Si bien no existe "antología objetiva" o reunión de textos que no acuse minimamente la óptica del antologador, puede suceder que el recorte fluya durante la lectura con la unidad de una obra conceptual. Una terraza propia, la antología de nuevas narradoras argentinas, tiene la naturaleza de una obra conceptual en los apartados que reúnen a las autoras según afinidades lúdicas -Insanía, Entre sueños turbios, Desde otro lugar, Politik Pornoshop, Derivas-, pero lo femenino no aparece como soporte teórico ni como semblanza políticamente correcta de mujeres solas, abandonadas o divorciadas.
La antología, por el contrario, podría considerarse una suerte de exposición conjunta exquisitamente desalineada y colorida en la que cada voz representa un mundo situado más allá de los estereotipos femeninos; un mundo enclavado en ese horizonte de pura literatura anterior a los géneros, a las temáticas y a las edades. Los cuentos y las autoras son veintitrés, y sin embargo tienen algo en común. Más que narrar una historia amena en tres movimientos, los textos dejan entrever huellas y declives en escrituras heterogéneas que no remiten, justamente, a "historias de mujeres en busca de la felicidad".
En cada narración puede leerse la esencia ralentizada de una voz, y la antología como tal tiene el mérito agregado de presentar un panorama de nuevas narradoras sin someter la totalidad ni las partes a exigencias comerciales. Las escritoras conocidas se mezclan con las más jóvenes, y en un caso u otro prevalece la misma impresión: la etiqueta de literatura femenina, que es funcional al modelo de narradora latinoamericana que produce historias ágiles, indudablemente no se ajusta a estos cuentos. Basta leer a Mariana Enriquez, a Fernanda García Curten, a Selva Almada, a Moira Irigoyen, a Claudia Feld o a Samanta Schweblin, para comprobar que las anécdotas esconden, como en un doble fondo, una apreciación de mundos oscuros que borra las fronteras posibles entre la voz de un escritor y una escritora.
En el cuento de Enriquez una joven narra con melancolía la historia de un muchacho atípico que hace filmaciones raras por encargo y queda inmerso en una sensual historia de terror. Samanta Schweblin toma como excusa kafkiana la espera de un forastero en un paraje perdido para desplegar un precioso repertorio de crueldades oníricas. García Curten logra quizás el cuento más extraño de la serie y aborda el vínculo absurdo de un sirviente con el fantasma musical de su ama.
No faltan narradoras dotadas de un refinado humor, como Julia Coria, Ingrid Proietto o Paola Kauffman, y sobran relatos compactos que hacen foco en la descripción de climas: el de Beatriz Vignoli, Anna Kazumi Stahl, Marisa do Brito Barrote o Jimena Néspolo, todos llamativamente reunidas en el apartado Desde otro lugar. A su manera, todas las autoras hacen circular una versión íntima de la literatura, y esta antología es el registro en clave de esa intimidad memorable que dialoga con su época, a la intemperie.
Los inrockuptibles, junio de 2006.
* Antología de nuevas narradoras argentinas, Editorial Norma, 283 pgs., Selección y prólogo a cargo de Florencia Abbate.
miércoles, junio 14, 2006
domingo, junio 11, 2006
miércoles, junio 07, 2006
Nacional
Por Juan José Becerra *
La Senadora Nacional Silvia Giusti, del Partido Justicialista de la provincia de Chubut, pensó, redactó y sometió al debate de sus pares, todos probados émulos de Don Lisandro de la Torre, la reforma del Artículo 8 de la Ley 17.741. La idea es que las películas argentinas incluyan un mínimo de ocho segundos del plano general de la bandera de la Patria, celeste y blanca, símbolo de la unión y de la fuerza con que nuestros padres nos dieran independencia y libertad. De lo contrario, serían consideradas extranjeras: paraguayas o japonesas, para citar solo algunos ejemplos del futuro de vergüenza que le espera al cineasta desertor. Por fin una mirada stalinista sobre el arte. Era hora. Aquí -sobre todo en el mundo del cine- hay mucho pantalón tiro bajo, mucho anteojito trapezoidal, mucho yoga, mucho escarceo sexual y humo en los festivales y mucha, muchísima, droga de diseño (nueve de cada diez miembros de la industria cinematográfica argentina son adictos a algo) que, en general, dan como resultado una cinemanía liberaloide hecha a la usanza de Hong Kong -otro relajo- y los carcamanes de la Nouvelle Vague, adefesios formales en guerra abierta contra lo nuestro.
Pero hay que ir más allá. Los ochos segundos de bandera argentina, que deberían ser ocho minutos, podrían insertarse en los momentos de clímax de cada relato. Por ejemplo, si un guión X desarrolla la secuencia narrativa "amor a primera vista, encuentro ardiente, problemas, separación, reencuentro, asesinato", ésta debería ser reemplazada por "amor a primera vista, encuentro ardiente, problemas, separación, reencuentro, bandera argentina, asesinato en el Monumento a la Bandera". ¿Por qué todas las películas argentinas, las de ficción y las documentales, no pueden tener su desenlace a orillas del Paraná? ¿Cuál es el problema técnico para que no se haga? En cuanto a la floreciente industria pornográfica local, la reforma al Artículo 8 debería obligar a las estrellas femeninas a que, cuando saquen de su boca lo que en ellas haya entrado, dejen al descubierto, y a merced de un primer plano, la inscripción "Compre argentino" tatuada en escroto o bajos del glande en el estilo fileteado del maestro Martiniano Arce.
