En un pub de Brooklyn supe de un hombre para el
que, de un día a otro, el mundo dejó de ser el mismo. Miento. No lo supe;
conocí a ese hombre. Era un ingeniero de Rotterdam de vacaciones en Nueva York.
Había tomado su décima cerveza y con dedos inestables acariciaba dos bolsas de nylon
como si fueran hijos parados junto a la barra.
Al principio pensé que era un lunático más. Parecía
emocionado por un suceso del que no podía hablar de manera coherente. Después
de observarlo un rato, me figuré que ese hombre estaba atravesando una
situación traumática: así lucían las víctimas de un robo violento. Lo más
llamativo, sin embargo, residía en que nadie más que un anciano de impermeable
gastado y cejas de topo parecía interesado en su estado. Nadie más que ese anciano
con aspecto de detective y yo, quiero decir.
Cuando el anciano se apartó aproveché para entrar
en escena. Le pregunté cómo se llamaba. La sencillez de mi pregunta lo apaciguó.
“Herman”, respondió apoyando el vaso. Me miró: tenía unos ojos dulces que concordaban
más con las facciones de una mujer. De ahí en adelante respondió dócilmente a
todas mis preguntas. Sólo vaciló cuando le pregunté por qué estaba tan alterado.
“¿Tan alterado? ¿Me veo mal? ¿Me veo como alguien que acaba de perder a un
padre, por ejemplo?”, dijo sonriendo y mostrando una dentadura apretadísima. Le
respondí que sí. Las manos le dejaron de temblar e intentó mirarme tan fijo
como podía después de diez cervezas. “Te
equivocás, no acabo de perder a mi padre, acabo de encontrarme con uno”.
Contó que había dedicado la tarde a pasear por
el Soho. No sabía bien por qué, se había metido en una librería. No entraba ni
a iglesias ni a librerías desde los veinte años, cuando salía de compras con su
madre enferma. “Demasiadas casualidades, una librería no es una atracción
turística, intervino una fuerza superior”, acotó suspirando, “yo no sé que
habría hecho otro en mi lugar, pero sí puedo decir lo que hice yo cuando lo vi.
Él hojeaba un libro de arte. No le dije lo que cualquier devoto le habría
dicho. Simplemente me presenté y le confesé que quería ser voluntario para
viajar a Marte. Me extendió la mano. Era suave y fría. Va a haber vida en
Marte, y en parte es por usted, me animé a decirle. No contestó nada, tampoco
amagó con apartarse, así que seguí hablándole. Yo estaba bajo una gran emoción,
por eso no recuerdo qué le dije después. Sí me acuerdo que nuestro diálogo se cortó
cuando una mujer lo llamó. Él se disculpó y se fue de golpe. Yo me quedé quieto
en donde Bowie había estado parado, para absorber su aura. ¿Y sabés qué
descubrí?”, hizo sonar las bolsas que llevaba a los costados. Noté que la
feminidad de su mirada provenía del temblor de sus largas pestañas cada vez que
parpadeaba. “Sí, David Bowie se había
olvidado unas bolsas que podían ser mías. Las agarré y me fui”.
No pude controlar la envidia y le dije que el
mundo estaba lleno de hombres que decían haber visto a Bowie. Me contestó de
inmediato que por eso mismo, al salir, había consultado el tema con uno de los
libreros, que en efecto le confirmó que Bowie vivía cerca y una vez al mes compraba
libros de arte. A esa altura me impacienté, fui al grano y le pregunté qué
contenían las bolsas. Las manos le volvieron a temblar y meneó la cabeza:
“comida para perros, tres huesos, una pelota de goma espuma y toallitas
femeninas. El mundo nunca va a volver a ser el mismo”.
* Publicado en Apuntes de viaje, Cultura Perfil, el 19/05/13.