos que salir y pagar de nuevo. Ella contestó que el problema no era pagar sino salir, y le extendió un billete de cien dólares. Por lo brusco del acento y la desfachatez, entendí que ella era extranjera. Me miraba con una avidez indecisa. Nos quedamos para la segunda entrada. Comentó que la mujer que tocaba el arpa era su mejor amiga. Después de la segunda entrada, me pidió que la siguiera. Lo tomé como una orden. No tenía nada que perder. Saludó a su amiga y subimos a un taxi. Dictó una dirección en el otro extremo de Manhattan. “Vas a conocer mi bar preferido”. Le pregunté por qué no tomábamos el subte. Me contestó que detestaba el transporte público y sonrió de un modo maligno mientras exhalaba una bocanada de humo y por la ventanilla sacaba una mano para sacudir la ceniza. “Después de mi primer matrimonio, mi papá no me deja”, y en la carcajada ronca que soltó empecé a intuir que algo en ella estaba desencajado. Su bar preferido era un antro con mesas separadas por biombos forrados en terciopelo rojo. Después de un whisky, me dijo que vivía con su padre, quien había dejado la Unión Soviética en los ochenta y ahora monopolizaba, a través de una empresa naviera, todo lo que entraba al puerto de New Jersey desde Rusia. Súbitamente, al escucharla, me di cuenta de que era la primera mujer rica que se me había cruzado en la vida. No pude evitar sentir que estaba ante una oportunidad. Pero los ojos exaltados, además de una sospechosa capacidad para entablar diálogos con cualquier persona, gritando un poco, en un inglés duro, la volvían intimidante. Creo que el dinero la había aburrido a tal punto que se dirigía a los demás con la omnipotencia de los locos. Cuando el bar cerraba, me dijo que podía quedarme en la mansión de su padre durante mi estadía. ¿O prefería dormir en un mísero hotelucho en Queens? Para no desencantarla, le dije que no tenía problema en mudarme siempre que fuera de día y en transporte público. Le pregunté entonces si nunca se había casado. Donde había un padre idealizado, yacía un marido en ruinas. Sonrió excitada y me dijo que sí. Luego me agradeció la pregunta y yo quedé desconcertado. Salimos. No podía decir que hubiera sido una experiencia grata, continuó, aunque sabía que podría haber sido peor. Su matrimonio había durado dos años, en París. Él era un pianista local que vivía en la buhardilla de un edificio de cinco pisos sin ascensor. Durante esa época había desarrollado un extraño mal: fobia a ser tocado. Primero por los humanos en general, luego por ella, luego por el agua. “Pero no nos separamos por eso. Simplemente dejó de tocar el piano y el mundo a su lado se volvió aburrido.” Paró un taxi y antes de despedirse me dijo: “desde que me separé tengo la impresión de que cuando el hombre indicado llegue, voy a estar acechando otro candidato mejor”. No conocí la mansión. Semanas después me llamó a Buenos Aires, a altas horas, proponiendo mandarme un pasaje.
* Publicado en el Suplemento Cultura de Perfil el 22/08