lunes, septiembre 23, 2013

La hija del zar *

Cuando encendieron las luces, una mujer rubia, de ojos verdes, acaparó toda mi atención. Estaba sola, de pie, como casi todo el público que había llegado a esa pequeña sala del Lower East Side para escuchar a John Zorn improvisando con sus discípulos. Aplaudía hipnotizada. Al rato, en la sala, sólo quedamos nosotros dos. Los músicos dejaron en el escenario un tendal de instrumentos dispuestos para la segunda entrada. Me acerqué. Alguien de seguridad nos dijo que para quedarnos teníamos que salir y pagar de nuevo. Ella contestó que el problema no era pagar sino salir, y le extendió un billete de cien dólares. Por lo brusco del acento y la desfachatez, entendí que ella era extranjera. Me miraba con una avidez indecisa. Nos quedamos para la segunda entrada. Comentó que la mujer que tocaba el arpa era su mejor amiga. Después de la segunda entrada, me pidió que la siguiera. Lo tomé como una orden. No tenía nada que perder. Saludó a su amiga y subimos a un taxi. Dictó una dirección en el otro extremo de Manhattan. “Vas a conocer mi bar preferido”. Le pregunté por qué no tomábamos el subte. Me contestó que detestaba el transporte público y sonrió de un modo maligno mientras exhalaba una bocanada de humo y por la ventanilla sacaba una mano para sacudir la ceniza. “Después de mi primer matrimonio, mi papá no me deja”, y en la carcajada ronca que soltó empecé a intuir que algo en ella estaba desencajado. Su bar preferido era un antro con mesas separadas por biombos forrados en terciopelo rojo. Después de un whisky, me dijo que vivía con su padre, quien había dejado la Unión Soviética en los ochenta y ahora monopolizaba, a través de una empresa naviera, todo lo que entraba al puerto de New Jersey desde Rusia. Súbitamente, al escucharla, me di cuenta de que era la primera mujer rica que se me había cruzado en la vida. No pude evitar sentir que estaba ante una oportunidad. Pero los ojos exaltados, además de una sospechosa capacidad para entablar diálogos con cualquier persona, gritando un poco, en un inglés duro, la volvían intimidante. Creo que el dinero la había aburrido a tal punto que se dirigía a los demás con la omnipotencia de los locos. Cuando el bar cerraba, me dijo que podía quedarme en la mansión de su padre durante mi estadía. ¿O prefería dormir en un mísero hotelucho en Queens? Para no desencantarla, le dije que no tenía problema en mudarme siempre que fuera de día y en transporte público. Le pregunté entonces si nunca se había casado. Donde había un padre idealizado, yacía un marido en ruinas. Sonrió excitada y me dijo que sí. Luego me agradeció la pregunta y yo quedé desconcertado. Salimos. No podía decir que hubiera sido una experiencia grata, continuó, aunque sabía que podría haber sido peor. Su matrimonio había durado dos años, en París. Él era un pianista local que vivía en la buhardilla de un edificio de cinco pisos sin ascensor. Durante esa época había desarrollado un extraño mal: fobia a ser tocado. Primero por los humanos en general, luego por ella, luego por el agua. “Pero no nos separamos por eso. Simplemente dejó de tocar el piano y el mundo a su lado se volvió aburrido.” Paró un taxi y antes de despedirse me dijo: “desde que me separé tengo la impresión de que cuando el hombre indicado llegue, voy a estar acechando otro candidato mejor”. No conocí la mansión. Semanas después me llamó a Buenos Aires, a altas horas, proponiendo mandarme un pasaje.



* Publicado en el Suplemento Cultura de Perfil el 22/08

El genio de la quebrada *

Gracias a las indicaciones de un policía, di enseguida con la casa. “Hace tres días que no vuelve”, me contestó una mujer en la que todo denotaba amargura cuando le pregunté si él estaba. “Pero es común”, aclaró ante mi sorpresa, “y ya no me importa que no vuelva. Viene a dormir dos días por semana y por suerte vuelve a salir. ¿A quién le importa la rutina de un borracho? Cada vez que viene, trae a rastras una sarta de vagos”. Luego de una pausa, me estudió, dedujo que no era de la zona y que por alguna razón merecía otro trato. Como si reculara en su tono infidente, me preguntó si lo buscaba por algún motivo especial. “Nada especial, vine por lo mismo que lo buscan los otros, para escucharlo y tomar un vino”. La puerta del músico más genial de la Quebrada de Humahuca se cerró despacio en cuanto pronuncié la palabra vino. Probablemente su esposa no lo creyera un músico genial y la fama tardía de ese hombre le pesara, con una pena infinita, como una farsa que debía alimentar. Tal vez en la música y en las letras no reconociera al hombre que alguna vez había amado. Imaginé que se habían conocido de muy jóvenes, y que por una mezcla de inercia y de comodidad se habían mantenido juntos en un camino rutinario para el cual Vilca había ido encontrando desvíos y más desvíos, hasta transformarse en una especie de cónsul honorario y bohemio que recorría la Quebrada de noche con una guitarra a cuestas. Me senté en la plaza convencido de que las oportunidades de encontrarse con un genio eran escasas. Oportunidades de buscar a un genio sobran; dar con uno, sin quererlo, ocurre una o dos veces en la vida. Tres días antes, en Tilcara, en una peña, había presenciado cómo un hombre apartado en una mesa cortejaba su guitarra para los presentes a cambio de vino. No se podía mantener en pie, pero empuñaba y cantaba con una honestidad conmovedora. El interior de ese hombre estaba expuesto ahí. Se quedó hasta que el último parroquiano se fue y la peña cerró. Ese último parroquiano era yo. Quizás sucediera todas las noches, pero cuando Vilca me pidió que lo llevara hasta la parada de ómnibus para volver a Humahuca, sentí que me demandaba algo personal, un favor que a ninguna otra persona en el mundo le había pedido nunca. Me confería un rol de lazarillo que por supuesto acepté. Lo trasladé casi en andas tres cuadras interminables bajo un cielo sin estrellas. La sensación de estar cargando a un genio secreto compensó ese esfuerzo ejecutado a las tres de la mañana. Una vez en la parada, él se desplomó sobre un banco y me dijo que ya podía irme, que si seguía de viaje por la quebrada lo visitara en su casa de Humahuca. Podía preguntarle a cualquiera: todos conocían su casa. Si no tenía dónde dormir, él me alojaba. Y como si la palabra dormir lo hubiera abducido, de repente empezó a roncar sentado, con la cabeza colgando hacia un lado y la guitarra acostada sobre un muslo. Observé en un papel escrito a mano y pegado sobre un poste los horarios del ómnibus. Acababa de perder el último y tenía que esperar el siguiente, al amanecer. Pensé que la deriva de Vilca hacia Humahuca iba a ser tan complicada como la de Ulises hacia Itaca. Me dije que de cualquier manera ese genio convertido en héroe ante la adversidad de la madrugada y el frío, debía haber penado muchas veces en esa misma parada. Volví caminando a mi hotel, seguro de que en tres días, a cambio de un vino, iba a encontrar al mismo genio antes de que dejara de existir.





* Publicado en Perfil Cultura el 08/09