Como contribución al acervo de la Cinemateca Nacional, la reforma de la senadora cinéfila (o banderófila) no debería evitar que se realizara el film Bandera Argentina, pensado exclusivamente para entrar en los archivos (tiene que ser una película maldita por encargo; o sea: nadie tiene que verla). La historia que debería contar es la de una bandera, colgada de su mástil, tomada desde un solo plano fijo a lo largo de seis horas. Así como en Sleep, de Andy Warhol, un hombre dormía, se hacía el dormido, soñaba, se sacudía, pensaba, entre otra cantidad incalculable de actividades, la bandera de Bandera Argentina podría flamear en ondas, arrugarse, plancharse, enroscarse sobre el mástil y hasta deshilacharse y desaparecer de golpe: una típica película de aventuras. Una vez que tengan resuelto este problema, los asesores de Giusti arrancarán con dos proyectos ambiciosos: que las ballenas francas de Puerto Madryn tengan en sus aletas una escarapela al lado del slogan "Todos los climas" como dispositivo de publicidad estática itinerante. Y el último, con el que el think tank de Giusti se devana los sesos: intervenir las voces submarinas de las ballenas con la Marcha Peronista o Argentino hasta la muerte de Roberto Rimoldi Fraga (1989-1999), con el propósito de darle a la naturaleza una muestra de la música incidental de la Nación.
* Zoom, Los inrockuptibles, junio de 2006.
La Senadora Nacional Silvia Giusti, del Partido Justicialista de la provincia de Chubut, pensó, redactó y sometió al debate de sus pares, todos probados émulos de Don Lisandro de la Torre, la reforma del Artículo 8 de la Ley 17.741. La idea es que las películas argentinas incluyan un mínimo de ocho segundos del plano general de la bandera de la Patria, celeste y blanca, símbolo de la unión y de la fuerza con que nuestros padres nos dieran independencia y libertad. De lo contrario, serían consideradas extranjeras: paraguayas o japonesas, para citar solo algunos ejemplos del futuro de vergüenza que le espera al cineasta desertor. Por fin una mirada stalinista sobre el arte. Era hora. Aquí -sobre todo en el mundo del cine- hay mucho pantalón tiro bajo, mucho anteojito trapezoidal, mucho yoga, mucho escarceo sexual y humo en los festivales y mucha, muchísima, droga de diseño (nueve de cada diez miembros de la industria cinematográfica argentina son adictos a algo) que, en general, dan como resultado una cinemanía liberaloide hecha a la usanza de Hong Kong -otro relajo- y los carcamanes de la Nouvelle Vague, adefesios formales en guerra abierta contra lo nuestro.
Pero hay que ir más allá. Los ochos segundos de bandera argentina, que deberían ser ocho minutos, podrían insertarse en los momentos de clímax de cada relato. Por ejemplo, si un guión X desarrolla la secuencia narrativa "amor a primera vista, encuentro ardiente, problemas, separación, reencuentro, asesinato", ésta debería ser reemplazada por "amor a primera vista, encuentro ardiente, problemas, separación, reencuentro, bandera argentina, asesinato en el Monumento a la Bandera". ¿Por qué todas las películas argentinas, las de ficción y las documentales, no pueden tener su desenlace a orillas del Paraná? ¿Cuál es el problema técnico para que no se haga? En cuanto a la floreciente industria pornográfica local, la reforma al Artículo 8 debería obligar a las estrellas femeninas a que, cuando saquen de su boca lo que en ellas haya entrado, dejen al descubierto, y a merced de un primer plano, la inscripción "Compre argentino" tatuada en escroto o bajos del glande en el estilo fileteado del maestro Martiniano Arce.
Como contribución al acervo de la Cinemateca Nacional, la reforma de la senadora cinéfila (o banderófila) no debería evitar que se realizara el film Bandera Argentina, pensado exclusivamente para entrar en los archivos (tiene que ser una película maldita por encargo; o sea: nadie tiene que verla). La historia que debería contar es la de una bandera, colgada de su mástil, tomada desde un solo plano fijo a lo largo de seis horas. Así como en Sleep, de Andy Warhol, un hombre dormía, se hacía el dormido, soñaba, se sacudía, pensaba, entre otra cantidad incalculable de actividades, la bandera de Bandera Argentina podría flamear en ondas, arrugarse, plancharse, enroscarse sobre el mástil y hasta deshilacharse y desaparecer de golpe: una típica película de aventuras. Una vez que tengan resuelto este problema, los asesores de Giusti arrancarán con dos proyectos ambiciosos: que las ballenas francas de Puerto Madryn tengan en sus aletas una escarapela al lado del slogan "Todos los climas" como dispositivo de publicidad estática itinerante. Y el último, con el que el think tank de Giusti se devana los sesos: intervenir las voces submarinas de las ballenas con la Marcha Peronista o Argentino hasta la muerte de Roberto Rimoldi Fraga (1989-1999), con el propósito de darle a la naturaleza una muestra de la música incidental de la Nación.
* Zoom, Los inrockuptibles, junio de 2006.
lunes, junio 05, 2006
Footing
Footing sostenido, de Santiago Stura, 233 páginas, Beatriz Viterbo editora, 2005.
¿Por qué un aristócrata, tras heredar una fortuna, podría desaparecer de la faz de la tierra sin dejar rastros? Con la inscripción de este interrogante comienza Footing sostenido. Al modo de Leo Perutz, donde la intriga pende de la resolución imposible de una ausencia, y donde la presencia del absurdo dice más que la lógica de cualquier pesquisa, el detective Barreiro y el mayordomo Bonnemaison intentan resolver el enigma.
En esa suerte de introducción la novela transita elegantemente sendas familiares. Lo que ignoran los investigadores es que Valentín Boyard, el protagonista, no ha heredado una fortuna sino la bancarrota de su abuela. A partir de ese momento el narrador le da al relato un golpe de timón, y refiere la serie de acontecimientos que entonan la huída de Boyard y su adoptivo amor, Marisela, una sirvienta paraguaya. Poseen una fortuna secreta, y a bordo de El recuerdo triste, en busca de una tierra convertida en mito, el Paraguay, viven una travesía alucinante por el río Paraná. En el trayecto, podría decirse, la literatura deviene atemporal. Con insolencia gombrowicziana, Santiago Stura resuelve una rica profusión de incidentes, crímenes y catástrofes encadenando los acontecimientos al infinito, de tal modo que la aventura parece producirse por una alocada intervención del azar en el mundo.
En el barco fantasma circulan personajes que improvisan farsas: entre otros, una escritora uruguaya que siembra a bordo crímenes bufos, dos monjas aterradas, el lúbrico capitán Mackeena y su único empleado, Claudinho, mezcla de cotorra y esclavo. Se trata de un elenco extravagante que superpone El recuerdo triste a la nave de los locos -esa reliquia medieval destinada a naufragar ad eternum-, a la nave de Fellini, y sobre todo a la nave de Odiseo, sobre la que, en el desenlace del libro, el pasado retorna, como esencia monstruosa y divina, para poner a prueba a Boyard. Sólo que en este caso la evidencia de que los dioses reencarnan en un pathos físico, es decir, en la escuela de la carne inaugurada por Virgilio Piñera y reinventada de forma brillante en su versión apolínea por Santiago Stura, conduce la aventura hacia el mejor de los recuerdos: el que funde el paso de un libro con la experiencia inolvidable de la lectura.
Publicado en Perfil, Cultura, 04-06
¿Por qué un aristócrata, tras heredar una fortuna, podría desaparecer de la faz de la tierra sin dejar rastros? Con la inscripción de este interrogante comienza Footing sostenido. Al modo de Leo Perutz, donde la intriga pende de la resolución imposible de una ausencia, y donde la presencia del absurdo dice más que la lógica de cualquier pesquisa, el detective Barreiro y el mayordomo Bonnemaison intentan resolver el enigma.
En esa suerte de introducción la novela transita elegantemente sendas familiares. Lo que ignoran los investigadores es que Valentín Boyard, el protagonista, no ha heredado una fortuna sino la bancarrota de su abuela. A partir de ese momento el narrador le da al relato un golpe de timón, y refiere la serie de acontecimientos que entonan la huída de Boyard y su adoptivo amor, Marisela, una sirvienta paraguaya. Poseen una fortuna secreta, y a bordo de El recuerdo triste, en busca de una tierra convertida en mito, el Paraguay, viven una travesía alucinante por el río Paraná. En el trayecto, podría decirse, la literatura deviene atemporal. Con insolencia gombrowicziana, Santiago Stura resuelve una rica profusión de incidentes, crímenes y catástrofes encadenando los acontecimientos al infinito, de tal modo que la aventura parece producirse por una alocada intervención del azar en el mundo.
En el barco fantasma circulan personajes que improvisan farsas: entre otros, una escritora uruguaya que siembra a bordo crímenes bufos, dos monjas aterradas, el lúbrico capitán Mackeena y su único empleado, Claudinho, mezcla de cotorra y esclavo. Se trata de un elenco extravagante que superpone El recuerdo triste a la nave de los locos -esa reliquia medieval destinada a naufragar ad eternum-, a la nave de Fellini, y sobre todo a la nave de Odiseo, sobre la que, en el desenlace del libro, el pasado retorna, como esencia monstruosa y divina, para poner a prueba a Boyard. Sólo que en este caso la evidencia de que los dioses reencarnan en un pathos físico, es decir, en la escuela de la carne inaugurada por Virgilio Piñera y reinventada de forma brillante en su versión apolínea por Santiago Stura, conduce la aventura hacia el mejor de los recuerdos: el que funde el paso de un libro con la experiencia inolvidable de la lectura.
Publicado en Perfil, Cultura, 04-06
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